domingo, 20 de diciembre de 2009

Deportivo, 0; Valencia, 0

Ahora que se acerca la fatídica fecha del 22 de diciembre, he de confesar algo que sólo saben quienes me conocen. No juego nunca a la lotería. Pienso que existen más probabilidades de contraer un cáncer que de que te toque el Gordo y no tiento la suerte, ni para bien ni para mal. No es un tema de karma, ni nada parecido. Lo leí en un libro de Raymond Carver, hace muchos años, y prefiero que no me pase nada que me cambie la vida. Ni bueno ni malo.
Sin embargo, me gusta mucho el carácter lotero que tiene el fútbol y, por ello, esos partidos en los que igual puedes ganar que perder y que acabas empatando. Partidos, como el de ayer ante el Deportivo, en los que juegas tus décimos para ganar y juegas tus décimos para perder, y que finalmente, como suele suceder en la vida, no resultas agraciado por unos ni desgraciado por los otros. Supongo que porque el número de calvos de ambos equipos era el mismo.
Siempre he creído que las ligas se ganan en campos como Riazor, aunque precisamente el estadio coruñés haya sido en los últimos años un lugar de buena pesca para el Valencia, tanto en sus años gloriosos como en los deplorables. Pero entonces el Deportivo estaba en ese bache tan valencianista que pasan aquellos equipos que tocan el cielo durante unos años. Me refiero a campos como Riazor, el Pizjuán, el Calderón o El Madrigal, frente a equipos con los que, con toda probabilidad, tropezarán los grandes. Si a eso le añades cierta fortaleza en casa y la simple lógica de que hay que ganar donde eres mejor que el contrario y perder donde eres peor, encontraríamos una perfecta fórmula para ganar ligas. Cuando el Valencia la ha puesto en práctica, ha levantado el trofeo; cuando sus expectativas se han limitado a ganarle al Madrid y el Barcelona en Mestalla, ha hecho lo de casi siempre: el imbécil.
Pese a este convencimiento, me gustó el partido de ayer, aunque acabara en empate. Descubrí cosas raras. Como que Miguel se ha hecho mayor. Le pasa como a mí, que cuanto más sale por la noche, peor rinde. Antes era capaz de acabar pegándose de hostias con gente tan ciega como él a las cuatro de la mañana en la puerta de una discoteca y marcarse un partido estupendo tres días después. Ahora, la resaca de la borrachera semanal le llega al domingo. O como que Banega es igual que yo cuando juego al FIFA 2009 en la PlayStation. Como no tengo ni puta idea, me limito a utilizar un jugador, que no para de dar vueltas con el balón cosido al pie sin avanzar nada y, cuando ha de dar un pase, siempre se lo da a sí mismo o al contrario. Ahora entiendo por qué Emery lo pone de mediapunta: para que, al hacer eso, el equipo corra menos peligro. En mi PlayStation, desgraciadamente, mi único jugador juega mucho más atrás. También descubrí por qué Emery no pone nunca a Jordi Alba. El chico, reclamado por las masas, es como Sánchez-Torres, mítico futbolista paquete del Valencia de los años 80. Sánches-Torres, que era bajito y con cara de macarra, tenía la extraña habilidad de correr mucho para no hacer nada, algo meritorio en un Valencia que corría poco para no hacer nada. Pero, claro, Jordi Alba ha tropezado con el problema de que en este equipo hay jugadores que corren mucho para hacer mucho y el entorno no le ha ayudado, como a Sánchez-Torres. Por último he descubierto que Manuel Fernandes está vivo. He de ser sincero: pensaba que, después de aquella gesta de jugar casi todo un partido con el peroné roto, se había quedado como Ramón Sampedro y Amenábar preparaba un biopic sobre él. Luego me he enterado que jugó un rato en un partido de esos de la Europa League que no vi, pero la sorpresa de verlo tras meses de estar convencido de que había pasado a peor vida no me la ha quitado esa información.
Todos esos descubrimientos han ayudado a que el partido me gustara. Como me ha gustado que, después de varios meses pensando en que estábamos capacitados para cotas mayores, la liga nos haya puesto en nuestro sitio. Ahora se trata de conservarlo, una misión que el Valencia suele confiar a la suerte de la lotería.

viernes, 18 de diciembre de 2009

Genoa, 1; Valencia, 2

En 1977, el Valencia volvió a jugar competiciones europeas después de uno de esos periodos oscuros de la historia del club que ahora nos parecen excepcionales y, en aquellos tiempos, eran algo acostumbrado. En esa época, que la desmemoria ha arrinconado injustamente, enfrentarse a un equipo inglés, alemán o italiano era sinónimo de derrota, de humillación y de salir de los campos europeos con la sensación de que estábamos a un nivel inferior de ellos. Los rivales asequibles tenían nombres absurdos, como el Arges Pitesti, cuyo nombre sirvió de forma paródica para denominar a un equipo en mi colegio cuando nos autobautizamos como Arges Travesti, CSKA de Sofía o el simpático Boavista portugués, cuya camiseta era un tablero de ajedrez. Con la excepción del título de la Recopa, ganado en 1980, la trayectoria europea del Valencia en aquellos tiempos fue muy discreta. A esta aventura europea sucedió otro periodo de oscuridad, más tétrico si cabe porque en él se incluye el descenso a segunda división, hasta que, a comienzos de los 90, el Valencia retomó la senda europea.
Nada había cambiado en una década. Italianos, alemanes e ingleses seguían siendo rivales inaccesibles y, como en los 70, los partidos europeos del Valencia eran calcos unos de otro: no jugábamos mal, teníamos el balón y, cuando lo jugábamos, demostrábamos ser técnicamente mejores que los rivales, pero nunca ganábamos. No era sólo eso, porque, en realidad, nos llevábamos de cada visita europea todo lo malo: las patadas, las tarjetas y los goles en contra. Quizás el paradigma de esos tiempos sea el famoso partido contra el Karlsruher, en noviembre de 1993, cuando nos metieron siete y en el Valencia se desencadenó un torbellino social y deportivo que tendría funestas consecuencias durante el resto de aquella década.
Ayer vi el Genoa-Valencia entre un largo viaje, que me ha llevado por Madrid y Barcelona durante tres días, y la primera de las que presumo abundantes cenas de empresa. Del viaje sólo contaré que uno de sus momentos más memorables sucedió en el aeropuerto de Barajas cuando vi el Atlante-Barça rodeado de ejecutivos catalanes que jaleaban los goles de Messi y Pedrito y ejecutivos madrileños que se alegraban cuando los mexicanos pasaban de medio campo. De la cena, que descubrí que el rollo de los trajes de Camps es una campaña publicitaria para hacerlo conocido en toda España.
La curiosa casualidad de que el Valencia jugara en ese hueco temporal entre tantos compromisos seguramente fue la razón por la que vi el partido con menos interés del habitual. Mientras le contaba a mi novia los promenores de mi periplo por las grandes ciudades, tenía el Genoa-Valencia de fondo y sólo le prestaba atención en momentos puntuales. Quizá por ello, me pareció que viajaba en el túnel del tiempo durante un instante y veía a ese Valencia de 20, 30 años atrás para el que jugar en Italia era un tormento colosal. Ese equipo que se llevaba las patadas, los lesionados, las tarjetas y los goles, que salía con cara de imbécil cuando lo había apeado de Europa un equipo notablemente inferior. Pero, en un momento dado, desperté de esa ensoñación en forma de "déja vu" triste. A mitad de conversación con mi novia, cuando el Valencia tocó dos o tres veces el balón con criterio, ella, que no tiene ni idea de fútbol, lanzó una sentencia demoledora: "pero si somos mucho mejores que ellos".
Fue después de que Bruno se añadiera a la lista de goleadores absurdos que está haciendo el Valencia en la Europa League y de que Moyá defendiera como Albiol (el de aquí, no el del Madrid) el control de Crespo antes de marcar. Pero antes de que confirmara que no estaba en el pasado al ver al árbitro pitarnos un penalti a favor que estoy seguro de que hace 20 o 30 años se habría saldado con tarjeta amarilla a Joaquín por tirarse y que, en una acción similar en el área contraria, habría juzgado como penalti y expulsión de nuestro defensa. De que Villa le diera emoción al asunto y de que el portero genovés, generoso como pocos durante todo el partido, nos regalara ser primeros de grupo.


domingo, 13 de diciembre de 2009

Valencia, 2; Real Madrid, 3

Desde hace más de 40 años, hay un partido al año que odio: el que jugamos en Mestalla contra el Real Madrid. No porque nos ganen, cosa que sucede con mayor frecuencia de la que desearía, ni porque el público valencianista, tan ciclotímico, lo viva de manera exagerada. Lo odio porque, durante muchos años, he vivido en él la pesadilla del seguidor clandestino. Acudes a Mestalla, te sientas en tu localidad y compruebas que, a tu lado, hay un tipo que no has visto nunca. Piensas "será uno de esos mendas que son capaces de gastarse 100 euros al año para ver sólo un partido de fútbol y el resto de la temporada lo ven en su casa, algo que no impide que, en sus conversaciones de bar, dé el pego de que va al fútbol hasta los días que hay Europa League". Hablas con él y te parece un tío simpático. Protestas cuando hay una falta a favor del Valencia que no ha visto el árbitro y te da la razón. Pero, cuando marca el Madrid, el tipo sale de su clandestinidad y se dedica a dar botes y jalear a los suyos. Se te queda cara de gilipollas, más por el engaño al que has sido sometido que porque el Madrid nos vaya ganando.
Esta pesadilla, tal cual la relato, me sucedía cíclicamente cada año en Mestalla el día del Madrid. Siempre con un tipo diferente, pero yo, que en el fondo soy buena gente, al año siguiente siempre pensaba aquello de "será uno de esos mendas capaz de gastarse 100 euros, bla, bla, bla" Hasta comienzos de esta década. Entonces, cuando el valencianismo puso en práctica esa fanfarronería tan arraigada en la sociedad autóctona de creerse más de lo que en realidad era (un comportamiento que siempre ha ido ligado a la presencia de argentinos en el equipo), el seguidor clandestino desapareció por arte de magia. Creo que la última vez que lo vi, en sus diferentes variantes, fue en aquella memorable semifinal de copa en la que les metimos seis goles. Aquel día, por cierto, descubrí que se había mutado en hooligan clandestino cuando contemplé cómo varios reputados periodistas deportivos de la ciudad empezaban a hacer cortes de manga a sus colegas madrileños con cada gol del Valencia. Desde aquella mutación, el seguidor clandestino fue historia.
No he leído todavía el libro que acaba de publicar Paco Lloret sobre la rivalidad entre los dos equipos que ayer se vieron las caras en Mestalla. Pero sería un error imperdonable que, en sus páginas, no apareciera una figura básica para entender el antimadridismo de esta afición. El secreto de que el Madrid sea el nuevo supervillano del cómic valencianista no es que sus futbolistas nos caigan mal, ni que el Marca nos esté dando el coñazo todos los días con ellos. El valencianismo odia al Madrid por culpa del seguidor clandestino que muchos han tenido a su lado durante décadas. Es curioso, porque el Barcelona ha hecho muchos más méritos para convertirse en nuestro Darth Vader particular: es un equipo tan quejica como nosotros, nos ha quitado futbolistas con mayor impunidad que el Madrid y nos considera tan inferiores como nos consideran los blancos. Pero el Barça nunca ha tenido seguidor clandestino. Si el día del Barça se sentaba a tu lado un tipo que no conocías, sabías que era del Barcelona. Iba equipado con parafernalia barcelonista, gritaba cuando consideraba que el árbitro se equivocaba contra el Barça, hablaba catalán y se la soplaba la polémica que desde el club se quiso crear contra el catalanismo en general. No te engañaba y eso era de agradecer.

