lunes, 27 de diciembre de 2010

Cajas vacías

Es una pena que el modelo televisivo que acuñó Canal + esté en decadencia. Se basaba, en un alarde de inteligencia, en poner en antena las dos principales prioridades del hombre: el fútbol y el sexo. En realidad, no era un modelo nuevo, ya que Telecinco, cuando aterrizó en España, ya cimentaba su programación en esos dos pilares y, de hecho, recuerdo haber visto en la misma semana la goleada del Valencia en Karlsruhe comentada por JJ Santos y las estripers italianas de “Ay, que calor”. El artículo completo en L'informatiu.

martes, 21 de diciembre de 2010

Adolescencia perversa

Soy muy fan de la copa y sus prefijos superlativos, un término que sólo entenderéis quienes hayáis leído "Ja tenim equip". Estoy seguro de que me fascina este tipo de torneos a doble partido porque el Valencia de mi adolescencia fue ese, el que sólo se veía en la copa y sus superlativos. Un equipo estéril y pusilánime en la liga que, entre semana, cuando los partidos se tenían que jugar con el cuchillo entre los dientes, ofrecía su mejor cara. El Valencia de mi adolescencia fue el de los Kempes, Solsona, Carrete o Botubot, un conjunto más burgués que obrero que sólo se ponía a trabajar cuando había que arreglar algo en casa, pero que sacaba todo su orgullo en la copa, la Recopa, la Supercopa y la Recontracopa, competición que no existe. La adolescencia es la estación de la vida en la que empiezas a recibir hostias de verdad, en la que comienzas a darte cuenta de que la vida va en serio, aunque esa certeza sólo la alcanzas rebasados los cuarenta. Y por eso, en el torbellino de mi adolescencia, aquel Valencia me enseñó a valorar la copa.

Nunca me he parado a analizar las causas de que aquel equipo diera lo mejor de sí en los torneos por eliminatorias, pero hoy, al ver al Valencia ante el Villarreal, he tenido una iluminación, algo cada vez menos habitual en mi maltrecho cerebro. He recordado que aquel equipo del tránsito entre los setenta y los ochenta era bastante golfo, que muchos de sus jugadores agotaban las noches valencianas en los pubs cercanos a Woody y en la discoteca Samy, y que sus noches eternas solían ser los jueves. Quizá por eso, cuando jugaban un miércoles, lo hacían en el mejor día de la semana, ese al que la resaca no alcanza. Este equipo, de inferior calidad pero de un perfil noctámbulo similar, sufre del mismo mal. Y eso, pensándolo bien, no es nada malo. Si la liga parece destinada a jugarse en las páginas del Marca, mejor dedicarse a la copa y los prefijos superlativos.

El Valencia-Villarreal de hoy me ha hecho rescatar esa adolescencia perversa en la que descubrí, mezclados sin sentido, el amor, las películas de autor, el sexo o la poesía. Una adolescencia en la que ir al fútbol entre semana valía la pena. Como tantas veces ocurrió hace más o menos treinta años, el Valencia jugó con raza pero con convencimiento, sin renunciar a la solidaridad ni en defensa ni en ataque. Como tantas veces ocurrió hace algo así como tres décadas, le faltó puntería para imprimir en el marcador su superioridad. Como tantas veces sucedió en plena transición democrática, mantuvo ese espíritu hasta el final a medida que sus fuerzas flaqueaban y evitó un castigo excesivo.

Es posible que penséis que un partido de ida de octavos de final de copa en el que el Valencia sólo haya podido empatar a cero con el Villarreal no sea como para sentirse gozoso. Puede que, desde un punto de vista objetivo tengáis razón, pero a mí el Valencia-Villarreal de boy me ha devuelto una parte de mi adolescencia y eso, como el ridículo anuncio de una tarjeta de crédito, no tiene precio.

Valencia, 0 - Villarreal, 0 (Mestalla, 21 de diciembre de 2010)

Prioridades

La vida es una cuestión de prioridades. Durante gran parte de mi vida, un partido del Valencia era una prioridad tan grande que era capaz de sacrificar cualquier actividad o tarea por acudir a Mestalla a ver a mi equipo o por verlo en la televisión, cuando jugaba lejos de casa. He de reconocer que el Valencia ha marcado mi vida en muchas ocasiones y he renunciado a cosas, más o menos importantes, porque consideraba que el fútbol era algo vital, algo que me producía, o eso creía yo, mayores satisfacciones que una cena con amigos o una tarde de fiesta.
El artículo completo en L'informatiu.

lunes, 13 de diciembre de 2010

El chute de Nica

Siento una especial fascinación por los espectáculos que se montan en los descansos de los partidos que se disputan en Mestalla. De hecho, me gustaría conocer al tipo que se inventa juegos tan marcianos, con la excusa de así divertir al respetable, de la misma manera que siempre he querido conocer al tipo que trabajaba dibujando pollas en el lugar donde había un vacío en los antiguos hentai japoneses. A lo largo de mi vida, he visto en Mestalla sorteos de coches, tipos gordos con chándal tirando penaltis a una portería con plástico agujereado, tipos más gordos con el mismo chándal lanzando faltas con una barrera de monigotes, demostraciones de rodeo y hasta concursos para ver si un señor canijo metía un gol desde medio campo. Esta colección de horrores en el intermedio ha culminado hoy con un show benéfico en el que han cantado tres triunfitos a los que no conocía ninguno de los espectadores más próximos a mi localidad. Un sosías de Fernandisco ha explicado que éramos unos privilegiados porque podíamos contribuir a no sé qué causa benéfica y nos ha dejado con esos tres sucedáneos de cantantes para que nos dieramos cuenta de que los privilegiados eran los que cantaban: jamás soñaron con entonar (perdón por el eufemismo) ante tanta audiencia. Aunque la audiencia estuviera formada por 35.000 personas más pendientes de su bocata que de escucharlos.

Fue el primer signo de que el horror estaba cerca. Lo que siguió después fue tan horrendo como los triunfitos desafinando. Tras una primera parte sorprendentemente plácida, en la que el Valencia ejerció de equipo grande y puso al descubierto los cientos de carencias de Osasuna, el público se las prometía felices. Esperaba el descanso para comerse su bocadillo, beberse la cerveza que había introducido en el campo burlando los controles de seguridad y escuchar como banda sonora a los músicos de turno encabezados por el incombustible Nica Agustina. Puro en ristre, abrigo largo y cara de jefe de comparsa mora venido a menos, Nica es lo que espera ver la afición en el descanso, no tres niñatos cantando como los borrachos que cruzan Valencia buscando el horno de la calle Sueca.

