domingo, 20 de diciembre de 2009

Deportivo, 0; Valencia, 0

Ahora que se acerca la fatídica fecha del 22 de diciembre, he de confesar algo que sólo saben quienes me conocen. No juego nunca a la lotería. Pienso que existen más probabilidades de contraer un cáncer que de que te toque el Gordo y no tiento la suerte, ni para bien ni para mal. No es un tema de karma, ni nada parecido. Lo leí en un libro de Raymond Carver, hace muchos años, y prefiero que no me pase nada que me cambie la vida. Ni bueno ni malo.
Sin embargo, me gusta mucho el carácter lotero que tiene el fútbol y, por ello, esos partidos en los que igual puedes ganar que perder y que acabas empatando. Partidos, como el de ayer ante el Deportivo, en los que juegas tus décimos para ganar y juegas tus décimos para perder, y que finalmente, como suele suceder en la vida, no resultas agraciado por unos ni desgraciado por los otros. Supongo que porque el número de calvos de ambos equipos era el mismo.
Siempre he creído que las ligas se ganan en campos como Riazor, aunque precisamente el estadio coruñés haya sido en los últimos años un lugar de buena pesca para el Valencia, tanto en sus años gloriosos como en los deplorables. Pero entonces el Deportivo estaba en ese bache tan valencianista que pasan aquellos equipos que tocan el cielo durante unos años. Me refiero a campos como Riazor, el Pizjuán, el Calderón o El Madrigal, frente a equipos con los que, con toda probabilidad, tropezarán los grandes. Si a eso le añades cierta fortaleza en casa y la simple lógica de que hay que ganar donde eres mejor que el contrario y perder donde eres peor, encontraríamos una perfecta fórmula para ganar ligas. Cuando el Valencia la ha puesto en práctica, ha levantado el trofeo; cuando sus expectativas se han limitado a ganarle al Madrid y el Barcelona en Mestalla, ha hecho lo de casi siempre: el imbécil.
Pese a este convencimiento, me gustó el partido de ayer, aunque acabara en empate. Descubrí cosas raras. Como que Miguel se ha hecho mayor. Le pasa como a mí, que cuanto más sale por la noche, peor rinde. Antes era capaz de acabar pegándose de hostias con gente tan ciega como él a las cuatro de la mañana en la puerta de una discoteca y marcarse un partido estupendo tres días después. Ahora, la resaca de la borrachera semanal le llega al domingo. O como que Banega es igual que yo cuando juego al FIFA 2009 en la PlayStation. Como no tengo ni puta idea, me limito a utilizar un jugador, que no para de dar vueltas con el balón cosido al pie sin avanzar nada y, cuando ha de dar un pase, siempre se lo da a sí mismo o al contrario. Ahora entiendo por qué Emery lo pone de mediapunta: para que, al hacer eso, el equipo corra menos peligro. En mi PlayStation, desgraciadamente, mi único jugador juega mucho más atrás. También descubrí por qué Emery no pone nunca a Jordi Alba. El chico, reclamado por las masas, es como Sánchez-Torres, mítico futbolista paquete del Valencia de los años 80. Sánches-Torres, que era bajito y con cara de macarra, tenía la extraña habilidad de correr mucho para no hacer nada, algo meritorio en un Valencia que corría poco para no hacer nada. Pero, claro, Jordi Alba ha tropezado con el problema de que en este equipo hay jugadores que corren mucho para hacer mucho y el entorno no le ha ayudado, como a Sánchez-Torres. Por último he descubierto que Manuel Fernandes está vivo. He de ser sincero: pensaba que, después de aquella gesta de jugar casi todo un partido con el peroné roto, se había quedado como Ramón Sampedro y Amenábar preparaba un biopic sobre él. Luego me he enterado que jugó un rato en un partido de esos de la Europa League que no vi, pero la sorpresa de verlo tras meses de estar convencido de que había pasado a peor vida no me la ha quitado esa información.
Todos esos descubrimientos han ayudado a que el partido me gustara. Como me ha gustado que, después de varios meses pensando en que estábamos capacitados para cotas mayores, la liga nos haya puesto en nuestro sitio. Ahora se trata de conservarlo, una misión que el Valencia suele confiar a la suerte de la lotería.