Ayer vi el partido sin un seguidor clandestino al lado. Y primero pensé que igual el seguidor clandestino lo teníamos en el banquillo, porque sólo así se explicaría que no se diera cuenta de que no se puede ganar un partido con un mediocentro defensivo haciendo de mediapunta, por mucho que los de arriba tengan dinamita en sus botas. En todo caso, a los seguidores no clandestinos que tenía al lado, esa apreciación táctica se la traía bien floja. El peor partido del Valencia en toda la temporada y ninguna reprobación a los absurdos monólogos de Banega, a los desesperados intentos de Marchena porque el árbitro le dejara el pito y se marchara a ver el partido por la tele o los centros de Bruno con imán hacia las piernas madridistas. Nadie vio que el Madrid, sin hacer nada del otro mundo, jugó cuando y como quiso, manejó el partido a su antojo y marcó goles cuando tuvo ganas. Quizás, pienso ahora, es que esos seguidores no clandestinos no eran tales, sino verdaderos seguidores clandestinos que, tras su transformación en hooligans clandestinos, han perfeccionado su mutación hasta convertirse en zombies clandestinos. Y eso significaría no sólo que mi pesadilla no se acabó hace años, sino que continúa con tintes de película de terror. de esas que dan muy mal rollo.

lunes, 7 de diciembre de 2009

Athletic, 1; Valencia, 2

Sigo en Tánger, una ciudad de contrastes, no sólo por su situación geográfica, puente entre África y Europa, sino por su diversidad cultural y demográfica y esa extraña mezcla de rasgos musulmanes, judíos y cristianos que la hacen única. Tan única que, en los últimos días, he vivido aventuras extraordinarias.
He visitado un bar que ejemplifica, con precisión quirúrgica, los deseos de la población masculina mundial, aunque fuera en su versión más chusca. Estaba decorado como una estación de metro americano, con la particularidad de que los posters que decoraban el local eran los mismos que podías encontrar, hace 30 años, en España en cualquier tienda de productos de cine: uno de Chaplin en "El chico" y otro de Humphrey Bogart con gabardina en plan "Tener y no tener". Lo mejor no era eso. En el escenario principal había una enorme pantalla de televisión que ofrecía fútbol sin parar (cuando fui yo, era un absurdo partido de la Europa League -si absurdo y Europa League no fueran una redundancia- entre un equipo checo de tercera fila y uno alemán de segunda), mientras, delante del televisor de plasma gigante, un grupo musical interpretaba canciones folclóricas sin descanso. El grupo musical, que despertaba el entusiasmo del público asistente, en su mayoría marroquí, estaba formado por un teclista con aspecto de haberse comido todo el cuscús de su casa, un violinista famélico que tenía la rara habilidad de tocar su instrumento mientras fumaba y un cantante que era un cruce entre King África y Eminem, pero con rasgos árabes. Entre otras maravillosas piezas de su repertorio, nos brindaron una versión de "Porompompero" de Manolo Escobar cuya letra tenía muy poco que ver con la que hizo popular quien hizo famosas canciones como "Mi carro" y "Almería". Sin embargo, el éxito que cosechaba tan heterodoxa formación musical se hizo patente en que las diez o doce mujeres del local, todas ellas con aspecto de prostitutas en edad de jubilación, bailaron animadamente y con arriesgados contoneos cada uno de los hits que entonaba el rapero con colesterol que amenizaba la noche.
No ha sido la única aventura irracional que he vivido en mi estancia en Tánger. He viajado en limusina, he fumado kifi en pipa, he probado platos de cocina increíbles y he conocido una gente hospitalaria y generosa que me ha hecho sentirme como en casa. Pero todo desde una perspectiva extraña, desde ese quiebro a la cotidianeidad que sólo se produce cuando estás fuera de tu hábitat natural.
Tan extrañas han sido las experiencias que he vivido como el partido que vi anoche. En ese canal árabe en el que Paco Buyo ejerce como comentarista sin tener ni idea de la lengua autóctona. Y, como no podía ser de otra manera, fue un partido extraño, lleno de idas y vueltas, en el que un francés que no habla ni papa de español (como Buyo de árabe) marcó el gol decisivo, en el que un equipo con un jugador menos, a base de garra, nos puso contra las cuerdas en el momento en que David Navarro rescató su vena macarra dentro del área y confundió a Burdisso con un chaval imberbe que demostró mucho más oficio que la mayoría de los delanteros que ha tenido el Athletic en años. Y en el que, en fin, la victoria nos sirvió para erigirnos en alternativa a los grandes, según rezan los diarios madrileños que he podido consultar en la web. Al menos hasta la semana que viene, pues, si ganamos entonces, pasaremos a ser "serios candidatos" al título, por encima de un Madrid que llegará a Mestalla sin sus dos fichajes más caros y con el Chori Albiol como principal novedad respecto a sus últimas visitas. Esperemos que, para no traicionar la costumbre, Albiol se caiga en Mestalla en el momento menos oportuno.

Para entonces, espero contaros el partido como toca y no daros la barrila con tanta historia que no tiene nada que ver con el fútbol.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Valencia, 3; Lille, 1

He visto tres segundos de partido. Los que han ido desde el pase de Banega al centro de Mata en la jugada del primer gol. Nada más. He tenido que intuir que Miku, en el segundo palo, había rematado para inaugurar el marcador porque la siguiente imagen que he visto, ya congelada, en mi ordenador ha sido la de unos cuantos jugadores del Valencia arremolinados felicitándose entre sí. Ahí ha terminado mi visión del Valencia-Lille. Todo tiene una explicación. Estoy en Tánger, trabajando en el festival “Tánger crea”, y la sala de prensa que hemos tenido que improvisar hoy era la cafetería del Cinéma Rif, la sala que sirve de cinemateca tangerina, en la que hay internet gratis para todo aquel que lleve su portátil. Sin embargo, hay tal volumen de gente pasando la tarde con un mísero té y enganchada a su notebook que los 36 megas de banda ancha que promete mi ordenador proporcionarme se convierten en algunos kilobytes que, casi por compasión, me permiten descargar algunas páginas. Con esa lentitud, he trabajado toda la tarde y, a las ocho (una hora más en Mestalla), he recordado que jugaba el Valencia. En un principio he pensado que era inútil conectarme a una página como “rojadirecta” para ver el partido en streaming, comentado en polaco o cantonés, y he optado por la información inmediata que ofrece un diario deportivo español que tiene a un tipo siguiendo a Cristiano Ronaldo y otro a Laporta durante las 24 horas del día. Pero, cuando he comprobado que, en dicha página, daban dos alineaciones distintas del Valencia (una con Zigic, otra sin Zigic), según la banda que miraras, he empezado a mosquearme. Como en ese momento he empezado a oler el inconfundible aroma de un porro de costo marroquí, algo que los entendidos en el fumeteo valorarán en su justa medida, me he hecho el valiente y he dicho: “en rojadirecta seguro que juega Zigic”. De modo que me he conectado al streaming y la primera imagen que ha aparecido en movimiento ha sido la que he relatado antes, de tres segundos de duración. Así que he vuelto a la apasionante narración literaria que duda entre metaforizar a Zigic o convertirlo en retruécano.
Ha sido por muy poco tiempo, ya que nos íbamos a cenar. Pero el suficiente para ir a zamparme unos espaguettis de “nouvelle cuisine” con la certeza de que, con Zigic o sin Zigic, íbamos ganando.
Al acabar la cena, después de haber seguido oliendo el maravilloso aroma de la resina autóctona, he llegado al hotel, donde me he encontrado una notable sorpresa: en un canal que emite para todos los países en lengua árabe estaban dando el Xerez-Barcelona. La sorpresa no es esta, ya que, en los últimos años, he tenido la oportunidad de ver la liga española en países como Vietnam, Argentina, Rumanía o Noruega. La sorpresa es que el tipo que comentaba desde el estudio el partido, en plan experto de esos que sólo suelta obviedades, era Paco Buyo, aquel portero del Real Madrid con cara de portero, pero de puticlub, al que recuerdo con particular cariño por servir como ejemplo para una gloriosa frase de Di Stéfano, dirigida a un portero novel, en un entrenamiento con el Valencia: “Las que vayan dentro, intente pararlas; las que vayan fuera, déjelas, no se las meta dentro”. Buyo ilustró esa máxima en Tenerife hace muchos años para regalarle una liga al Barça. Quizá por eso lo han cogido como comentarista de los partidos del Barcelona, aunque no sepa ni papa de árabe y tengan que traducir simultáneamente todo lo que dice. El caso es que, mientras veía el apasionante duelo entre el colista y el líder, he buscado el resumen del partido por todas las cadenas. Pero sólo he encontrado telenovelas, rezos musulmanes, películas desérticas y debates en francés. Hasta que he llegado a Televisión Española Internacional y, pese a que estaban dando un programa de presos comunes, he puesto el teletexto para saber que habíamos ganado por tres a uno, que Joaquín había metido dos goles (ya me extrañaba a mí que Miku hubiera hecho una vaselina en el primero) y que Mata sentenció en la segunda parte. Lo que me huele a sufrimiento, nervios y caras de “ja estem una altra vegada” en Mestalla. O quizás no fue así y es el aroma a costo que se me ha instalado en la pituitaria y me hace alucinar, como siempre, en negativo.