Y, claro, cuando la gente se ha puesto chunga, cuando Osasuna parecía el Manchester United y el Valencia, el Bursaport, la grada ha empezado a ponerse nerviosa. Pocas cosas hay tan temibles como la afición de Mestalla nerviosa. Sin su dosis de Agustina, el tradicional salto entre "Ja tenim equip" y "Mira que són roïns" se multiplica en el tiempo con la misma velocidad con la que disminuyen las fuerzas del equipo. El resultado suele ser que, si ya estamos justitos como para aguantar lo que se nos viene encima, las uñas de la grada disparan exponencialmente la capacidad para cagarla de los jugadores. Soldado pasa de ser un militar ejemplar a un limpialetrinas sin rango, Stankevicius deja de ser un tanque para convertirse en Sid Vicius y César, quien tantas veces ha sido madre en quien refugiarse, se convierte en abuela a la que hay que mandar al asilo con urgencia.

Sin el chute de Nica, Mestalla se pone nerviosa y pasa lo que pasa: el campo se transforma en una película de Almodóvar cuando todos habían sacado entradas para ver una de Leslie Nielsen, Y encima, en los títulos de crédito de esa película, cantan tres triunfitos.

Valencia, 3 - Osasuna, 3 (Mestalla, 13 de diciembre de 2010)

Los lunes al gol

Estoy un poco harto de que la Liga de Fútbol Profesional programe partidos del Valencia los lunes. No sólo porque el lunes es un día especialmente odioso para todo el mundo (es el comienzo de una nueva semana tras unos días de asueto), sino porque ir al fútbol un lunes es tan antinatural como irte de after un martes. La pasta manda y los lunes han acabado por ser la torpe prolongación del fin de semana futbolero con un partido más que añadir a nuestro via crucis de sábado y domingo. El artículo completo en L'informatiu.

lunes, 29 de noviembre de 2010

Los partidos existencialistas

Partidos como el de anoche contra el Almería son los que yo defino como existencialistas. No porque los hubiera pensado Sartre, buen aficionado al fútbol, sino porque su propia esencia me plantea problemas existenciales. Me explicaré para no parecer pedante. Cualquier ser humano cuyo domicilio esté equipado con Canal +, como es mi caso, se habría quedado en su casa al calor del brasero o de la estufa viendo por televisión un encuentro en el que el Valencia, previsiblemente, iba a hacer el típico partido idiota contra uno de los colistas. El artículo completo en L'informatiu.

lunes, 22 de noviembre de 2010

La sonrisa de mi hermano

Mi hermano Jose trabaja en Villarreal desde hace años. Vive, en su rutina laboral, rodeado de “groguets”, aunque él afirma que la mayoría de sus compañeros son del Castellón, el equipo tradicional de la zona. Pero me imagino que cada lunes después de una derrota del Valencia y una victoria del Villarreal será un infiermo para alguien como él, que es valencianista.
El resto del artículo en L'informatiu.

jueves, 18 de noviembre de 2010

Ja tenim equip

No me gustan los niños. De hecho no tengo hijos y, aunque colecciono sobrinos, tampoco he sido el típico tío plasta que los colma de atenciones. Estoy más cerca de Mr. Scrooge que de Hans Christian Andersen, lo cual, en el fondo, me parece muy sano. Pero hay una imagen que me conmueve: la de un niño acompañando a su padre al fútbol. La he visto cientos de veces en mi vida, con diferentes bufandas, camisetas y nacionalidades, pero cuando vuelve a mí, siempre por casualidad, no puedo evitar observar con mucho más detalle de lo habitual.
Me fascina esa imagen de ritual iniciático porque contiene la esencia de la vida. La forma más hermosa de retratar el enigma de la supervivencia humana. Los padres no transmiten a sus hijos conocimientos, ni experiencias porque, al fin y al cabo, sus vidas también son desastrosas. Transmiten pasiones. Pero pasiones reales. Un padre apasionado por el trabajo no engendrará necesariamente un hijo estajanovista, porque esa pasión es más falsa que una moneda de tres euros. está basada en la huida de una vida que no complace. Pero un padre hincha de un equipo de fútbol siempre tendrá un hijo que jamás abandonará la misma fe. Esa sí es una pasión verdadera.
Yo tuve la suerte de tener un padre que me transmitió esa pasión y, con ello, una forma de ver la vida. La vida, para alguien que ha mamado el valencianismo, es nunca darte cuenta de cuáles son tus límites, pensar que el cielo y el infierno están mucho más cercanos de lo que creemos.
Durante años quise escribir sobre esto. Lo hice, en pequeñas dosis, en artículos que publiqué en la Cartelera Turia, el diario El País y el blog de Últimes vesprades a Mestalla. Pero siempre albergué la secreta intención de escribir un libro sobre mi visión de la historia del Valencia. Un viaje a Argentina, hace más de nueve años, fue el causante de que esa idea fuera tomando forma en mi cabeza. En una librería de la calle Corrientes, en Buenos Aires, encontré un libro llamado "No te vayas, campeón", de Roberto Fontanarrosa. Aquella joya recorría medio siglo de fútbol argentino a través de los retratos literarios de los grandes campeones.
Pensé que aquel esquema se podría aplicar a un libro personal sobre el Valencia y, a comienzos de 2010, encontré a la gente de Carena, que se prestó a editarlo. De los ocho libros que he publicado, "Ja tenim equip" ha sido el único que no he escrito por encargo del editor, sino por gusto. Un verdadero gustazo, porque he escrito lo que me apetecía contar, a mi manera.
"Ja tenim equip" lo presento el lunes 22 de noviembre en el ámbito cultural de El Corte Inglés, edificio Colón (en la quinta planta de lo que antes fue Galerías Preciados), a las 19 horas.