viernes, 18 de diciembre de 2009

Genoa, 1; Valencia, 2

En 1977, el Valencia volvió a jugar competiciones europeas después de uno de esos periodos oscuros de la historia del club que ahora nos parecen excepcionales y, en aquellos tiempos, eran algo acostumbrado. En esa época, que la desmemoria ha arrinconado injustamente, enfrentarse a un equipo inglés, alemán o italiano era sinónimo de derrota, de humillación y de salir de los campos europeos con la sensación de que estábamos a un nivel inferior de ellos. Los rivales asequibles tenían nombres absurdos, como el Arges Pitesti, cuyo nombre sirvió de forma paródica para denominar a un equipo en mi colegio cuando nos autobautizamos como Arges Travesti, CSKA de Sofía o el simpático Boavista portugués, cuya camiseta era un tablero de ajedrez. Con la excepción del título de la Recopa, ganado en 1980, la trayectoria europea del Valencia en aquellos tiempos fue muy discreta. A esta aventura europea sucedió otro periodo de oscuridad, más tétrico si cabe porque en él se incluye el descenso a segunda división, hasta que, a comienzos de los 90, el Valencia retomó la senda europea.
Nada había cambiado en una década. Italianos, alemanes e ingleses seguían siendo rivales inaccesibles y, como en los 70, los partidos europeos del Valencia eran calcos unos de otro: no jugábamos mal, teníamos el balón y, cuando lo jugábamos, demostrábamos ser técnicamente mejores que los rivales, pero nunca ganábamos. No era sólo eso, porque, en realidad, nos llevábamos de cada visita europea todo lo malo: las patadas, las tarjetas y los goles en contra. Quizás el paradigma de esos tiempos sea el famoso partido contra el Karlsruher, en noviembre de 1993, cuando nos metieron siete y en el Valencia se desencadenó un torbellino social y deportivo que tendría funestas consecuencias durante el resto de aquella década.
Ayer vi el Genoa-Valencia entre un largo viaje, que me ha llevado por Madrid y Barcelona durante tres días, y la primera de las que presumo abundantes cenas de empresa. Del viaje sólo contaré que uno de sus momentos más memorables sucedió en el aeropuerto de Barajas cuando vi el Atlante-Barça rodeado de ejecutivos catalanes que jaleaban los goles de Messi y Pedrito y ejecutivos madrileños que se alegraban cuando los mexicanos pasaban de medio campo. De la cena, que descubrí que el rollo de los trajes de Camps es una campaña publicitaria para hacerlo conocido en toda España.
La curiosa casualidad de que el Valencia jugara en ese hueco temporal entre tantos compromisos seguramente fue la razón por la que vi el partido con menos interés del habitual. Mientras le contaba a mi novia los promenores de mi periplo por las grandes ciudades, tenía el Genoa-Valencia de fondo y sólo le prestaba atención en momentos puntuales. Quizá por ello, me pareció que viajaba en el túnel del tiempo durante un instante y veía a ese Valencia de 20, 30 años atrás para el que jugar en Italia era un tormento colosal. Ese equipo que se llevaba las patadas, los lesionados, las tarjetas y los goles, que salía con cara de imbécil cuando lo había apeado de Europa un equipo notablemente inferior. Pero, en un momento dado, desperté de esa ensoñación en forma de "déja vu" triste. A mitad de conversación con mi novia, cuando el Valencia tocó dos o tres veces el balón con criterio, ella, que no tiene ni idea de fútbol, lanzó una sentencia demoledora: "pero si somos mucho mejores que ellos".
Fue después de que Bruno se añadiera a la lista de goleadores absurdos que está haciendo el Valencia en la Europa League y de que Moyá defendiera como Albiol (el de aquí, no el del Madrid) el control de Crespo antes de marcar. Pero antes de que confirmara que no estaba en el pasado al ver al árbitro pitarnos un penalti a favor que estoy seguro de que hace 20 o 30 años se habría saldado con tarjeta amarilla a Joaquín por tirarse y que, en una acción similar en el área contraria, habría juzgado como penalti y expulsión de nuestro defensa. De que Villa le diera emoción al asunto y de que el portero genovés, generoso como pocos durante todo el partido, nos regalara ser primeros de grupo.