domingo, 29 de noviembre de 2009

Valencia, 1; Mallorca, 1

Tengo la vieja costumbre, heredada, cómo no, de mi padre, de ir a Mestalla con al menos un cuarto de hora de adelanto sobre la hora del comienzo del partido. No lo hago ni por poder aparcar (voy en moto y, cuando iba con mi padre, los dos caminábamos durante media hora hasta alcanzar nuestra localidad) ni por coger sitio (mi ubicación en el campo nunca ha sufrido de aglomeraciones para acceder a ella). Lo hago porque me gusta ver cómo el campo se llena, cómo la gente llega poco a poco y va completando la caldera, como esos woks chinos que van adquiriendo una temperatura uniforme a medida que sienten el efecto de los fogones. Así lo he hecho toda la vida y me molesta mucho sentarme en Mestalla cuando ya han salido los equipos o cuando la banda capitaneada por el tipo ese del puro, del que hablaré otro día, ya se ha metido por debajo del lugar que ocupo, atropellando minusválidos y recibiendo los parabienes de los chicos del Gol Gran. Me gusta llegar pronto también porque puedo saludar a la gente con la que he compartido emociones en Mestalla desde hace más de 30 años. Gente que no conozco de casi nada, de la que ignoro su profesión, su estado civil, sus preferencias sexuales, sus creencias religiosas y sus gustos televisivos. Pero gente con la que he compartido momentos inolvidables, buenos y malos, que hacen que los reconozca como próximos. Gente como el tipo ese de barba cerrada que se sienta siete sillas a mi izquierda, en mi misma fila, y que me ha preguntado hoy por qué ya no hacían "Todos ahhh 100". O el señor que se ubica tres asientos a mi derecha, de quien conozco fobias tan diversas como los árbitros catalanes, los árbitros murcianos, los árbitros ingleses o los jueces de línea de cualquier nacionalidad. Este arbitrofóbico (si existiera en realidad esa palabra) me ha saludado amablemente antes de empezar el partido con un "Què, a patir, no?". Toda una declaración de principios valencianistas.
El señor de los árbitros malignos me ha hecho pensar. He recordado que el Mallorca es uno de los equipos para los que Mestalla es de esos campos en los que siempre pringa. Como, para nosotros es Getafe o fueron Atocha y Sarriá. Ya puede hacer temporadas excelentes que, al llegar a Mestalla, el Mallorca se convierte en un equipo blandito, flácido, y, con independencia del buen estado de forma del Valencia, sale goleado. Salvo el año en el que Koeman se apoyaba en el banquillo de Mestalla y Bruins-Slot y Bakero en la barra de bares que no nombraré hasta que me pongan publicidad en este blog, no recuerdo, en un pasado cercano, un Mallorca que nos haya tocado las narices. Aquel año, un delantero con aspecto de petardo (en el campo, pues parecía un Julio Salinas agitanado, y fuera, pues fue petardo consorte gracias a su matrimonio con Nuria Bermúdez) pareció el segundo delantero de la selección campeona de Europa, como lo sería año y pico después, Koeman empezó a pensar que su culo iba a tener que apoyarse en otro sitio y Bruins-Slot y Bakero, que tenían que pedir rápido la última copa antes de que los echaran del bar.
Por eso pensé que "patir", lo que se dice "patir", iba a padecer poco. Mi impresión cobró fuerza cuando vi al Valencia jugar la mejor media hora que le he visto en muchos años. La que fue del minuto 2 de la segunda parte al 32 de ese mismo periodo. Una media hora que me recordó a la mejor media hora que le he visto a un equipo de fútbol nunca. Fue también el Valencia y su rival fue también el Mallorca. Hace cinco años de eso y aquel Valencia de Benítez le acabó metiendo cinco goles al Mallorca, todos ellos en esa media hora de fábula. Pero aquel día los Baraja, Angulo y Mista, miembros de un equipo poco prolijo en goles. metieron lo que Mata, Villa y Joaquín, paradigmas de la efectividad, han fallado.

Por supuesto, el señor que se sienta tres sillas a mi derecha y que venía con la idea de "patir" le ha echado la culpa a Iturralde. A mí me parece que Iturralde, con esa pinta de payaso triste que tiene, es un árbitro bastante malo, pero si Bruno no hubiera atropellado a Castro no habría tenido que pitar el penalti. Que si Mata, Villa, Joaquín o Pablo hubieran tenido la mitad de puntería que habilidad, Iturralde habría quedado absuelto parcialmente por el paciente señor. Y que si Emery no hubiera sido tan torpe gestionando los cambios, el Mallorca se habría ido de Mestalla, un año más, goleado y con cara de tonto.

No ha sido así y a mí, en el fondo, me ha alegrado. Como ahora mismo estaréis pensando que soy un gilipollas y que mi blog lo va a leer la próxima vez un familiar mío al que acusáis de dedicarse a la prostitución, os lo explico. Me ha alegrado porque he visto una vez más la grandeza del fútbol. El toisón de un deporte ilógico, en el que puedes jugar como los ángeles, pero si ese día tienes el ojo torcido delante de la portería, una tontería puede dilapidar todo tu esfuerzo. El tesoro de un juego tan injusto como la vida, que castiga el talento y premia la obcecación. Por eso nos gusta tanto, porque es maravillosamente imperfecto.
El Mallorca nos ha empatado con un penalti absurdo y el Valencia ha vuelto a convertirse en un equipo imbécil. Que quiere utilizar armas que no sabe manejar, como el balón colgado, la épica o el asalto policial al área rival. En vez de seguir haciendo lo que tan bien había hecho durante media hora, se dedicó a jugar como el Mallorca. Y el fútbol ahí fue justo. Tan justo como es la vida.

domingo, 22 de noviembre de 2009

Osasuna, 1; Valencia, 3

La mayoría de los matrimonios, parejas, uniones de hecho y reuniones de desecho solventan sus diferencias televisivas comprando dos aparatos: uno lo instalan en el comedor, lugar en el que comparten programas, y el otro, en una habitación de la casa, refugio habitual del varón cuando quiere ver un partido de fútbol. Mi novia y yo descubrimos hace unos cuatro años un televisor que, con el tiempo, se ha convertido en una panacea para nuestras diferencias televisivas, un recurso tecnológico para hacer nuestra convivencia más placentera. Se trata de un aparato de 42 pulgadas que tiene la facultad de partir la pantalla en dos, de manera que se pueden ver dos programas distintos a la vez, aunque sólo uno de ellos tenga sonido. Desde entonces, los días que hay partido "partimos la pantalla" para que yo vea el fútbol, por muy absurdo que sea el encuentro, mientras ella contempla un episodio de su serie favorita en la otra mitad del televisor. Así, podemos ver nuestros programas preferidos sin estar separados, algo que afianza nuestra convivencia. Y, como ya he dicho antes, el televisor tiene 42 pulgadas, lo que significa que cada uno ve lo que desea en una cómoda pantalla de 21 pulgadas, suficiente para poder apreciarlo todo sin quedarse ciego.
Ayer vi el Osasuna-Valencia de esa manera. Con la "pantalla partida", al mismo tiempo que mi novia miraba, en su trozo de televisor, un capítulo de la serie "Accidentally on purpose", una sitcom americana de risas enlatadas ambientada en la redacción de un periódico cuyas historias (y lo digo por experiencia) no se parecen en nada a lo que sucede en las redacciones de los diarios españoles. Naturalmente, a mí me tocó la parte de la pantalla que no tiene voz, algo que no sólo no me molesta en absoluto sino que me llega a gustar, dado el bajo nivel de los locutores de las televisiones españolas en general.
De esa guisa, vi el primer gol del Valencia, un prodigio de juego de toque culminado por el instinto matador de Villa. Poco después, también observé cómo un futbolista del Valencia lanzaba una deliciosa vaselina por encima de Ricardo que significó el 0-2, pero, como no tenía voz en mi trozo de pantalla, pensé que había sido Miku, un experto en vaselinas por encima del portero, sobre todo si juega en Alcoy. La repetición me sacó de mi error, al comprobar que el autor de aquella joya había sido Albelda y le pedí a mi novia que pusiera un momento el sonido en mi parte de pantalla para cerciorarme de que no había sido una alucinación. Así fue. Sólo me queda por descubrir cuándo ha aprendido Albelda a hacer esas cosas. Ya en la segunda parte, contemplé el trallazo de un futbolista del Valencia que, tras estrellarse en el larguero, supuso el 0-3. Pensé que había sido Albelda, contagiado por el entusiasmo que me había producido el gol anterior. Pero la repetición volvió a sacarme de mi error al ver que fue Marchena el que, de forma sorprendente, había lanzado aquel obús. Entonces pensé que el presunto centro del campo cicatero que había alineado Emery, con la pareja criminal formada por Albelda y Marchena, se había transformado por arte de magia en una dupla de técnica insólita en el disparo desde fuera del área y reconocí, sin que sirva de precedente, los méritos del entrenador al ponerlos juntos en el medio del campo valencianista.
Pero lo que más me sorprendió de mi partido mudo fue comprobar, en el momento en que mi novia acabó su ración de series americanas, que el campo del Osasuna era un hervidero de protestas contra el árbitro, contra Emery, contra César y contra Villa. Que la gente sacaba pañuelos pidiendo la oreja del árbitro como si estuvieran en plena feria taurina de San Fermín y que incluso un aficionado estuvo a punto de cortarle la oreja a un linier lanzando un bocadillo de chistorra que casi acaba con el apéndice auditivo del pobre árbitro asistente.
Nadie, sin embargo, protestaba contra Camacho, que convirtió el partido en una guerra absurda de pelotazos, patadas y épica mal entendida. Yo, si hubiera estado allí, habría sacado mi pañuelo para pedir no la oreja, sino el rabo de ese entrenador que pretendía ganarle al Valencia de la manera más chusca posible: haciéndole daño al balón con pelotazos a ninguna parte que, como suele pasar en estos casos, producían dolor de cabeza en los centrales valencianistas y dolor de ojos en quienes veíamos tal estrategia. Y eso que yo, para entonces, ya no tenía la "pantalla partida" y lo veía en un televisor de 42 pulgadas y con sonido.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Valencia, 3; Zaragoza, 1