lunes, 1 de noviembre de 2010

BBC

Uno de los signos que me indican que me estoy haciendo mayor es que, a diferencia de lo que me ocurría hace unos años, cada vez me molesta menos si me tengo que perder un partido del Valencia en Mestalla por una causa justificada. Antes, dejar de ocupar mi localidad para asistir a un evento de BBC (Boda, Bautizo o Comunión) me parecía algo inconcebible, el rédito que había que pagar en la familia a costa de una de mis pasiones. Pensaba que, al no acudir a Mestalla, me perdería algo único, ya fuera un gol sobrenatural, una victoria memorable o un partido épico. Ahora no pienso en eso. Me limito a escuchar el partido por la radio mientras un sacerdote le echa a un indefenso niño agua por la cabeza, reparte hostias consagradas entre unos preadolescentes o asiste a la promesa de fidelidad eterna entre dos personas vestidas como en un baile de disfraces. El sábado fue el bautizo de mi sobrino Marc y, como los horarios que pone la Liga de Fútbol Profesional son tan marcianos, la entrada de mi sobrino en lo que el cura llamó “el hogar del Señor” coincidió con el partido del Zaragoza. Nunca pensé en hacer piruetas tan extrañas como acudir sólo al convite posterior y perderme el acto religioso, como habría hecho unos años antes. A mi edad uno ha visto tantas cosas en Mestalla que es difícil que un partido contra el colista me sorprenda. Ni siquiera grabo el partido para verlo después, a sabiendas de que la mayoría de los asistentes al bautizo estarán informados de lo que ocurra en el campo del Valencia. Y ver un partido en diferido del que sabes el resultado final es una de las cosas más absurdas que puede hacer un ser humano, por muy futbolero que sea.
No fui a Mestalla el sábado y no me arrepiento. Me ahorré el disgusto de ver a un Valencia empequeñecido por un equipo deprimido al que le bastó poner un poco de orden en su sistema de juego para contrarrestar el caótico empuje de los locales, incapaces de encontrar la fórmula que les devuelva la confianza perdida en los últimos partidos. Me ahorré la decepción de certificar que disputar la liga es una quimera que sólo duró mes y medio en el rincón reservado a nuestros deseos. Me ahorré, en fin, sentir una vez más la impotencia del quiero y no puedo valencianista, la certeza de que siempre pensamos tener mejor equipo del que tenemos, aunque los hechos nos demuestren inexorablemente lo contrario. No me arrepiento. Me lo pasé bien en el evento BBC porque, con el tiempo, también he aprendido a divertirme en ese tipo de compromisos, por artificiales y absurdos que me parezcan. Escuché el partido por la radio, lo seguí en mi Blackberry incluso dentro de la iglesia (lo cual es, sin duda, motivo de excomunión) y me di cuenta, cuando el Valencia se quedó en superioridad numérica ante el colista, de que ese partido ya lo había visto muchas veces, ya lo había vivido en el pasado, con otros jugadores y en otro tiempo, porque el Valencia tiene la curiosa habilidad de repetir sus errores de manera cíclica. A Marc no lo bautizarán más en su vida, salvo en el improbable caso de que se cambie de religión, pero un partido frustrante como el del sábado lo veré más veces, contra otros rivales y con otros o los mismos jugadores.
Mañana martes volveré a Mestalla a ver al Valencia contra el Rangers. No tengo ningún evento de la BBC. Y espero ver un partido que no he visto antes.

lunes, 25 de octubre de 2010

La realidad y el deseo

Ser valencianista es vivir en el diálogo de Luis Cernuda entre la realidad y el deseo. Cada temporada, el deseo es que haya un equipo con garantías para disputar algún título. Cada temporada, la realidad es que hay un equipo para intentar no hacer el ridículo.
El artículo completo en L'informatiu

lunes, 18 de octubre de 2010

Las dos caras

Que la vida tiene dos caras no es ningún secreto. Que recordamos la buena, los escasos momentos de felicidad, y olvidamos, con mayor rapidez de la aconsejable, los de tristeza, tampoco es algo que nos sea ajeno. Y que el fútbol, como metáfora de la vida, contiene esos elementos de felicidad y tristeza, desordenados de forma caótica, que forman parte de la esencia de este juego fascinante. El artículo completo en L'informatiu

lunes, 11 de octubre de 2010

No compensa

Habrá gente a la que le compense la explosión de nacionalismo que hemos vivido este fin de semana con los dos títulos mundiales en motociclismo y la constatación de que Fernando Alonso todavía es candidato al título en la Fórmula 1. Habrá gente a la que le compense la victoria de la selección española contra un rival en el que el único futbolista destacado es un defensa que no juega nunca en el Valencia. O que la selección sub-21 siga en el camino para acudir a los Juegos Olímpicos de Londres dentro de dos años, pese a que, cuando lleguen los Juegos, será una molestia enorme mandar un equipo con garantías. O que Nadal gane un torneo, aunque eso no sea ninguna novedad. El resto del artículo en L'informatiu

lunes, 4 de octubre de 2010

Placer y dolor

El escritor francés Michel Houellebecq sostiene en una de sus novelas que el sadomasoquismo es un estadio superior en la sexualidad humana. El autor de “Plataforma” cree que quienes practican el sadomasoquismo, en sus múltiples variantes, han superado los límites de la sexualidad convencional para adentrarse en un mundo en el que el placer se adquiere a través del dolor, propio o ajeno, lo que dota al sexo de un componente supremo. El resto del artículo en L'informatiu.

lunes, 27 de septiembre de 2010

Acto de contrición

En los últimos días he recibido mensajes de mis amigos en los que reprueban mi tradicional pesimismo acerca del futuro que le espera al Valencia esta temporada. He de decir que, por lo general, soy una persona pesimista. Más bien profiláctica. Siempre espero lo peor de las cosas que suceden (que me echen del trabajo, que me deje mi novia o que pierda mi equipo, por ejemplo), como una forma de prepararme por si esa desgracia sucede. Si no sucede, cosa que acaece a menudo, disfruto más con la cara positiva de la vida.El artículo completo en L'informatiu

lunes, 20 de septiembre de 2010

Regalo de cumpleaños

Ayer fue mi cumpleaños. Cuando uno pasa de los cuarenta, los aniversarios son más motivo de sufrimiento que de alegría. Uno se hace mayor y lo nota, sobre todo, en esa fecha en la que comienza a decir una nueva cifra cuando alguien le pregunta qué edad tiene. Ayer fue un día particularmente extraño para mí, no porque celebrara la fecha de mi nacimiento, sino porque volvía de Toronto, después de un largo viaje, con un jet lag en forma de migraña que me atormentó desde mi llegada a casa, a primera hora de la tarde, una hora antes de que jugara el Valencia.
El resto del artículo en L'informatiu