domingo, 13 de diciembre de 2009

Valencia, 2; Real Madrid, 3

Desde hace más de 40 años, hay un partido al año que odio: el que jugamos en Mestalla contra el Real Madrid. No porque nos ganen, cosa que sucede con mayor frecuencia de la que desearía, ni porque el público valencianista, tan ciclotímico, lo viva de manera exagerada. Lo odio porque, durante muchos años, he vivido en él la pesadilla del seguidor clandestino. Acudes a Mestalla, te sientas en tu localidad y compruebas que, a tu lado, hay un tipo que no has visto nunca. Piensas "será uno de esos mendas que son capaces de gastarse 100 euros al año para ver sólo un partido de fútbol y el resto de la temporada lo ven en su casa, algo que no impide que, en sus conversaciones de bar, dé el pego de que va al fútbol hasta los días que hay Europa League". Hablas con él y te parece un tío simpático. Protestas cuando hay una falta a favor del Valencia que no ha visto el árbitro y te da la razón. Pero, cuando marca el Madrid, el tipo sale de su clandestinidad y se dedica a dar botes y jalear a los suyos. Se te queda cara de gilipollas, más por el engaño al que has sido sometido que porque el Madrid nos vaya ganando.
Esta pesadilla, tal cual la relato, me sucedía cíclicamente cada año en Mestalla el día del Madrid. Siempre con un tipo diferente, pero yo, que en el fondo soy buena gente, al año siguiente siempre pensaba aquello de "será uno de esos mendas capaz de gastarse 100 euros, bla, bla, bla" Hasta comienzos de esta década. Entonces, cuando el valencianismo puso en práctica esa fanfarronería tan arraigada en la sociedad autóctona de creerse más de lo que en realidad era (un comportamiento que siempre ha ido ligado a la presencia de argentinos en el equipo), el seguidor clandestino desapareció por arte de magia. Creo que la última vez que lo vi, en sus diferentes variantes, fue en aquella memorable semifinal de copa en la que les metimos seis goles. Aquel día, por cierto, descubrí que se había mutado en hooligan clandestino cuando contemplé cómo varios reputados periodistas deportivos de la ciudad empezaban a hacer cortes de manga a sus colegas madrileños con cada gol del Valencia. Desde aquella mutación, el seguidor clandestino fue historia.
No he leído todavía el libro que acaba de publicar Paco Lloret sobre la rivalidad entre los dos equipos que ayer se vieron las caras en Mestalla. Pero sería un error imperdonable que, en sus páginas, no apareciera una figura básica para entender el antimadridismo de esta afición. El secreto de que el Madrid sea el nuevo supervillano del cómic valencianista no es que sus futbolistas nos caigan mal, ni que el Marca nos esté dando el coñazo todos los días con ellos. El valencianismo odia al Madrid por culpa del seguidor clandestino que muchos han tenido a su lado durante décadas. Es curioso, porque el Barcelona ha hecho muchos más méritos para convertirse en nuestro Darth Vader particular: es un equipo tan quejica como nosotros, nos ha quitado futbolistas con mayor impunidad que el Madrid y nos considera tan inferiores como nos consideran los blancos. Pero el Barça nunca ha tenido seguidor clandestino. Si el día del Barça se sentaba a tu lado un tipo que no conocías, sabías que era del Barcelona. Iba equipado con parafernalia barcelonista, gritaba cuando consideraba que el árbitro se equivocaba contra el Barça, hablaba catalán y se la soplaba la polémica que desde el club se quiso crear contra el catalanismo en general. No te engañaba y eso era de agradecer.

Ayer vi el partido sin un seguidor clandestino al lado. Y primero pensé que igual el seguidor clandestino lo teníamos en el banquillo, porque sólo así se explicaría que no se diera cuenta de que no se puede ganar un partido con un mediocentro defensivo haciendo de mediapunta, por mucho que los de arriba tengan dinamita en sus botas. En todo caso, a los seguidores no clandestinos que tenía al lado, esa apreciación táctica se la traía bien floja. El peor partido del Valencia en toda la temporada y ninguna reprobación a los absurdos monólogos de Banega, a los desesperados intentos de Marchena porque el árbitro le dejara el pito y se marchara a ver el partido por la tele o los centros de Bruno con imán hacia las piernas madridistas. Nadie vio que el Madrid, sin hacer nada del otro mundo, jugó cuando y como quiso, manejó el partido a su antojo y marcó goles cuando tuvo ganas. Quizás, pienso ahora, es que esos seguidores no clandestinos no eran tales, sino verdaderos seguidores clandestinos que, tras su transformación en hooligans clandestinos, han perfeccionado su mutación hasta convertirse en zombies clandestinos. Y eso significaría no sólo que mi pesadilla no se acabó hace años, sino que continúa con tintes de película de terror. de esas que dan muy mal rollo.