Decía Alfred Hitchcock que había dos reglas que nunca se saltaría a la hora de trabajar en una película: nunca hagas cine con animales y nunca hagas cine con niños. El fútbol es igual. No me gustan los animales y, además, está prohibido entrar en un estadio con animales, salvo que sean ladillas, piojos u otros bichos asociados a la higiene descuidada, así que es imposible ver en Mestalla un partido en compañía de un animal. Bueno, tampoco hay que tomarse esto literalmente: en alguna ocasión se me ha sentado al lado un tipo de esos que se pasa todo el partido cagándose en familiares cercanos del árbitro, ambos entrenadores, la totalidad de los componentes del equipo contrario y una cuidada selección de nuestros jugadores. Y, en la final de Copa del 99, la inteligencia de los rectores del club hizo colocar juntos a los miembros de la Peña Gol Gran y a los Yomus, por lo que, por un rato, vi un partido al lado de unos cuantos Yomus, pues yo acudí a aquel encuentro con el Gol Gran.
No tengo hijos y supongo que por eso me molestan los niños en el fútbol. No todos, que conste. Sólo aquellos que son tan pequeños que el fútbol se la trae floja después de los primeros cinco minutos de fascinación. Cuando el cuelgue por el verde del campo, las banderitas de arriba del gol norte, el murciélago malasombra con Julián dentro y la banda de música se le ha pasado al niño, el partido le importa realmente una mierda y se dedica a pedirle pipas a su madre, quejarse de tener consecutivamente calor y frío y mirar hacia todos los lados excepto al terreno de juego de pie delante de su silla. Uno de esos niños lo tenía ayer a mi lado, mientras que su madre se encontraba en la fila de delante, con la particularidad de que mi localidad se situaba entre ambos. El niño se sabía muchos de los nombres de jugadores del Valencia, aunque me temo que los haya aprendido viendo cromos en el colegio, porque al partido, la verdad, no le hacía ni puñetero caso.
Es posible que el niño tuviera razón en no hacerle ni puñetero caso al partido, ya que el Valencia-Zaragoza fue un auténtico coñazo de encuentro. Mucho menos interesante, con toda seguridad, que pedir pipas, pasar del calor al frío y viceversa varias veces o mirar al resto de tontos que prestaban atención a aquello a lo que no había que hacer ni puñetero caso.
Yo, que de niño es muy posible que hiciera lo mismo que el que tenía al lado, de mayor he aprendido a pensar mientras hago algo aburrido. Me es muy útil para las reuniones de trabajo, las conversaciones absurdas con gente que no conozco mucho y el tiempo que paso viendo la televisión. Y también cuando los partidos del fútbol me aburren mucho. Ya sé que sería mucho más lógico hacer otra cosa, como ir al cine o dormir, pero yo prefiero quedarme en Mestalla, pues el fútbol es el único pasatiempo en el que nunca sabes en qué momento puede pasar algo interesante. Y me dedico a pensar mientras me aburro. Y pensé que el partido de ayer era como un "dejà vu" de muchos otros que se jugaron en las décadas de los 80 y los 90. Con la diferencia que el equipo que tocaba el balón, intentaba crear peligro, presionaba arriba al contrario y la cagaba en tres despistes defensivos para acabar "jugando como nunca y perdiendo como siempre" no era el Valencia, como sucedía hace sólo quince o veinte años. Era el Zaragoza. Y el equipo que jugaba de local yendo un poco de sobrado, sin hacer nada del otro mundo, confiaba en la suerte y aprovechaba las cagadas del rival era el Valencia, y no, como sucedía hace sólo quince años, el Zaragoza, el Sevilla, el Atlético de Madrid o el Deportivo.
Pero es posible que mis pensamientos terapéuticos no fueran sino una tontería para no tener la sensación de perder el tiempo en una tarde de domingo, en vez de ir al cine o dormir. Que el que realmente se lo pasó bien, y hoy lo contará en el colegio con todos los detalles, sobre todo los que no sucedieron en el terreno de juego, fue el niño.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Slavia Praga, 2; Valencia, 2

He vuelto. Me ha costado más de una semana recuperarme del trajín de la Mostra porque, al acabar el festival, me vi envuelto en una absurda e improductiva vorágine laboral (trabajar mucho para ganar muy poco) que me ha tenido apartado de la dinámica futbolera más tiempo del previsto.
Antes de esfumarme, dejé al Valencia medio maltrecho, con un entrenador en entredicho y un equipo que nadie sabía realmente si podía aspirar a los primeros lugares de la tabla o a hacer el ridículo como en los últimos años. Supe que el Valencia había empatado a cero con el Barcelona y que había merecido ganar durante una sesión golfa de la Mostra donde se proyectaban películas de tíos locos que van con una cámara asesinando personas por ahí y de monstruos marinos con forma de pulpo calamar que aterrorizan a los turistas en Torremolinos. Supe que el Valencia había empatado a uno con el Slavia de Praga y que había merecido perder en medio de una gala dedicada al cine valenciano repleta de actores que salen en Canal 9 y que no conozco de nada, porque sencillamente no veo Canal 9. Vi, a trozos, la victoria por 0-3 en Almería y pensé que ese Valencia tenía pinta seria, que sabía por primera vez en mucho tiempo a qué jugaba y, además, se lo creía. Supe por el teletexto de un canal de televisión en el que sale a todas horas Belén Esteban que el Valencia había ganado al Alcoyano en El Collao y después me enteré de que el gol lo había marcado Miku. Puede que me enterara mal o que le hiciera caso a quien no debía, pero luego supe que lo había marcado Joaquín. Vi, en la pantalla de mi ordenador y con una imagen que se congelaba o pixelaba cada 30 segundos, la victoria ante el Málaga por 0-1 pero, con tanta congelación y tanto pixelado, me dio la impresión de que el equipo también se paraba y algunos jugadores comenzaban a difuminarse, un término que en informática sólo puede medirse en número de píxels.
Y hoy por fin he visto un partido entero y sin sobresaltos de la imagen. Como debe de ser. Comentado por JJ Santos y con Sara Carbonero luciendo palmito en el descanso y diciendo tonterías antes y después del descanso. Con un Valencia en el que a Emery le ha pasado algo raro. En su momento de lucidez de la semana, una práctica que comienza a frecuentar por primera vez en año y medio entre nosotros, se dio cuenta de que las rotaciones no consisten en cambiar a todos los futbolistas que han jugado el domingo porque, en ese caso, se llamarían destrucciones, sino en refrescar algunos puestos para animar la competitividad en la plantilla. Y con un Slavia de Praga que, si hubiera jugado contra el Alcorcón, también le habrían metido cuatro.
Durante hora y media, he pensado que el Valencia que abandoné por mesas redondas, películas, galas, fiestas y comidas de trabajo se había transformado en un equipo grande. De esos que, aunque tengan el partido resuelto, siguen jugando igual, porque no saben jugar de otra manera. Que tocan el balón con paciencia hasta que surge la chispa en cualquier metro del césped y se lanzan a encender la mecha para hacer explotar al contrario. Pero, a las ocho y media de la tarde, pasó algo extraño. De repente, como si me despertara de un sueño, ha vuelto a aparecer ese equipo tontorrón que se deja empatar por quien ni siquiera soñaba con perder por un resultado digno. Y he pensado que igual todo este esfuerzo laboral no sólo había sido improductivo por las más elementales leyes de la oferta y la demanda, sino también porque me habían demostrado que, en el Valencia, un mes de trabajo no había servido para nada.

miércoles, 7 de octubre de 2009

Racing, 0; Valencia, 1

Pues no, no vi el partido. Ni siquiera supe qué había pasado hasta que, en el tren de vuelta a Valencia desde Barcelona, me acordé de que jugábamos y sintonicé una extraña emisora de Tarragona que estaba retransmitiendo el Sevilla-Real Madrid en catalán y se alegraban mucho cada vez que los de Jiménez metían un gol.
No vi el partido y no sé si veré los siguientes. Empieza la Mostra de Valencia y toca trabajar casi 24 horas al día, lo que significa que el fútbol pasa a ser algo secundario.
Así que, amigos, intentaré escribir algo sobre el Valencia-Barcelona, aunque sea cómo lo vivo en medio de la noche friqui que hemos organizado con pelis de Pedro Temboury y Manuel Valencia, y el Valencia-Slavia de Praga, que conicide con la gala del cine valenciano.
Siempre aspiré a que, al superar los 40, tuviera que trabajar poco y ganara mucho dinero. Ahora me pasa lo contrario: trabajo mucho y gano poco dinero. Y, encima, me pierdo los partidos del Valencia.

Dios mío, qué triste....

viernes, 2 de octubre de 2009

Valencia, 3; Genoa, 2

Estoy en Sitges, en el Festival de Cine Fantástico, lo que significa que no he visto el partido. O que sí, porque he visto una película de terror y, como ya he dicho alguna vez, los partidos del Valencia son como películas de terror. A veces acaban bien y otras, no tanto.
En lugar de ver el Valencia-Genoa, he disfrutado de "Rec2", la última película de Jaume Balagueró y Paco Plaza, secuela del extraordinario filme que la pareja de directores más brillante del cine terrorífico español pergeñó hace sólo un par de años. "Rec2" es una espléndida película, algo poco habitual por aquello de que segundas partes nunca fueron buenas, que, pese a incidir en el mismo esquema que su predecesora -cámara en mano, filmación "sucia" y terror en cada esquina-, te mantiene atado a la butaca durante todo su metraje.
Pero lo más curioso, lo que relaciona el partido de esta Europa League que tanto publicita Telecinco y tan poco interés despierta en el resto de medios, es que "Rec2" es una película valencianista. Sí, no me lo estoy inventando para justificar un post injustificable en el que no pensaba hablar de un partido que nunca vi. Paco Plaza, seguidor, socio y accionista del Valencia (su hermano Carlos, al que he visto antes de entrar en la proyección, me ha contado que toda su familia ha acudido a la ampliación de capital y, por lo tanto, forma parte del accionariado del club aunque mande la Fundación), ha introducido en la película que codirige un montón de alusiones a su fe valencianista. Un hecho que le honra. Yo, que he escrito guiones de películas porno, jamás se me ocurriría ponerle a mis personajes nombres de jugadores del Valencia, porque quedaría muy feo que alguien, en plena excitación, descubriera que la mujer que le excita en la pantalla se llama Maduro, Albiol o Jon García. No quedaría bien.
Pero "Rec2" aparece plagada de personajes secundarios que tienen nombre de viejas (y no tan viejas) glorias del valencianismo. En la primera secuencia, un policía argentino reconoce que es valencianista desde que "El Matador", Mario Kempes, jugó en nuestro equipo y llega a discutir con un seguidor culé sobre cuál es el mejor equipo. Naturalmente, el que recuerda a Romario o Laudrup muere enseguida y, aunque el valencianista de la Pampa también acaba palmando, lo hace con dignidad. Poco después, en una cinta se escucha que un tal Carboni hizo unas llamadas diabólicas, lo que me recordó aquellos tiempos en los que el italiano con pistola gobernaba con mano firme el club desde la secretaría técnica y hacía llamadas diabólicas. Por último (lo mejor), Plaza asigna al cura exorcista que intenta librar al edificio maldito del diabólico virus el nombre de Padre Albelda, todo un guiño al legendario capitán. Cuando los policías que investigan el piso descubren un cadáver momificado que habita en uno de los altilllos de las habitaciones, alguien confirma que esa mojama es el Padre Albelda. Una momia. Una excelente metáfora de lo que fue y ya no es el que ejerció como pulmón del medio campo valencianista del doblete.