lunes, 6 de septiembre de 2010

Desazón

Si hay algo que detesto es perder las ganas de escribir. Me pasa pocas veces, pero cuando me sucede me entra una extraña tristeza, como si hubiera extraviado mi personalidad. Transito ahora por uno de esos periodos, que suelen coincidir, en síntomas exteriores, con problemas de tipo familiar, laboral o sentimental y, en síntomas interiores, se manifiestan en forma de estrés, falta de sueño y melancolía.
El artículo completo en L'informatiu

lunes, 28 de junio de 2010

Favoritos imaginarios

Durante un mes cada cuatro años, cuando se celebra el Mundial, mi personalidad es cambiante. Voy cambiando de selecciones favoritas a medida que avanza el campeonato. Quizás porque no lo vivo con la pasión que vivo la liga, en la que siempre quiero que gane el Valencia, el Mundial demuestra mi carácter voluble. El resto, como todos los lunes, en L'informatiu

martes, 22 de junio de 2010

Sin perdón

Hay un vídeo que, cada vez que lo veo, me pone la carne de gallina. Corresponde al partido Valencia-Espanyol de la liga 2001-02, jugado un sábado de abril y que supondría el paso definitivo para que el Valencia ganara su quinto título de liga. A lo largo de mi vida he visto muchos partidos memorables -un Valencia-Elche de la 70-71 que nos puso a tiro la liga, la final de Copa del 79 con Kempes demostrando que era el mejor del mundo, la vuelta de la final de la Supercopa del 80 o las dos finales de Champions disputadas por el Valencia-, pero ninguno me produce tanta emoción como ese encuentro contra el Espanyol.
El resto del artículo en L'informatiu.

lunes, 7 de junio de 2010

Caras nuevas

Recuerdo que, en mi infancia y adolescencia, los meses de verano eran una puerta a lo desconocido en términos futbolísticos. Nunca sabías qué futbolistas iba a fichar el Valencia para la siguiente temporada y el estío era una caja de sorpresas en la que, al abrirla, te podías encontrar con un delantero brasileño, un centrocampista austriaco o un defensa argentino a los que no conocías y que, sólo por el mero hecho de haber sido fichados por el Valencia, comenzaban a ser parte de tu vida. Hablo de tiempos en los que la televisión no ejercía de Gran Hermano futbolero, que tiene ojos para cualquier jugador del mundo, aunque juegue en la segunda división del campeonato luxemburgués. Tiempos en los que el aficionado se fiaba el buen ojo del secretario técnico del club a la hora de encontrar futbolistas útiles para el equipo y en los que los partidos de pretemporada eran una carta de presentación para las caras nuevas. Podéis leer el artículo entero, y valorarlo según os guste, en L'informatiu.

lunes, 31 de mayo de 2010

La propina de la liga

La vida sin liga es muy aburrida. Ya sé que, por mucha pasta que cobren, no se puede exigir a los futbolistas que se pasen doce meses al año jugando todos los domingos. Ellos, aunque no lo parezca, también son humanos, tienen familia, desean estar de vacaciones con los suyos o perderse en una playa paradisíaca durante quince días sin estar pendientes de ir a entrenar o pensar en su próximo rival. Y el hecho de que las ligas duren nueve meses las convierte en más interesantes: son como ciclos que se van repitiendo hasta el infinito aunque a nosotros nos parezca que cada campeonato es algo diferente respecto al anterior.
Como todos los lunes, podéis leer el artículo completo y valorarlo, según os guste, en L'informatiu.

lunes, 24 de mayo de 2010

Maldiciones

Empiezo a convencerme de que me persigue una extraña maldición viajera. En los últimos años, cada vez que hago un viaje largo, sea por trabajo, sea por vacaciones, ocurre algo raro en el Valencia. Al volver a casa, el club ha sufrido una convulsión.
Todo comenzó en junio de 2004. En aquel final de primavera, acudí al Festival de Comedia de Peñíscola con el objetivo de seguir el certamen para un diario nacional. Me fui unos días después de que el Valencia ganara el doblete, tras completar la temporada más brillante de su historia; al volver, Rafa Benítez, el artífice de esos días de gloria, ya no era entrenador del equipo.
Como todos los lunes, podéis leer el artículo completo y valorarlo según os guste en L'informatiu.

lunes, 17 de mayo de 2010

Valencia, 1; Tenerife, 0

En demasiadas ocasiones, la vida es incompatible con el fútbol. El trabajo me hace, en más oportunidades de las que desearía, no poder seguir al Valencia como querría, no tener la oportunidad de seguir a mi equipo como si fuera una persona que trabaja en lo que los americanos denominan “9 to 5”. Estoy en el Festival de Cine de Cannes desde hace casi una semana, trabajando a destajo, viendo películas de todo tipo en sesiones en las que hay tipos encorbatados que buscan como locos filmes para distribuir en España según los gustos que ellos piensan que tiene el público, durmiendo en camas con colchones de muelles agrietados y recorriendo pasillos en el Marché du Film. Aquí, en la Meca del Cine, ha llegado el día del final de la liga, el día en que se resuelve todo un curso futbolístico, y he buscado, sin éxito, un bar en el que pudiera ver el Valencia-Tenerife como si estuviera en mi casa. En vano. Ninguno de los canales que en Francia ofrecen fútbol internacional le hacía el mínimo caso a mi equipo. Como era previsible, lo único que interesaba a los galos era el emocionante final de liga entre el Madrid y el Barcelona. El resto del artículo, como todos los lunes, en http://www.linformatiu.com/nc/opinio/detalle/articulo/la-fuente-de-cannes-aletas/

lunes, 10 de mayo de 2010

Villarreal, 2; Valencia, 0

El fútbol es emoción y las últimas jornadas de liga resumen ese concepto mejor que nada. Las jornadas postreras de cada liga son las más democráticas de todo el torneo, pues en ellas todos los equipos que se juegan algo están al mismo nivel: tiene la misma emoción la lucha por el título que la pelea por eludir el descenso. En las últimas jornadas de cada liga no hay diferencias de clases. Me gusta que el Valencia se juegue algo en los últimos partidos de liga pero, a la vez, prefiero que llegue a ellos con el objetivo cumplido.El resto del artículo, como todos los lunes, en: http://www.linformatiu.com/nc/opinio/detalle/articulo/el-classic-de-la-xeperudeta/

