lunes, 31 de agosto de 2009

Valencia, 2; Sevilla, 0



El tipo que veis a mi lado vestido de invitado a una boda no es un tipo cualquiera. Podría ser un funcionario de Hacienda o un operario de la Ford que teme por su destino laboral ante la amenaza de un ERE, pero no. Los domingos por la tarde, cada quince días, acude puntualmente al campo de Mestalla a trabajar. Llega, se pone su traje de faena y se dedica a dar vueltas por el terreno de juego animando al público y asustando a los niños. Lo habéis adivinado. Ese tipo es el que se esconde tras el disfraz de la mascota del Valencia, ese murciélago, mitad dibujo animado, mitad personaje de los Gremlins, que convirtieron en el símbolo del club hace más de 15 años, cuando quienes rigen los destinos del fútbol pensaban que el balompié era un deporte como el baloncesto y había que inventar algo en los prolegómenos de los partidos y en los descansos para que la gente no se aburriera.


Lo conocí el sábado, en una boda. Se llama Julián y compagina su extraño trabajo con la presidencia de una falla de El Cabanyal, una tarea para la que también se disfraza cuando la ejerce, pero en vez de murciélago, de fallero. Me cuentan que ha sido la mascota del Valencia desde la invención de tan estúpida figura y que, con el paso de los años, el traje se le está quedando pequeño, algo completamente habitual con el paso del tiempo en muchos de los que han pisado Mestalla. Véase gente como Claramunt, Arroyo o Rafa Benítez. Como tan ilustres predecesores, Julián va aumentando de tamaño mientras el murciélago, como los adolescentes para los profesores, no cambia de tamaño ni de edad.


A Julián lo conocí la víspera del estreno liguero del Valencia ante el Sevilla y, en el campo, me pude a pensar en los murciélagos. Un animal bastante repelente es el símbolo del club. Quizás porque el Valencia ha sido, hay que reconocerlo, un equipo repelente cuando ha ganado algo, cuando ha osado discutir el bipartidismo del fútbol español con armas que, desde Barcelona o Madrid, consideran antinatura, como la solidez defensiva, la garra, el empuje y la capacidad para jugar con los límites del reglamento. Las mismas armas que han encumbrado al Sevilla a esa segunda elite del fútbol español que siempre está al loro para aprovechar cualquier año malo de los poderosos. Las mismas armas que hicieron al Valencia grande en esta década.


Sabedora de esa arma quiróptera, la UEFA prohibió al Valencia que la luciera en las camisetas que Kappa había diseñado para la competición europea. Era un curioso logotipo, en el que figuraban los nombres de todos los futbolistas que han vestido la camiseta del Valencia, lo que significa que, al lado de Kempes, Valdez o el Piojo López, estaban también Campagnuolo, Sabin Ilie o Lleida (¿que quién era Lleida? Un paraguayo que jugó dos partidos a mediados de la década de los 70 y cuyo mayor mérito era tener un apellido en catalán cuando todo el mundo decía Lérida). Total, que como la UEFA se ha puesto farruca con el tema del murciélago, el club ha decidido que la camiseta de la liga sea la del bicho hilado con los nombres de todos los jugadores de la historia del Valencia.


Y ese animal tan repelente parece haber dado impulso al Valencia en un partido en el que hemos visto a Banega por primera vez jugar al fútbol, en el que el balón parecía estar peleado con los futbolistas por culpa de los extraños botes que daba en el maltrecho césped de Mestalla y en el que un central que jugaba en el Castellón hasta hace muy poco y al que no conocía nadie ha demostrado que para ser un buen defensa basta con no caerse.

sábado, 29 de agosto de 2009

Valencia, 4; Stabaek, 1

Hay futbolistas del pasado que recuerdo por sus rasgos físicos, más que por su rostro. Recuerdo a Enrique Saura por sus orejas de soplillo, más que por su cara; a Castellanos, por su barba; y a Tomás, por su pinta de Robocop cada vez que gobernaba, con espantosa lentitud, el centro del campo valencianista. Y, si no fuera porque ahora lo veo continuamente, con más aspecto de jefe de planta de informática de unos grandes almacenes que de futbolista retirado, recordaría a Fernando Gómez por su gran cabeza y su frente despejada, indispensable, en su caso, para pensar como pensaba en el terreno de juego.