Al llegar al hotel he sabido que el Valencia había ganado por 3 a 2 al Genoa, que la vida sigue igual, que jugó un rato un centrocampista con nombre de momia en la película de terror que acabo de ver, que Villa nos ha salvado de una nueva catástrofe y que el juego del Valencia sigue dando argumentos a Paco Plaza para hacer películas de terror.

domingo, 27 de septiembre de 2009

Valencia, 2; Atlético de Madrid, 2

Los días que amenaza lluvia en un partido televisado, como sucedía ayer, son los peores. Es cuando, alrededor de mi cabeza, se me aparecen dos duendecillos, como en los dibujos animados, que me tientan en direcciones contrarias. "No vayas al fútbol, quédate en casita a verlo por la tele que así no te mojas y, total, para verlos cagarla, no te pierdes nada", dice uno; "Vete al fútbol, que seguro que no llueve, y si llueve, ganaremos y será uno de los mejores partidos de la temporada", dice el otro. Excepto la temporada pasada, en que la abundancia de partidos televisados con lluvia se sumó al aburridísimo juego del Valencia y entre ambos me hicieron desertar demasiadas veces de Mestalla, suelo hacerle caso al segundo duendecillo. Me gusta ver el fútbol en el campo por muchas razones, pero la más práctica es que, cuando me aburro, no puedo ponerme a hacer otra cosa. En casa el aburrimiento me lleva al zapeo o la lectura; en el campo no tengo más remedio que seguir el partido con cara de gilipollas.
Ya sé que esto forma parte de mi temperamento sadomasoquista: no hay nada como sufrir y no poder apartar la vista, al estilo de la terapia Ludovico de La naranja mecánica. Pero yo soy así. Lo que ocurre es que, con el tiempo, he ido templando mi sufrimiento y he acomodado mi mente a verlo venir. Como los boxeadores, que esperan los golpes para que les duelan menos. Así las alegrías saben mejor y las tristezas duelen menos.
Toda esta disquisición sobre el sufrimiento humano aplicado al fútbol, algo de lo que Camus, por muy futbolero que fuera, nunca habló, me viene al pelo para hablar del partido de ayer. He estado tentado de copiar y pegar mi post sobre el empate contra el Sporting de hace una semana, porque el partido fue exactamente igual: el contrario vestía a rayas rojiblancas, tiene un equipo apañadito (por mucho que digan que es un equipazo, está tan descompensado como el Valencia) y el encuentro se ha desarrollado de la misma manera. No acaban ahí las coincidencias: con el paso de las semanas, me reafirmo en mi idea de que tenemos un portero tirando a malo, una defensa hecha de retazos pobres y un medio del campo más bien triste, en el que juegan un defensa central y un chaval que se pasó los dos últimos años delante de un ordenador meneándosela. Sólo podemos ganar si los de arriba aciertan y las meten casi todas, algo que sólo pasó contra el Valladolid y el Sevilla. A partir de entonces, pasamos de tener cuatro buenos arriba a tener sólo uno, dos el día en que Pablo se pone las pilas. Por eso a Villa le dejan opinar cuando acaban los partidos y, encima, el entrenador se autoinmola dándole la razón.
Marcaron ellos pronto, porque Alexis estaba en uno de esos días en el que hasta se le borran los tatuajes y Bruno veía tantos jugadores atléticos como pelos tiene en su cabeza. La cosa se pudo poner peor, si Agüero y Forlán no estuvieran pensando más en largarse de allí que en hacer su trabajo, y hasta Alexis hubo de pedir perdón a la grada por ser el ejemplo de los males del Valencia: perdió una pelota tonta en medio campo por hacer la gilipollez de turno, no recuerdo si el puto taconcito o un caño a un cura, y no arruinó el partido antes de hora porque el Kun ni se creyó el regalo. Cuando, con el equipo con el agua al cuello, Silva y Banega emularon al tatuado central, no detecté acto de contrición alguno.
Llegó entonces el momento desbocado de este equipo, cuando a Villa le empiezan a salir las cosas, Silva se deja de tonterías, Mata aparece desde su escondite en la banda y Pablo se suelta y se convierte en un alegre extremo. Y, sin darme cuenta, teníamos el partido en nuestro poder. No a la heroica, que somos demasiado pijos para eso, sino con elegancia y buen gusto. Los goles más bonitos de la liga (el segundo de Villa al Sporting, el que marcamos en Getafe y el de Pablo de hoy) no nos han servido para gran cosa, pero mola mucho volver a verlos una y otra vez en la tele.
Mucho después ha pasado lo que yo ya me temía, porque a uno, a esta edad, se la juegan una vez, no dos. El día del Sporting estaba convencido de que no se nos escapaba el partido y hoy sabía con certeza que se nos iría al final. El equipo ha empezado a jugar como si estuviera en un circo: unos hacían payasadas, otros metían la cabeza en la boca del león y los demás corrían por un alambre a diez metros de altura. Pero si la semana pasada Unai pudo echarle la culpa a los jugadores del desastre final, hoy ha querido sumarse al circo y se ha convertido en empresario a la vez que en atracción circense. Como Ángel Cristo pero sin saber pronunciar la "r".
Lo más triste de todo es que no ha llovido. Los días en que pasan estas cosas (desgraciadamente cada vez más habituales), si ha llovido, siempre te queda la sensación total de que has hecho el memo yendo al campo a mojarte para ver al Valencia cagarla. Pero, si no llueve, te vas del campo pensando que has tenido suerte porque, al menos, no te has mojado. Y el siguiente partido televisado con lluvia, vuelves a Mestalla.

jueves, 24 de septiembre de 2009

Getafe, 3; Valencia, 1

Los valencianos somos unos privilegiados. No sólo tenemos unos dirigentes incorruptibles y modélicos que nos aficionan a deportes tan excitantes como la vela o el automovilismo, que nos llenan las calles de váteres públicos cuando nos visita el Papa y que garantizan que nuestros clubes de fútbol sobrevivan con el dinero público, sino que somos, creo, los únicos que podemos elegir entre tres opciones cuando se retransmite un partido de liga en abierto: La Sexta, Canal 9 y Tv3.
En todos emiten las mismas imágenes, porque la señal es la misma, pero en cada uno de ellos se vive el fútbol de una manera. En La Sexta, desde que han retirado a Andrés Montes, la cosa ha perdido su gracia. Su narrador es correcto, sin más, pero está rodeado de personajes especialmente molestos, como ese clon de Maldini que repite obviedades sacadas de lecturas tan apasionantes como el Marca o el As o Kiko, quien sin Salinas y Montes a su lado se parece cada vez más a Joaquín: cuenta chistes que sólo le hacen gracia a él. En Tv3, la pareja de comentaristas es más o menos ecuánime, no grita y nos cuenta las cosas con cierto rigor. De Canal 9 no puedo decir nada. A pesar de que está mi amigo Vicent Sempere entre el equipo de comentaristas, tengo perdido ese canal entre la maraña de teletiendas y cadenas fachas de la Tdt valenciana, de manera que nunca lo pongo por cuestiones de profilaxis mental.
Ante tal perspectiva, vi el partido por Tv3. Pero debo de tener un aparato descodificador de "todo a cien", porque a mí, en la cadena pública catalana, la imagen me llegaba con cierto retraso respecto al sonido. No un retraso como para sancionarlos con cambiar de cadena, tipo la puntualidad de Miguel en los entrenamientos, pero el suficiente como para escuchar el gol de Villa cuando Joaquín todavía se estaba preparando para centra en la imagen. Así que digamos que vi dos partidos, uno que se jugaba, en la banda sonora, unos segundos antes que el otro, pero que en el fondo, era igual que el que se veía en la imagen. Una especie de eco, más que fastidioso, perturbador.
Quizás por eso, me dio la impresión de que el Valencia jugaba en la banda de imagen y el Getafe en la banda de sonido. Que los madrileños, ese equipo tan simpático que hasta el Rey se confesó seguidor suyo con motivo de la final de un torneo que lleva su nombre, iban unos segundos por delante del Valencia. Lo suficiente para llegar antes en cada pelota dividida, en cada pase de anticipación o en cada centro al área. Yo viví dos partidos, el de la imagen y el del sonido, pero creo que Unai vivió tres y que el que yo no viví llevaba mucho más retraso que los dos míos. O, al menos, la imaginación de Unai lo vivía así.
Soy un tipo de temperamento masoquista y el esfuerzo de vivir dos partidos a la vez me pareció poco sufrimiento. Así que me puse a apuntar las cosas que no entendía de lo que estaba, por este orden, oyendo y viendo. Y me salió una lista bastante grande que resumo para no hacer esto más aburrido que una tesis doctoral leída por Ever Banega:
- Tenemos un portero muy guapo, pero a lo mejor el viejo y feo no lo haría tan mal.
- Probablemente Carboni, con 44 años, seguiría siendo titular si no se hubiera dedicado al tiro olímpico.
- Durante todo el partido he pensado que Unai, por aquello de que vamos sobrados, había decidido jugar con 10 jugadores, pero me he dado cuenta al final, cuando los futbolistas se intercambiaban las camisetas, de que Silva había saltado al campo.
- Hemos tenido mucha suerte, pues ni Mathieu ni Banega, considerados el domingo pasado por Unai como el sustento del equipo, se han lesionado. Y ninguno de ellos ha pedido el cambio voluntariamente (bueno, en realidad, esto ya pasó el domingo).
- Es una pena que nadie haya pillado a David Villa al acabar el partido para que comentara sus pormenores.
- En el Getafe juega un chico al que echamos porque pensábamos que Vicente jugaba en nuestro equipo.
- Aunque Michel sea un nepotista y ponga a su hijo a jugar, hay que reconocer que Miguel Torres se parece físicamente más a su entrenador que Adrián. Y eso que, según un tipo que se sentaba cerca de mi localidad en Mestalla, Michel era maricón.
- Mientras un plano sacaba a Unai y Carcedo con cara de zombies, me ha parecido atisbar a un calvo en el banquillo que esbozaba una sonrisita. Y no era Bruno porque ya había saltado al campo.
Total que, después de este ejercicio de autoflagelación impropio de mi sexo, he cambiado al Canal de Insa. Y entonces he visto un sms de esos que mandan los espectadores para decirle a la novia que la quieren. Decía "otra vez lo mismo". Y he pensado que el autor de ese mensaje tan filosófico había vivido sólo un partido mientras yo sufría dos. A él, sin duda, no se le quedó tan mal rollo como a mí.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Valencia, 2; Sporting, 2