miércoles, 5 de mayo de 2010

Valencia, 3; Xerez, 1

Pocas cosas hay tan deprimentes como un partido en silencio. Cuando se escucha, gracias a la acústica de los estadios, el golpeo del balón, los gritos de los jugadores, el silbato del árbitro. Los partidos con silencio evocan penitencias. Son encuentros que se juegan a puerta cerrada, porque la afición local hizo alguna fechoría, o que tienen tan poco interés que, bien hay pocos espectadores, bien hay bastantes pero están pendientes de otra cosa más importante que lo que acontece en el terreno de juego.
El Valencia-Xerez de ayer fue un partido en silencio. Un encuentro con aroma a choque copero sin trascendencia contra un equipo menor, de esos en los que la afición acude a Mestalla por inercia, porque toca ir al fútbol. Hacía un frío impropio del mes de mayo, el Valencia jugaba contra el colista y la impresión generalizada era que el equipo ya había cumplido con la temporada y lo que queda sólo va a servir para que los internacionales lleguen con las pilas puestas al Mundial y los que estarán de vacaciones cuando se celebre la cita surafricana puedan reivindicarse para seguir un año más en el equipo. Ante esa perspectiva, el público se lo tomó con tanta calma que, para la grada de Mestalla, no parecía que lo que se jugaba el Valencia era clasificarse matemáticamente para jugar la próxima edición de la Liga de Campeones, una gesta que, no hay que olvidarlo, hace dos años que no se daba. Mucho han cambiado las cosas: hace un decenio meterse en la Champions, aunque fuera para jugar la previa, era una hazaña que se festejaba por la calles; ahora es una obligación.
Con ese ambiente, el partido no tenía otro remedio que ser de los tontos. Tan tonto que, en el descanso, la tradicional banda de música que ameniza el tiempo en el que los jugadores están en los vestuarios pasando de lo que les dice Emery dio la vuelta al campo con una velocidad desacostumbrada. La banda de música en Mestalla es una de las distracciones del intermedio, y rivaliza en la atención del aficionado con el absurdo concurso en el que un tipo con pinta de concursante de "Saber y ganar" chuta una serie de penaltis a la portería cubierta con un plástico agujereado. Dos distracciones a la vez son contraproducentes. No hay que olvidar que el público mayoritario de Mestalla está compuesto por hombres y todo el mundo sabe que el hombre es incapaz de hacer dos cosas a la vez. Yo, como soy hombre, me fijé sólo en la banda de música.
La supersónica vuelta al ruedo de la banda de música estuvo propiciada por el frío que debía estar pasando el tipo del puro que, desde hace más de quince años, es esa especie de cabo de comparsa mora que acompaña a la formación musical de turno con su inseparable puro en la boca. El tipo se llama, según leí en la página de los amigos de Checheche, Nicasio Agustina. A Nica, como creo que lo llaman sus amigos, no le tienen mucho cariño mis compañeros de localidad en Mestalla. Supongo que porque lo identifican con los tiempos de Paco Roig, la época en la que Agustina comenzó a ejercer de mamporrero musical, suelen increparlo con un insulto más inteligente que soez, cuando enfila la salida del rectángulo de juego justo por el sector que hay debajo de mi localidad: le llaman "pelota". Ayer Nica, con su gabardina de teniente Colombo y su pinta de presidente de falla, era como esos pelotas que corren detrás de sus jefes en situaciones de estrés laboral, pues llevaba a los pobres componentes de la banda sin resuello.
Para cuando Nica Agustina salió corriendo con una treintena de tíos armados con instrumentos detrás de él, el Valencia tenía el partido en el bolsillo y, con él, su billete para la Champions. No porque ganara, que sólo empataba a uno, sino porque había sido capaz de igualar un duelo sin hacer absolutamente nada. El mísero Xerez, un equipito que sólo podía despertar simpatías cuando veías que tenía un futbolista enano, el chileno Orellana, al que los pantalones le llegaban a la pantorrilla, un portero que cedimos por malo y, con la cesión, se ha hecho más malo todavía, y un entrenador que sigue pensando que la gente viste y se peina como en los 80, bastante había hecho con presionar un poco, marcar un gol y esperar que el Valencia afilara sus uñas para desgarrarlo. Eso ocurrió en la segunda parte, cuando la grada sólo tuvo un momento para despertarse, cuando intuyó que había visto los últimos minutos como valencianista de Rubén Baraja, probablemente el futbolista más importante que ha tenido el Valencia en la década, y lo despidió como se merece. Así es el fútbol. Sólo un momento como ese convierte un partido en silencio en una cita memorable.