lunes, 7 de diciembre de 2009

Athletic, 1; Valencia, 2

Sigo en Tánger, una ciudad de contrastes, no sólo por su situación geográfica, puente entre África y Europa, sino por su diversidad cultural y demográfica y esa extraña mezcla de rasgos musulmanes, judíos y cristianos que la hacen única. Tan única que, en los últimos días, he vivido aventuras extraordinarias.
He visitado un bar que ejemplifica, con precisión quirúrgica, los deseos de la población masculina mundial, aunque fuera en su versión más chusca. Estaba decorado como una estación de metro americano, con la particularidad de que los posters que decoraban el local eran los mismos que podías encontrar, hace 30 años, en España en cualquier tienda de productos de cine: uno de Chaplin en "El chico" y otro de Humphrey Bogart con gabardina en plan "Tener y no tener". Lo mejor no era eso. En el escenario principal había una enorme pantalla de televisión que ofrecía fútbol sin parar (cuando fui yo, era un absurdo partido de la Europa League -si absurdo y Europa League no fueran una redundancia- entre un equipo checo de tercera fila y uno alemán de segunda), mientras, delante del televisor de plasma gigante, un grupo musical interpretaba canciones folclóricas sin descanso. El grupo musical, que despertaba el entusiasmo del público asistente, en su mayoría marroquí, estaba formado por un teclista con aspecto de haberse comido todo el cuscús de su casa, un violinista famélico que tenía la rara habilidad de tocar su instrumento mientras fumaba y un cantante que era un cruce entre King África y Eminem, pero con rasgos árabes. Entre otras maravillosas piezas de su repertorio, nos brindaron una versión de "Porompompero" de Manolo Escobar cuya letra tenía muy poco que ver con la que hizo popular quien hizo famosas canciones como "Mi carro" y "Almería". Sin embargo, el éxito que cosechaba tan heterodoxa formación musical se hizo patente en que las diez o doce mujeres del local, todas ellas con aspecto de prostitutas en edad de jubilación, bailaron animadamente y con arriesgados contoneos cada uno de los hits que entonaba el rapero con colesterol que amenizaba la noche.
No ha sido la única aventura irracional que he vivido en mi estancia en Tánger. He viajado en limusina, he fumado kifi en pipa, he probado platos de cocina increíbles y he conocido una gente hospitalaria y generosa que me ha hecho sentirme como en casa. Pero todo desde una perspectiva extraña, desde ese quiebro a la cotidianeidad que sólo se produce cuando estás fuera de tu hábitat natural.
Tan extrañas han sido las experiencias que he vivido como el partido que vi anoche. En ese canal árabe en el que Paco Buyo ejerce como comentarista sin tener ni idea de la lengua autóctona. Y, como no podía ser de otra manera, fue un partido extraño, lleno de idas y vueltas, en el que un francés que no habla ni papa de español (como Buyo de árabe) marcó el gol decisivo, en el que un equipo con un jugador menos, a base de garra, nos puso contra las cuerdas en el momento en que David Navarro rescató su vena macarra dentro del área y confundió a Burdisso con un chaval imberbe que demostró mucho más oficio que la mayoría de los delanteros que ha tenido el Athletic en años. Y en el que, en fin, la victoria nos sirvió para erigirnos en alternativa a los grandes, según rezan los diarios madrileños que he podido consultar en la web. Al menos hasta la semana que viene, pues, si ganamos entonces, pasaremos a ser "serios candidatos" al título, por encima de un Madrid que llegará a Mestalla sin sus dos fichajes más caros y con el Chori Albiol como principal novedad respecto a sus últimas visitas. Esperemos que, para no traicionar la costumbre, Albiol se caiga en Mestalla en el momento menos oportuno.