Durante algunos años tuve un pase de prensa para ver al Valencia en la zona reservada a los periodistas, en la parte alta del anfiteatro de Mestalla. Pero lo utilicé muy poco. Prefería ir a mi localidad de sillas de gol sur, en el córner que da a la tribuna, en lugar de ver el partido como si de una retransmisión televisiva se tratara. En mi localidad de casi toda la vida (hace 35 años que tengo mi pase en esa ubicación) se vive el fútbol mucho mejor. Conozco a la gente que se sienta a mi alrededor, sé cuáles son sus filias y sus fobias y hasta adivino el tono progresista de ese sector del campo en el que veo el fútbol.
Pero ayer no me sentí cómodo en mi asiento de las sillas de gol sur. Dos filas más arriba de mi sitio había uno de esos tipos que puede convertir un partido de fútbol en una película de terror. Iba vestido con una camiseta de la senyera, lo que dice mucho de sus opciones estéticas, gritaba como un descosido y tenía aspecto de haberse bebido la tarde antes de acudir al fútbol. Su voz carajillera se me ha instalado entre los tímpanos hasta el punto de que, en un momento dado, me he puesto a los auriculares para escuchar la final del Eurobasket, no porque me importara demasiado por cuantos puntos ganaban Gasol y sus compañeros, sino para no oírlo.
Dicen que los borrachos y los niños siempre dicen la verdad. El tipo de la camiseta de la senyera no era ningún niño, pero evidentemente decía muchas verdades. Quizás el suyo no era el tono más adecuado para ser sincero (todos aquellos con los que se metía, y eran muchos, eran unos "hijos de puta"), pero, en el fondo de sus extemporáneas valoraciones, no andaba desencaminado. Le fallaban las formas. Sus dardos brófegos han alcanzado a Moyà, Albelda, el árbitro, Joaquín y Manolo Preciado. Vale que Moyá es un portero más guapo que bueno, pero tampoco es como para lanzarle una retahila de improperios cada vez que le metían un gol. Vale también que Albelda está ya más para jugar con los veteranos que para comandar el centro del campo del Valencia, pero cagarse en varios de sus familiares no parece la solución más adecuada para reconducir la situación. Vale que el árbitro era malo y torpe, pero su madre no tenía ninguna culpa y, por lo que vi en el partido, no marcó ninguno de los goles del Sporting, por lo que matarlo no habría resuelto nada. Y vale que Joaquín ya ni siquiera se ríe cuando juega, pero mandarlo al Mestalla tampoco presumo que funcionaría. Lo que no entiendo es esa manía a Preciado, que es un buen tipo y me consta, cuando se ha merendado a Emery con patatas y ha dado una lección de cómo un equipo ha de jugarle al Valencia: con valentía. Sobre todo porque el voceras de dos filas más atrás no se ha metido con Emery, que yo lo cambiaba por Preciado ya mismo. Lo ha tenido que hacer Villa ante los micrófonos de Canal +, según he visto al llegar a casa.
El caso es que las declaraciones de Villa han sido mucho más interesantes que el partido. Ha dicho lo que muchos nos tememos, que este equipo está para hacer "lo del año pasado". Tampoco es que haya descubierto América, ya que un partido que ha empezado con unos tíos vestidos de vaquero promocionando un rodeo pero sin soltar una mala vaquilla, un toro salvaje o un ex presidente con bigote para ilustrarlo, no podría acabar de otra forma que con un equipo jugando a mísero, sobre todo porque enfrente eran sólo diez.
La sensación que te queda es que ya ha empezado la película de terror de cada temporada. No me refiero sólo al tipo con voz de megáfono estridente y aliento a whisky DYC. Me refiero a esa en la que, a medida que transcurren los meses, empiezan a aparecer fantasmas por todos los lados y vemos más muertos que vivos. La película que siempre acaba mal y que tan divertidos nos tiene con sus cambios de presidente, posibles ventas de jugadores y mal rollo generalizado.
Pensaba en esa película de terror cuando salía de Mestalla y me he topado con Paco Plaza, el mejor director español de cine de terror, en mi modesta opinión. Me ha contado que él y su novia, la actriz Leticia Dolera, se han hecho socios y vendrán de Barcelona cada quince días a ver al Valencia. Seguro que Paco encontrará desde su localidad argumentos suficientes para hacer muchas películas.

viernes, 18 de septiembre de 2009

Lille, 1; Valencia, 1

Nunca me he fiado de Telecinco. Para la cadena amiga, el fútbol es como el resto de su programación: un circo en el que todo vale. Hacen de cada partido un espectáculo (o al menos eso piensan) repleto de gritos, ensalzan a equipos o acontecimientos que pueden retransmitir y silencian a aquellos de los que no tienen los derechos, y hasta tienen su particular versión de la mamachicho deportiva, una Sara Carbonero que te hace olvidar sus estúpidas preguntas al verla. Y al ver sus retransmisiones siempre tengo la sensación de que, en cualquier momento, aparecerá algún ex concursante de Gran Hermano opinando sobre el estado físico de Miguel o la última escapada nocturna de Asier Del Horno.
Telecinco, además, arrastra fama de gafe con el Valencia. El primer partido que televisó la cadena que entonces presidía Valerio Lazarov fue el Karlsruher-Valencia del día de difuntos de 1993. Aquella infausta noche, con los comentarios de JJ Santos como banda sonora, un tipo con aspecto de minero de la cuenca del Ruhr llamado Edgar Schmidt encabezó la goleada más ignominiosa que ha sufrido el club blanquinegro en su larga historia europea. Un 7-0 que significó mucho más que la vergüenza: fue el comienzo de una profunda transformación en las estructuras del club que, años más tarde, llevó a personajes como Soler o Soriano a la presidencia.
Por eso, cuando supe que Telecinco iba a retransmitir el Lille-Valencia me puse a temblar. La cadena amiga era la única capaz de acabar con la condición de invicto que mantiene el Valencia desde el inicio de la temporada y, para colmo, iban de hacer de eso una noticia tan importante como la salida de la cárcel de Julián Muñoz. Ya veía yo al Valencia como objeto de debate en "La noria" o "Sálvame".
A punto estuvo de que se cumplieran mis peores temores. En primer lugar porque Emery parece haberse tomado la Copa de la Uefa como una especie de basurero. Saca a los suplentes para que nos demos cuenta de que, fuera del once titular, hay más despojos que carne. Y, sólo al final, recurre a los de siempre para que arreglen el desaguisado. Ya lo hizo el año pasado, cuando el Valencia tenía una ocasión inmejorable para haberse plantado en las rondas finales del torneo y decidió jugar con las sobras todo el campeonato, y tiene toda la pinta de repetir experiencia este año. En segundo, porque los equipos franceses son siempre enigmáticos. Juegan bien al fútbol, aunque no tengan mucha calidad, y tienen a dos o tres negritos que corren que se las pelan y ponen en evidencia a Albelda, Maduro y compañía.

La cosa funcionó hasta que a Bruno se le ocurrió chutar hacia la cara de un francés, cuando lo más práctico hubiera sido mirársela y ver que ellos daban el partido por perdido. El rebote fue a uno de esos negritos y nos dejó con la sensación de que no mola mucho ir de sobrados por el continente. Cualquiera te pone la cara para que le chute Bruno.
Pero lo más sorprendente del partido no ha sido ver que a Joaquín sólo le queda por regatearse a su abuela o darse cuenta de que Michel había salido de titular cuando lo cambiaron. Lo alucinante de verdad fue ver a esos nuevos árbitros paseando por las áreas como mi vecina saca al perro a que cague en medio de la acera. Unos tipos que nadie, ni JJ Santos, sabía qué hacían allí y cuál era su verdadera misión en el partido. Yo creo que los han puesto para que los porteros no se aburran. De ahí, seguro que sale alguna pareja guardameta-arbitral, aunque nunca nos enteraremos. Sin embargo, esta extraña figura del quinto árbitro (o cuarto poste) revela nítidamente a dónde quiere llegar la Uefa: a que, en unas décadas, haya sobre el campo más árbitros que futbolistas. Más o menos como en las manifestaciones abertzales, que hay más policías que manifestantes.
Y lo peor no es eso. Es que, en vez de un reluciente banderín, les han dado un extraño consolador que se activa al oprimir un botón. Un excelente gesto de la Uefa para que los nuevos árbitros estén entretenidos a falta de empresas mayores. Afortunadamente, la misión de descubrir qué era ese extraño artilugio se la encomendó JJ a Sara Carbonero. Desde entonces, dejé de interesarme por el partido.

martes, 15 de septiembre de 2009

Valladolid, 2; Valencia, 4

Venecia y Valencia son ciudades mucho más parecidas de lo que la gente cree. Y no me refiero a que nuestra maravillosa tierra de los trajes, de la luz y del amor pueda inundarse de vez en cuando al llegar la tradicional gota fría otoñal y parezca una Venecia de pacotilla anegada por las lluvias torrenciales. Venecia tiene un puente de Calatrava, barrios en los que uno se pierde en cuanto se descuida y hasta canales, donde no se celebran regatas sino carreras de góndolas. Casi como Valencia. Además, el Venezia, su club de fútbol, agobiado por su situación económica, hubo de someterse a un proceso de recapitalización de sus deudas el pasado mes de junio. Casi como el Valencia.