martes, 4 de mayo de 2010

Los últimos días de Unai Emery

Hay entrenadores que no tienen término medio. Crean una complicidad en el vestuario que exige de cada uno de sus componentes un compromiso inquebrantable. Se está con ellos o se está contra ellos. Quienes están con el entrenador siguen sus consignas hasta la muerte, como si de un visionario general se tratara en una guerra ciega; quienes están contra él, no disimulan su desafección a la causa. Los técnicos que provocan amores y odios entre sus jugadores suelen ser los que más éxitos alcanzan, quizás porque su ideario futbolístico, complejo y vital, va más allá de la disposición de los futbolistas sobre el terreno de juego o de las tácticas que emplean para ganar los partidos. Técnicos como Luis Aragonés, José Mourinho, Rafa Benítez o Fabio Capello responden a ese perfil. Hay entrenadores que, pese a trabajar con un ideario balompédico útil, son incapaces de transmitir al vestuario ese entusiasmo que provoca que los futbolistas den ese plus de rendimiento en el campo que, en los tiempos modernos, es un valor añadido para ganar títulos. Son técnicos estudiosos, arriesgados en sus variantes tácticas y generosos en su trabajo, pero adolecen de la capacidad de motivación suficiente como para sacar el máximo rendimiento a una plantilla. Técnicos que sacan bastante partido a planteles llenos de futbolistas oscuros, sin demasiado nombre, pero que, cuando recalan en un club grande, acaban devorados por un vestuario con mayor ascendencia que ellos mismos. En este perfil cabe gran parte de los entrenadores que llegan a dirigir equipos en la elite.
Cuando este ejemplar de la Turia llegue a los kioscos, la liga española estará a cuatro jornadas de la conclusión y el Valencia tendrá virtualmente asegurada su clasificación para la próxima edición de la Liga de Campeones. El Valencia está a punto de coronarse como campeón de la liga invisible, ese torneo que juegan los 18 equipos españoles que no son ni el Real Madrid ni el Barcelona, ese campeonato que no interesa a los medios de comunicación nacionales ni tiene presencia en los telediarios, las páginas de deportes de los diarios, ni las tertulias radiofónicas de las grandes cadenas. El artífice de ese éxito se llama Unai Emery, un entrenador que ha trabajado con honradez en las dos temporadas en las que ha permanecido al frente del club y que, con una plantilla inferior a la que poseen los dos clubes más poderosos del país, ha dejado al Valencia en el lugar que le corresponde: el de cabeza de ratón. Sin embargo, todo apunta a que Emery no renovará su contrato con el Valencia. Las pistas que Manuel Llorente, presidente del club, ha dado en las últimas semanas sobre la continuidad del entrenador dejan entrever que al donostiarra se le agradecerán los servicios prestados y el club buscará un técnico que gestione el vestuario en tiempos de crisis. No se puede olvidar que esta temporada será, probablemente, la última en la que el Valencia disponga de una plantilla capacitada para ganar títulos, dada la feroz crisis financiera que vive la entidad. Y Emery tiene pocos números para guiar la nave del Valencia en los tiempos difíciles que se avecinan.
Llorente piensa, como parte del valencianismo, que Emery no es el entrenador idóneo para una plantilla que, para repetir una clasificación como la que alcanzará el Valencia este año, va a precisar un plus de motivación extra, un empuje mental que haga que sus miembros rindan muy por encima de sus posibilidades reales. Como el Valencia de la era de Benítez o el de Luis Aragonés a mediados de la década de los 90. El problema es dar con la tecla, encontrar ese técnico que sea capaz de dominar un vestuario, de exprimir al máximo los activos, mejores o peores, con los que cuente el Valencia la próxima temporada para conservar su posición de privilegio dentro del proletariado del fútbol español.

(Publicado en Turia el 30-4-10)

lunes, 3 de mayo de 2010

Espanyol, 0; Valencia, 2

Estaba sólo a 200 metros del estadio Cornellà-El Prat, un recinto moderno y funcional que, desde fuera, no se diferencia demasiado de las naves industriales y fábricas que pueblan un polígono de la ciudad “charnega” por antonomasia. A esa distancia se celebraba, en la Fira de Cornellà, la primera edición del Salón Erótico de Barcelona, un evento que recupera para la capital del porno español el protagonismo que, en los tres últimos años, perdió la ciudad que, a lo largo de tres lustros, aglutinó el 90 % de las producciones de cine para adultos en nuestro país. El Salón Erótico de Barcelona fue, desde el viernes hasta ayer domingo, el epicentro del sexo español.
El artículo completo, como todos los lunes, en:
http://www.linformatiu.com/nc/opinio/detalle/articulo/erecciones-en-cornella/

lunes, 26 de abril de 2010

Valencia, 1; Deportivo, 0

Cuando uno ha pasado diez días durmiendo en camas blandas y gastadas, comiendo a contrapelo en restaurantes con camareros con cara de sufrimiento, viviendo en habitaciones de hoteles en los que los empleados de la recepción parecen tus enemigos, esperando volver a ver a quienes quieres, matando el tiempo delante del ordenador y haciéndose fotos delante de monumentos como si fuera un coleccionista de imágenes inertes, su casa es un tesoro. Eso me pasó a mí desde el miércoles 14 hasta el pasado viernes, después de quedarme atrapado en Bélgica por culpa de las cenizas de un volcán islandés con nombre de medicamento contra las hemorroides. Mi casa fue mi tesoro, mi refugio, desde el viernes a mediodía, cuando, tras un accidentado y surrealista viaje de vuelta a Valencia, llegué por fin al lugar en el que vivo.
El artículo completo, como todos los lunes, en: http://www.linformatiu.com/nc/opinio/detalle/articulo/hogar-dulce-hogar/

lunes, 19 de abril de 2010

Real Madrid, 2; Valencia, 0

La nube volcánica que ha puesto en entredicho el sistema de navegación aérea europea me ha dejado atrapado en Bruselas, la capital de Bélgica. Aunque, si me hubieran dado a elegir una ciudad para quedarme obligatoriamente durante cuatro días, con toda seguridad no habría elegido Bruselas, ya que los belgas son aburridos, peleados entre ellos por un tema tan absurdo como la lengua y sin una identidad nacional demasiado clara, uno no elige su destino. Le toca quedarse donde le toca y a mí me ha tocado Bruselas, la llamada capital de Europa, una ciudad sin fundamento, donde casi todo el mundo habla francés en tierra flamenca, lo que provoca un conflicto suficientemente importante entre la gente como para que la vida sea poco placentera entre sus habitantes. Me toca quedarme hasta el jueves en Bruselas y yo, como soy muy moldeable, he decidido respetar las costumbres locales. Me ha ido a cenar a un restaurante, cerca de la Grand Place, donde la especialidad culinaria era las “moules avec frites”, es decir, los mejillones con patatas fritas. He de deciros que los mejillones de Bruselas no eran nada del otro mundo comparados con los que probé, en restaurantes belgas, en Ajaccio, en la isla de Córcega, o Auckland, en la lejana Nueva Zelanda, pero quizás en ello ha tenido mucho que ver que, pensando que era un restaurante típico belga, me he metido en un local regentado por marroquíes e italianos, en el que, como banda sonora, ponían música de tunos, algo que repugna tanto como escuchar temas de bakalao en una discoteca de gente mayor.
El resto, como todos los lunes no festivos, aquí:

jueves, 15 de abril de 2010

Valencia, 2; Athletic, 0

Desde el pasado miércoles estoy en Lieja, donde se celebra un festival de cine policiaco. Lieja, la ciudad más importante de la Bélgica francófona, es un lugar agradable y hermoso, pese a que los belgas tengan un carácter algo extraño. Digo extraño porque es un país en el que hay muchos videoclubes y pocas tiendas de artículos deportivos, lo cual significa que no son amigos de la piratería informática y, aunque tienen un buen equipo de fútbol (el Standard), el deporte les importa bien poco. Como podéis imaginar, estoy disfrutando de la cerveza belga y de los mejillones, un plato que en esta parte de Europa se acompaña con cualquier cosa.
Entre película policiaca y película policiaca, he buscado un bar en el que dieran partidos de la liga española, pero lo único que he encontrado es un par de locales en los que daban un absurdo encuentro de la liga belga, en el que creo que jugaban el Círculo de Brujas contra el Racing de Malinas, aunque no estoy demasiado seguro. Al final he optado por ir a mi habitación y conectarme a internet para ver el Valencia-Athletic a través de una de esas páginas web que ofrecen enlaces con televisiones extranjeras que emiten la liga española. Ninguna de esas televisiones, como es obvio, era belga.
La conexión de mi hotel no es mala. Es cara. Vale unos cuatro euros la hora, lo que significa que el partido me ha salido por ocho euros, la mitad de lo que me costaría en mi casa abonarme a Gol Tv o a Canal + Liga, algo que no hago porque, como sabéis, soy un poco rata para esos temas. La conexión no era mala, pero el link elegido me permitía ver el partido con una curiosa peculiaridad. Durante buena parte de su transcurso, se veía fotograma a fotograma, más o menos como las películas del Cine Exin que tenía en casa cuando era pequeño. Para los que sois demasiado jóvenes para haber conocido el Cine Exin, es decir, aquellos que habéis crecido en la era de las cámaras de vídeo y las tecnologías audiovisuales, ese invento era un juguete infantil que simulaba un proyector de películas en 8 mm (o Super 8, no estoy muy seguro), gracias a una manivela que, convenientemente accionada, permitía que la película se viera como si estuvieras en una sala de cine. Ahora bien, si le dabas con poco brío a la manivela, la película se veía bien a cámara lenta, bien fotograma a fotograma, más o menos como he visto algunos trozos del partido contra el Athletic. En mis tiempos de usuario del Cine Exin, las películas disponibles era de Mickey Mouse o la Pantera Rosa, aunque, con los años, he sabido que algunos adultos tenían una especie de Cine Exin mejorado (un proyector doméstico) en el que veían pelis en las que no salía Mickey, sino Linda Lovelace. Supongo que ellos sí que le daban bien a la manivela.
El caso es que, pese a la apariencia de Cine Exin que tenía el partido desde mi refugio belga, he visto cómo el Valencia la ganaba al Athletic con la solvencia habitual de los partidos que juega en casa en esta segunda vuelta. Ya comenté hace varias semanas que me daba la impresión de que este equipo se había dado cuenta de que, si ganaba los partidos que tenía que jugar en Mestalla, sería tercero al final de la liga, es decir, campeón de la liga de los olvidados. Y lo cumple a rajatabla. Fuera de casa va de ridículo en ridículo, mientras que en su campo lleva una racha estupenda. La prueba de lo que digo es que, en Mestalla, el Valencia ha encajado un gol en toda la segunda vuelta, pese a los problemas defensivos que arrastra, mientras que fuera, su retaguardia es una verbena.
Quizás el Cine Exin de mi ordenador ha provocado que mi mente funcionara también fotograma a fotograma y he sacado unas cuantas conclusiones mientras rezaba para que la imagen no se me quedara colgada. Estas son:
- Gracias a los goles de ayer, Silva vale más pasta, si se lo quiere llevar el Madrid, pese a que el canario soñara desde los diez años con ponerse una camiseta con la que hoy no podría jugar en el equipo de Florentino.
- No se ha lesionado ningún central, o quizás sí se ha lesionado y ha sido entre fotograma y fotograma, o sea, cuando mis ojos no lo han visto.
- Vicente está vivo. Igual es que haber jugado contra el Werder Bremen ha acabado con su maldición.
- Sólo me gustaría saber cuántos nos van a caer en el Bernabeu.
Y poco más. Mañana me esperan películas sobre detectives, policías intrépidos y malos de traca. Y la ciudad de Lieja con sus cervezas y sus mejillones.

lunes, 12 de abril de 2010

Mallorca, 3; Valencia, 2

Cuando era un niño, jugaba al fútbol en el patio de mi colegio de la forma en la que juegan todos los niños: al mogollón, como si el balón fuera un tesoro al que hay que perseguir y todos los críos van detrás de él. En aquel fútbol infantil no había tácticas, ni, a excepción de los porteros, posiciones fijas sobre el campo, pero sí que había niños que jugaban mejor que otros. A los cinco o seis años, si no eres un ojeador clarividente y visionario, la calidad del futbolista se mide en la fuerza con la que le das al balón y con las veces que, incluso de rebote, marcas goles entre las dos carteras que servían de porterías.
Cuando yo era niño, los componentes de los dos equipos que jugábamos al fútbol se elegían de una manera muy peculiar. Dos niños iban poniendo sus pies consecutivamente hasta que se encontraban y, a quien le tocaba el último, comenzaba a seleccionar a sus jugadores bajo la fórmula mágica del "monta y cabe", es decir, el último pie cabía en el espacio entre el del otro pie del que ganaba y el del contrario y lo podía montar. Naturalmente, los "mejores" eran los primeros elegidos y aquellos que a duras penas sabían chutar la pelota quedaban de relleno en equipos cuyo número variaba según la cantidad de niños que quisieran en ese recreo jugar al fútbol. Pero había un factor de corrección en algunos partidos. Los días en que los dos conjuntos estaban muy desequilibrados, porque quienes elegían a sus compañeros de equipo no estaban afortunados haciendo de seleccionadores o porque las relaciones de amistad entre algunos chicos exigían que jugaran en en el mismo bando, se adoptaba una solución muy sencilla: al equipo considerado "peor" se le daban varios goles de ventaja.
Ayer me acordé de mis pinitos futbolísticos infantiles cuando vi el Mallorca-Valencia. Era como si Emery y Manzano se hubieran jugado al "monta y cabe" a los jugadores que iban a poner en el terreno de juego y, en esa selección, no hubieran estado ni Villa ni Silva. Aun así, al ver que el Valencia tenía mejor equipo que el Mallorca, al menos en teoría, Emery le había dado el privilegio de contar con dos goles de ventaja a su rival, de manera que la superioridad de uno sobre otro quedara eliminada por dicho factor de corrección. El recreo duraba 45 minutos, de diez de la noche a once menos cuarto aproximadamente, y el Mallorca gozaría de dos goles de ventaja porque tenía peor equipo que el Valencia.
No fue la única similitud que encontré en el encuentro de ayer respecto a los que jugaba cuando era niño en el patio de mi colegio. En mis partidos infantiles, quienes jugaban eran defensas, medios y delanteros a la vez, según la conveniencia. Nadie lo llamaba fútbol total, sino caos táctico. Y eso es exactamente lo que hizo el Valencia, que llegó a jugar, al final del choque, con David Navarro y Alexis de delanteros, Pablo y Fernandes de defensas y Jordi Alba de todo, de defensa, de medio y de delantero. Además, en el colegio siempre había un "palomero" que vivía al lado del portero contrario, a la espera de cazar algún balón suelto, de que la pelota le rebotara y se metiera en la portería o de que, entreteniendo al guardameta contrario, este se despistara y encajara algún tanto. Y hasta eso tuvimos: al gigantón de la clase que, como no había canastas de baloncesto en el patio, lo pusimos de palomero a ver qué pasaba.