Para entonces, espero contaros el partido como toca y no daros la barrila con tanta historia que no tiene nada que ver con el fútbol.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Valencia, 3; Lille, 1

He visto tres segundos de partido. Los que han ido desde el pase de Banega al centro de Mata en la jugada del primer gol. Nada más. He tenido que intuir que Miku, en el segundo palo, había rematado para inaugurar el marcador porque la siguiente imagen que he visto, ya congelada, en mi ordenador ha sido la de unos cuantos jugadores del Valencia arremolinados felicitándose entre sí. Ahí ha terminado mi visión del Valencia-Lille. Todo tiene una explicación. Estoy en Tánger, trabajando en el festival “Tánger crea”, y la sala de prensa que hemos tenido que improvisar hoy era la cafetería del Cinéma Rif, la sala que sirve de cinemateca tangerina, en la que hay internet gratis para todo aquel que lleve su portátil. Sin embargo, hay tal volumen de gente pasando la tarde con un mísero té y enganchada a su notebook que los 36 megas de banda ancha que promete mi ordenador proporcionarme se convierten en algunos kilobytes que, casi por compasión, me permiten descargar algunas páginas. Con esa lentitud, he trabajado toda la tarde y, a las ocho (una hora más en Mestalla), he recordado que jugaba el Valencia. En un principio he pensado que era inútil conectarme a una página como “rojadirecta” para ver el partido en streaming, comentado en polaco o cantonés, y he optado por la información inmediata que ofrece un diario deportivo español que tiene a un tipo siguiendo a Cristiano Ronaldo y otro a Laporta durante las 24 horas del día. Pero, cuando he comprobado que, en dicha página, daban dos alineaciones distintas del Valencia (una con Zigic, otra sin Zigic), según la banda que miraras, he empezado a mosquearme. Como en ese momento he empezado a oler el inconfundible aroma de un porro de costo marroquí, algo que los entendidos en el fumeteo valorarán en su justa medida, me he hecho el valiente y he dicho: “en rojadirecta seguro que juega Zigic”. De modo que me he conectado al streaming y la primera imagen que ha aparecido en movimiento ha sido la que he relatado antes, de tres segundos de duración. Así que he vuelto a la apasionante narración literaria que duda entre metaforizar a Zigic o convertirlo en retruécano.
Ha sido por muy poco tiempo, ya que nos íbamos a cenar. Pero el suficiente para ir a zamparme unos espaguettis de “nouvelle cuisine” con la certeza de que, con Zigic o sin Zigic, íbamos ganando.
Al acabar la cena, después de haber seguido oliendo el maravilloso aroma de la resina autóctona, he llegado al hotel, donde me he encontrado una notable sorpresa: en un canal que emite para todos los países en lengua árabe estaban dando el Xerez-Barcelona. La sorpresa no es esta, ya que, en los últimos años, he tenido la oportunidad de ver la liga española en países como Vietnam, Argentina, Rumanía o Noruega. La sorpresa es que el tipo que comentaba desde el estudio el partido, en plan experto de esos que sólo suelta obviedades, era Paco Buyo, aquel portero del Real Madrid con cara de portero, pero de puticlub, al que recuerdo con particular cariño por servir como ejemplo para una gloriosa frase de Di Stéfano, dirigida a un portero novel, en un entrenamiento con el Valencia: “Las que vayan dentro, intente pararlas; las que vayan fuera, déjelas, no se las meta dentro”. Buyo ilustró esa máxima en Tenerife hace muchos años para regalarle una liga al Barça. Quizá por eso lo han cogido como comentarista de los partidos del Barcelona, aunque no sepa ni papa de árabe y tengan que traducir simultáneamente todo lo que dice. El caso es que, mientras veía el apasionante duelo entre el colista y el líder, he buscado el resumen del partido por todas las cadenas. Pero sólo he encontrado telenovelas, rezos musulmanes, películas desérticas y debates en francés. Hasta que he llegado a Televisión Española Internacional y, pese a que estaban dando un programa de presos comunes, he puesto el teletexto para saber que habíamos ganado por tres a uno, que Joaquín había metido dos goles (ya me extrañaba a mí que Miku hubiera hecho una vaselina en el primero) y que Mata sentenció en la segunda parte. Lo que me huele a sufrimiento, nervios y caras de “ja estem una altra vegada” en Mestalla. O quizás no fue así y es el aroma a costo que se me ha instalado en la pituitaria y me hace alucinar, como siempre, en negativo.