Pero también hay cosas en las que Venecia y Valencia no se parecen en nada. El pasado sábado, Arrigo Poletti, ex presidente del Venezia, que ahora milita en la liga regional, fue detenido acusado de haber provocado la bancarrota de una de sus empresas y se sospecha que, con sus malas artes, provocó la crisis por la que atraviesa el club. En Valencia, que se sepa, todavía no han detenido a nadie por provocar la bancarrota del club, pese a que la lista de candidatos crece a medida que pasan los meses.

Hablo de Venecia porque allí vi el partido del domingo. No es fácil ver un partido del Valencia en el extranjero, de no ser que estés en un país recóndito donde se entretienen programando todos los encuentros de la liga española, mucho más atractivos que un choque entre el Saigón Port y el Hanoi Capitals. Es más fácil ver al Valencia en Vietnam, Tahití o Colombia que en cualquier país europeo y lo digo por experiencia. En Europa, por lo general, dan el Madrid o el Barcelona, que para eso son los dos clubes que más tirón popular tienen en países como Italia, Francia o el Reino Unido, pero encontrar un Valladolid-Valencia en uno de los diez o doce de canales de la televisión por cable italiana es más complicado que ver un presidente de la Generalitat Valenciana del PSPV. Y, si lo encuentras, lo más normal es que el partido esté codificado o sea de pago, lo que significa que, para las estadísticas hoteleras, estás al mismo nivel que esos ejecutivos que se matan a pajas viendo porno en los canales de pago de su habitación.

Pero a veces los milagros existen y a mí me ocurrió, en Venecia, el domingo por la tarde. Un canal, aparentemente de pago, con un nombre tan absurdo como Sky Premium Supercalcio, daba el Valladolid-Valencia en directo. Así que, por un momento, abandoné la noble tarea de recorrer canales, ver iglesias y mezclarme entre la marabunta de turistas que, mapa en mano, se pierde cada cinco minutos por la complicada ordenación urbana de la capital del Veneto para ver al Valencia.

Y lo pasé bien. No tuve que soportar las gilipolleces de los comentaristas españoles, que suelen reducir al equipo a la mínima expresión de la pareja Villa-Silva, puesto que, aunque los narradores italianos parecían decir las mismas tonterías, no las entendí demasiado bien. Vi cómo el Valencia ganaba en un campo complicado, jugando como si la temporada anterior hubiera marcado un patrón de juego que funciona con la misma extraña fortuna que la que tienen los adictos a las máquinas tragaperras: parafraseando al gran Muhammad Alí, defendiendo como una mariposa y picando como una abeja.

Sería por la distancia, por pensar que era un privilegiado y la señal de Sky Premium Supercalcio se iba a ir en cualquier momento para dar paso al fatídico cartel que dice que, si quieres seguir viendo este canal, tienes que pagar una pasta o porque me divertí durante casi dos horas tanto como disfrutando de la ciudad del amor por excelencia, pero a mí el Valencia me gustó.

Claro, que estaba en Venecia y, aunque también tenga un puente de Calatrava, barrios laberínticos y canales para navegar, no es Valencia. Podría ser una ilusión motivada por encontrarme en uno de los lugares más bellos que jamás he pisado en mi vida. Algo que jamás diría de la ciudad de Valencia.

martes, 8 de septiembre de 2009

Encuentros con futbolistas

Hay gente para la que encontrarse con un futbolista por la calle o en un local público supone una fiesta. Aparte de decirle al jugador lo bueno que es, que él mismo es ese que lo apoya todos los domingos desde su localidad y que fue una pena aquel gol que falló en aquel partido decisivo, le pide un autógrafo fingiendo que es para su sobrino y después saca pecho delante de los amigos cuando el nombre del futbolista encontrado aparece en una conversación, hasta el punto de llegar a decir: "lo vi el otro día en tal sitio y estuve hablando un rato con él; es un tipo muy simpático y accesible".
A mí, encontrarme a un jugador nunca me ha producido ningún tipo de sensación. Ni buena ni mala. Pero he de reconocer que, al margen de las veces que me he topado con futbolistas con ocasión de mi trabajo, algo completamente lógico cuando uno se gana la vida como periodista de deportes, me he encontrado con bastantes jugadores a lo largo de mi vida. De manera que he decidido hacer un pequeño resumen de mis encuentros con futbolistas del Valencia a lo largo de la historia. Nunca he llegado a hablar con ninguno (soy poco mitómano y muy tímido) y, en la lista, faltan dos lugares que nunca piso, excepto por razones estrictamente profesionales: las iglesias y los puticlubes.
Restaurantes: Durante unos años frecuenté el restaurante Kailuze, verdadero templo del yantar valencianista en la época en la que lo regentaba el inigualable Álvaro Oyarbide. Era un lugar de tertulias futboleras en el que pude ver, en diversas visitas, a jugadores como Zubizarreta, Mendieta, Eskurza, Claudio López o Gerard, a directivos de todos los pelajes y a entrenadores, desde Pasieguito hasta Claudio Ranieri.
Bares de copas hasta la 1 de la mañana: Los horarios de los bares de copas se articulan sobre una premisa fundamental: la cantidad de chicas feas que ven los ojos del cazador masculino que acecha desde la barra, un parámetro inversamente proporcional al número de copas ingeridas. Antes de la una, la cantidad de mujeres no agraciadas es elevado y, en esa tesitura, he encontrado a lo largo de mi vida a futbolistas como Claudio López, Patxi Ferreira, Andoni Goicoetxea (aquel defensa del Athletic que le rompió la pierna a Maradona y a Schuster, que estaba por Valencia tras un partido de la selección) o Roberto Fernández. Todos tenían pinta de retirarse a dormir pronto, o al menos así me lo pareció cuando me los encontré.
Bares de copas hasta las 4 de la madrugada: En la modalidad de bares de copas a esas horas en que a la mayoría de las mujeres del local se les encuentra un cierto atractivo, los futbolistas suelen desenvolverse con tanta habilidad como sobre el terreno de juego. La mítica discoteca Sami era uno de los locales a los que me acercaba, a comienzos de la década de los 80, y donde podía encontrarme, sin muchas dificultades, con Kempes, Diarte o Botubot. Años más tarde, un asiduo de esta modalidad era Quique Sánchez Flores, quien tenía la curiosa costumbre de pedir sus gin-tonics sin limón. Así, creía él, la gente que estaba en el local pensaba que lo que estaba bebiendo era agua. Naturalmente, su credibilidad como noctámbulo era similar a la que tuvo, una década después, como entrenador.
Bares de copas hasta las 8 de la mañana: En esta modalidad, donde la fealdad femenina no existe, sólo me he encontrado con Romario. Y he de reconocer que se movía por la pista con la misma gracilidad que en el área contraria.
A la mañana siguiente, en una casa ajena: Sin duda, este es el lugar más rocambolesco en el que me he topado jamás con un jugador de fútbol. Sucedió hace muchos años, en una casa en la que pernoctaba eventualmente y que compartía una novia que tuve con dos amigas estudiantes. La sola visión de un futbolista en calzoncillos por el pasillo de una casa que no es la tuya, con cara de haber dormido poco y haber follado mucho, es una sensación extraordinariamente difícil de describir. A mí me pasó dos veces y ambas en el mismo domicilio. No daré nombres, pero, como pista, puedo decir que las carreras de los dos futbolistas encontrados en los pasillos de aquel piso fueron contrapuestas: uno triunfó en el mundo del fútbol y del otro no se acuerda nadie. Eso sí, ambos triunfaron en las camas de las compañeras de piso de mi novia.
En una librería: Aunque parezca mentira, también me he encontrado a un par de futbolistas en librerías. Y, en ambos casos, no parecía que se hubieran equivocado de local, pensando que la librería era un comercio de venta de teléfonos móviles. El primero de ellos fue Jorge Otero, aquel lateral de la década de los 90 que tenía la fea costumbre de centrar para que remataran de cabeza los espectadores situados en la parte opuesta de su banda, y cuyas virtudes futbolísticas no hacían adivinar excesivo interés por la lectura. El segundo fue Mauricio Pellegrino y el día que lo vi corroboré que era uno de los futbolistas más inteligentes que había visto sobre un campo de fútbol. Sin tener demasiadas facultades técnicas, era capaz de dar el pego y defender como pocos. Supongo que leer tiene que servir para algo.
En otros locales o tiendas: Además de estos encuentros, me he topado con Amedeo Carboni en una de esas franquicias de café donde te sirven con lentitud porque contratan muy poco personal y te cobran el café a precio de oro, con Miguel Brito en un comercio de videojuegos (lo raro es que no estuviera Albiol con él) y a Lubo Penev en un aeropuerto hablando por el móvil sin parar. Y, con toda seguridad, a algún otro que no recuerdo porque cometería la torpeza de saludarme. Y, si me saluda un futbolista, ya no es lo mismo.

viernes, 4 de septiembre de 2009

Despedidas

Miguel Ángel Angulo no es el tipo más simpático y agradable del mundo. No goza de gran popularidad entre los periodistas que habitualmente cubren la información del Valencia, ni suele ser uno de esos futbolistas que pierden diariamente quince minutos de su tiempo firmando autógrafos o haciéndose fotos con sus admiradores. Tampoco es una persona con especial carisma y, pese a que ha desarrollado toda su carrera profesional en el Valencia, nunca ha sido elegido capitán por sus compañeros de plantilla, una circunstancia que denota que tampoco dentro del vestuario debe de tener excesivo predicamento.

Angulo era, hasta hace muy poco, el futbolista más veterano del Valencia. Llegó al club siendo un adolescente, desde su Avilés natal, y, después de una breve cesión al Villarreal, se instaló en la primera plantilla. Era un delantero con una extraña habilidad: no hacía nada excesivamente bien, pero tampoco hacía nada excesivamente mal. Un jugador de esos que quieren todos los entrenadores, porque, a su carácter cumplidor, añadía una extraordinaria capacidad para jugar en diversas posiciones dentro del terreno de juego. Un futbolista de los que llaman polivalentes, es decir, que sirven igual para un roto que para un descosido, que hoy juega de lateral derecho y mañana lo hace de mediocentro. Sus virtudes las explotó en todas las posiciones en las que los sucesivos entrenadores que han pasado por el Valencia lo necesitaron y siempre cumplió con corrección. Incluso, en determinados momentos, exhibió una clase inaudita, un toque de balón excelso que sólo aparecía con cuentagotas, al igual que sus destellos de tuercebotas. Era capaz de lo mejor y de lo peor, pero, en general, no hacía ni una cosa ni otra.