No sé si Miku pasará al baúl de mis borrosos recuerdos como valencianista, pero, si lo hiciera, lo haría por el partido del jueves. No por su instinto goleador, que lo tiene y demostró con tres goles de muy diverso pelaje, sino por ese perfil de delantero culobajo que han exhibido algunos de los grandes atacantes que he visto en mi vida. Hablo de Romario, de Van Basten o de Papin, delanteros con piernas cortas, cabeza grande y un extraño don para regatear en un palmo de terreno a los contrarios, impotentes ante tal ardid al saber que una pierna mal colocada llevaba consigo un irremediable penalti.

Miku tiene ese aspecto y, en un partido de broma como el del Stabaek del jueves, ejerció de Romario en sus buenos tiempos. En un encuentro en el que casi todos los jugadores que alineó Emery eran conscientes de su condición de carne de banquillo liguero, Miku fue el que más provecho sacó al escaparate que le proporcionó Mestalla: metió tres goles, se los dedicó a su, al parecer, amplia relación de muertos familiares, y se llevó el balón a su casa, a la espera de que algún día decore la estantería de trofeos en la casa de su madre, en su Venezuela natal.

Aparte del venezolano, poco se puede decir de un partido de mentirijillas como el que sirvió al Valencia para meterse en la fase de grupos de esa competición con nombre de torneo de baloncesto y convidados de piedra llamada Europa League. Que el estado del césped de Mestalla era tan triste como el de sus graderías, en las que poco más de 10.000 tontos como yo pasamos calor y vimos a los reservas del Valencia ante un equipo que sobreviviría a duras penas en la segunda B española. Que no hubo banda de música ni uno de esos concursos absurdos que consisten en que un tipo entrado en kilos meta el balón en un agujero de la tela que ponen en la portería para ganar un cheque gigante de mentiras y vivir sus quince minutos de gloria, por lo que el descanso fue más aburrido que una noche de fiesta con Manuel Pellegrini. Y que había como 200 noruegos en la grada, muy ruidosos y simpáticos, que vinieron a Valencia a hacer un poco de turismo (ya sabéis, Fórmula-1, Ciudad de las Artes y las Ciencias y demás reclamos para guiris) que se pusieron muy contentos, si no lo iban ya por la ingestión de cerveza, cuando un tipo llamado Farnerud, que probablemente trabaje como electricista o fontanero en su vida civil, le metió un gol a Moyá. Para ellos, eso era como haber ganado la Champions.

Un samaruc en la grada

Mi padre tenía tres pasiones: el fútbol, el cine y el sexo. Las dos primeras las descubrí de manera didáctica, pues me las transmitió a lo largo de su vida como si quisiera que ese legado continuara después de muerto en su hijo. La tercera la supe muchos años después, cuando, ya fallecido, supe que a mi padre también le apasionaba el sexo.
He escrito sobre esas tres grandes pasiones, que también son mías, durante toda mi carrera como periodista. Tengo una página web dedicada al sexo, más en concreto al cine porno, y ahora abro un blog dedicado al fútbol. No descarto, en un futuro, hacer lo mismo con el cine "convencional".
En 1998, la redacción de El País en la Comunitat Valenciana me invitó a publicar una serie de contracrónicas sobre los partidos que disputaba el Valencia CF. La experiencia fue divertida y, con el mismo título de este blog como genérico, duró sólo dos años. Años más tarde, como colaborador de la Agencia Efe, pude retomar la tarea de escribir crónicas de partidos de fútbol y, en 2007, volví a hacerlo para el diario La Vanguardia. En mí siempre ha anidado ese gusanillo de escribir crónicas (o contracrónicas) sobre los partidos del Valencia, aunque no las leyera nadie, por puro desahogo de las horas que paso en Mestalla o delante del televisor. Y ese es el objetivo final de este blog: contar mis impresiones, personales, subjetivas, sobre lo que veo cada domingo o cada martes, miércoles o jueves. Cada vez que juega mi equipo.