A esas características técnicas, Angulo unía un carácter reservado. Nunca fue titular indiscutible para ningún entrenador, pero nunca se quejó de su condición de suplente. Hasta el punto de que, cuando fue apartado del equipo en compañía de Albelda y Cañizares, fue el único de aquel trío de apestados que no levantó la voz para quejarse. Al final, siempre acababa jugando más de 20 partidos de liga, marcaba una decena de goles y era el futbolista que sacaba al equipo de atolladeros, principalmente en el puesto en el que más le gustaba jugar: en punta. Sus dos goles en la semifinal de la Liga de Campeones de 2000, contra el Barcelona, o su decisivo tanto en Zaragoza, en la segunda liga ganada por el conjunto dirigido por Rafa Benítez son algunos ejemplos de la herencia histórica que ha dejado Angulo en el Valencia.

Miguel Ángel Angulo ha salido del Valencia por la puerta de atrás, como un apestado. En la pretemporada, el club lo situó al mismo nivel que jugadores como Hugo Viana, un personaje cuyo mayor mérito ha sido tomar el sol en los campos de entrenamiento de Paterna durante años, o Curro Torres, otra vieja gloria del club diezmada por las lesiones. Por orden de sus dirigentes, Unai Emery cerró la puerta al asturiano esta temporada y le dijo que se buscara equipo. Finalmente, tras un mes de agosto muy movido, Angulo ha recalado en el Sporting de Lisboa.

Los futbolistas, como el resto de trabajadores, cumplen etapas en sus empresas y, un día u otro, se marchan de los clubes que los han acogido durante años. Pero hay muchas formas de hacer las cosas y el Valencia nunca ha sido un ejemplo de memoria histórica. Del Valencia se marcharon ingenieros de la historia del club sin que se les tributara el homenaje que les correspondía. Claramunt, Fernando, Valdez o Cañizares son algunos nombres de futbolistas a los que el club despidió sin los honores que su trayectoria merecía. Angulo es el último eslabón de esa cadena de despropósitos que hace del Valencia un club sin sentimiento, al menos en lo que respecta a aquellos que ayudaron a hacerlo grande. Como persona, probablemente Angulo no se merezca nada; como futbolista, ha sido uno de los artífices de la década más gloriosa del club y merece que se le reconozca tal mérito.

Publicado en Turia, nº 2.379, 4-9-09

lunes, 31 de agosto de 2009

Valencia, 2; Sevilla, 0



El tipo que veis a mi lado vestido de invitado a una boda no es un tipo cualquiera. Podría ser un funcionario de Hacienda o un operario de la Ford que teme por su destino laboral ante la amenaza de un ERE, pero no. Los domingos por la tarde, cada quince días, acude puntualmente al campo de Mestalla a trabajar. Llega, se pone su traje de faena y se dedica a dar vueltas por el terreno de juego animando al público y asustando a los niños. Lo habéis adivinado. Ese tipo es el que se esconde tras el disfraz de la mascota del Valencia, ese murciélago, mitad dibujo animado, mitad personaje de los Gremlins, que convirtieron en el símbolo del club hace más de 15 años, cuando quienes rigen los destinos del fútbol pensaban que el balompié era un deporte como el baloncesto y había que inventar algo en los prolegómenos de los partidos y en los descansos para que la gente no se aburriera.


Lo conocí el sábado, en una boda. Se llama Julián y compagina su extraño trabajo con la presidencia de una falla de El Cabanyal, una tarea para la que también se disfraza cuando la ejerce, pero en vez de murciélago, de fallero. Me cuentan que ha sido la mascota del Valencia desde la invención de tan estúpida figura y que, con el paso de los años, el traje se le está quedando pequeño, algo completamente habitual con el paso del tiempo en muchos de los que han pisado Mestalla. Véase gente como Claramunt, Arroyo o Rafa Benítez. Como tan ilustres predecesores, Julián va aumentando de tamaño mientras el murciélago, como los adolescentes para los profesores, no cambia de tamaño ni de edad.


A Julián lo conocí la víspera del estreno liguero del Valencia ante el Sevilla y, en el campo, me pude a pensar en los murciélagos. Un animal bastante repelente es el símbolo del club. Quizás porque el Valencia ha sido, hay que reconocerlo, un equipo repelente cuando ha ganado algo, cuando ha osado discutir el bipartidismo del fútbol español con armas que, desde Barcelona o Madrid, consideran antinatura, como la solidez defensiva, la garra, el empuje y la capacidad para jugar con los límites del reglamento. Las mismas armas que han encumbrado al Sevilla a esa segunda elite del fútbol español que siempre está al loro para aprovechar cualquier año malo de los poderosos. Las mismas armas que hicieron al Valencia grande en esta década.


Sabedora de esa arma quiróptera, la UEFA prohibió al Valencia que la luciera en las camisetas que Kappa había diseñado para la competición europea. Era un curioso logotipo, en el que figuraban los nombres de todos los futbolistas que han vestido la camiseta del Valencia, lo que significa que, al lado de Kempes, Valdez o el Piojo López, estaban también Campagnuolo, Sabin Ilie o Lleida (¿que quién era Lleida? Un paraguayo que jugó dos partidos a mediados de la década de los 70 y cuyo mayor mérito era tener un apellido en catalán cuando todo el mundo decía Lérida). Total, que como la UEFA se ha puesto farruca con el tema del murciélago, el club ha decidido que la camiseta de la liga sea la del bicho hilado con los nombres de todos los jugadores de la historia del Valencia.


Y ese animal tan repelente parece haber dado impulso al Valencia en un partido en el que hemos visto a Banega por primera vez jugar al fútbol, en el que el balón parecía estar peleado con los futbolistas por culpa de los extraños botes que daba en el maltrecho césped de Mestalla y en el que un central que jugaba en el Castellón hasta hace muy poco y al que no conocía nadie ha demostrado que para ser un buen defensa basta con no caerse.

sábado, 29 de agosto de 2009

Valencia, 4; Stabaek, 1

Hay futbolistas del pasado que recuerdo por sus rasgos físicos, más que por su rostro. Recuerdo a Enrique Saura por sus orejas de soplillo, más que por su cara; a Castellanos, por su barba; y a Tomás, por su pinta de Robocop cada vez que gobernaba, con espantosa lentitud, el centro del campo valencianista. Y, si no fuera porque ahora lo veo continuamente, con más aspecto de jefe de planta de informática de unos grandes almacenes que de futbolista retirado, recordaría a Fernando Gómez por su gran cabeza y su frente despejada, indispensable, en su caso, para pensar como pensaba en el terreno de juego.

No sé si Miku pasará al baúl de mis borrosos recuerdos como valencianista, pero, si lo hiciera, lo haría por el partido del jueves. No por su instinto goleador, que lo tiene y demostró con tres goles de muy diverso pelaje, sino por ese perfil de delantero culobajo que han exhibido algunos de los grandes atacantes que he visto en mi vida. Hablo de Romario, de Van Basten o de Papin, delanteros con piernas cortas, cabeza grande y un extraño don para regatear en un palmo de terreno a los contrarios, impotentes ante tal ardid al saber que una pierna mal colocada llevaba consigo un irremediable penalti.

Miku tiene ese aspecto y, en un partido de broma como el del Stabaek del jueves, ejerció de Romario en sus buenos tiempos. En un encuentro en el que casi todos los jugadores que alineó Emery eran conscientes de su condición de carne de banquillo liguero, Miku fue el que más provecho sacó al escaparate que le proporcionó Mestalla: metió tres goles, se los dedicó a su, al parecer, amplia relación de muertos familiares, y se llevó el balón a su casa, a la espera de que algún día decore la estantería de trofeos en la casa de su madre, en su Venezuela natal.

Aparte del venezolano, poco se puede decir de un partido de mentirijillas como el que sirvió al Valencia para meterse en la fase de grupos de esa competición con nombre de torneo de baloncesto y convidados de piedra llamada Europa League. Que el estado del césped de Mestalla era tan triste como el de sus graderías, en las que poco más de 10.000 tontos como yo pasamos calor y vimos a los reservas del Valencia ante un equipo que sobreviviría a duras penas en la segunda B española. Que no hubo banda de música ni uno de esos concursos absurdos que consisten en que un tipo entrado en kilos meta el balón en un agujero de la tela que ponen en la portería para ganar un cheque gigante de mentiras y vivir sus quince minutos de gloria, por lo que el descanso fue más aburrido que una noche de fiesta con Manuel Pellegrini. Y que había como 200 noruegos en la grada, muy ruidosos y simpáticos, que vinieron a Valencia a hacer un poco de turismo (ya sabéis, Fórmula-1, Ciudad de las Artes y las Ciencias y demás reclamos para guiris) que se pusieron muy contentos, si no lo iban ya por la ingestión de cerveza, cuando un tipo llamado Farnerud, que probablemente trabaje como electricista o fontanero en su vida civil, le metió un gol a Moyá. Para ellos, eso era como haber ganado la Champions.

Un samaruc en la grada

Mi padre tenía tres pasiones: el fútbol, el cine y el sexo. Las dos primeras las descubrí de manera didáctica, pues me las transmitió a lo largo de su vida como si quisiera que ese legado continuara después de muerto en su hijo. La tercera la supe muchos años después, cuando, ya fallecido, supe que a mi padre también le apasionaba el sexo.
He escrito sobre esas tres grandes pasiones, que también son mías, durante toda mi carrera como periodista. Tengo una página web dedicada al sexo, más en concreto al cine porno, y ahora abro un blog dedicado al fútbol. No descarto, en un futuro, hacer lo mismo con el cine "convencional".
En 1998, la redacción de El País en la Comunitat Valenciana me invitó a publicar una serie de contracrónicas sobre los partidos que disputaba el Valencia CF. La experiencia fue divertida y, con el mismo título de este blog como genérico, duró sólo dos años. Años más tarde, como colaborador de la Agencia Efe, pude retomar la tarea de escribir crónicas de partidos de fútbol y, en 2007, volví a hacerlo para el diario La Vanguardia. En mí siempre ha anidado ese gusanillo de escribir crónicas (o contracrónicas) sobre los partidos del Valencia, aunque no las leyera nadie, por puro desahogo de las horas que paso en Mestalla o delante del televisor. Y ese es el objetivo final de este blog: contar mis impresiones, personales, subjetivas, sobre lo que veo cada domingo o cada martes, miércoles o jueves. Cada vez que juega mi equipo.