La gran diferencia entre el patio de mi colegio y el Valencia en el Ono Estadi es que, cuando jugábamos con ansias infantiles, no necesitábamos un entrenador que nos dijera en qué momento teníamos que salir del terreno de juego ni en qué posición debíamos de jugar. Y, por lo tanto, nadie se enfadaba cuando lo cambiaban, nadie le pegaba un cabezazo a un rival cuando se hartaba de hacer el ridículo, ni nadie pensaba que el tipo que hacía las alineaciones era un inútil de tomo y lomo al que había que respetar, siguiera o no siguiera a final de temporada. Sencillamente, éramos felices en ese caos futbolero y no teníamos necesidad de que nadie nos molestara.

jueves, 8 de abril de 2010

Atlético de Madrid, 0; Valencia, 0

El fútbol es un deporte basado en la repetición. Una repetición que, a los ojos del aficionado, no existe. Es como si los hinchas padecieran la enfermedad de Alzheimer: olvidan con espantosa facilidad que unos meses antes esos mismos equipos jugaron un partido en el mismo escenario, con casi los mismos protagonistas y casi el mismo público. Poco importa; para el futbolero el partido es otro, el resultado puede ser otro y la alegría o la tristeza serán diferentes. Es uno de los encantos del fútbol, un rasgo que los no aficionados no entienden: cómo puede apasionar algo que se repite de manera cíclica, como un bucle interminable.
Seguro que estáis pensando que he escrito una estupidez. Me diréis que no hay dos partidos iguales, que, aunque jueguen los mismos equipos y los mismos jugadores, nunca se dan las mismas jugadas, ni se marcan los mismos goles. Es cierto, pero también lo es que hay partidos que son exactamente iguales a otros, aunque ni siquiera jueguen los mismos equipos ni los mismos jugadores.
El Atlético-Valencia de ayer ya había existido. Hace cuatro años y lo jugaban el Valencia y el Inter de Milán en Mestalla, en unos octavos de final de la Liga de Campeones. En un encuentro muy reñido, el Valencia había logrado arañar un empate a dos de su visita a San Siro y, en la vuelta, le bastaba con aguantar las embestidas de los italianos para clasificarse para cuartos de final. El Valencia resistió durante 90 minutos y la indignación de los italianos con el árbitro y las triquiñuelas de los valencianistas dieron paso a un divertido combate de boxeo en el que David Navarro, por su rapidez de movimientos y su pegada, pareció Muhammad Alí: se movía como una mariposa y picaba como una avispa.
Durante 80 minutos el Atlético-Valencia se me hizo larguísimo. Quizás porque ya lo había visto y sabía que acabaría con empate a cero. La verdad es que lo único realmente entretenido fueron las gilipolleces que soltaban JJ Santos y Guillermo Amor, a quienes les daba un poco de reparo que se les notara que querían que ganara el Atlético. JJ, cuyo profesor de inglés merece ser expatriado inmediatamente, nos informaba de los resultados del Hamburgo, el Liverpul y el Fuljam (sic). De hecho, he notado que el partido era interminable cuando ha dicho "minuto 63 de la segunda parte" y me he dado cuenta de que llevaba casi dos horas viendo aquel tostón.
Pero, en el minuto 80, ha pasado algo muy raro. El Valencia se ha hecho el ánimo y ha acorralado al Atlético hasta crearle cuatro ocasiones de gol clarísimas. Lo más raro de todo es que los artífices de esa revolución han sido ese pivot de baloncesto que tenemos como suplente de Villa y un minusválido que llevaba como seis años sin jugar. Y, en un partido en el que nuestra defensa estaba formada por dos extremos y dos centrocampistas y no hemos encajado ningún gol, ya tenía que ser raro el tema para que me sorprendiera.

Con toda sinceridad, he pensado que el Valencia pasaría la eliminatoria, aunque fuera de esa forma tan singular. Pero entonces ha pasado eso que pasa tanto en Europa y que hace que el fútbol se convierta algo parecido a un juicio por corrupción: que la decisión de empapelar a un político quede en manos de un inútil. He sentido más perplejidad que indignación, quizás porque vi algo muy similar hace unas semanas en un partido de octavos de final de la Champions entre el Bayern Munich y la Fiorentina. Y, como os he dicho antes, la repetición me acaba por hacer perder sentimientos. Me ha dado por pensar que el tema de los arbitros UEFA es como los altos cargos de la Generalitat Valenciana: cada vez son más y cada vez sirven para menos. La UEFA experimenta esta temporada con seis árbitros en la Europa League y ni siquiera doce ojos fueron capaces de ver cómo a Juanito sólo le faltaba pegarle un tiro en la nuca a Zigic para que no rematara e hiciera el gol del paso a semifinales. Fueron los únicos, porque incluso a JJ Santos y Guillermo Amor les pareció que aquello había sido penalti. Sólo salí de mi perplejidad cuando JJ se puso, con cara de felicidad, a contarnos que había unas pizzas estupendas que, si no te las traen a casa en 30 minutos, te salen gratis. He estado a punto de encargar la "Alemana", compuesta principalmente por chorizos, pero al final me he arrepentido por el temor a pillar una indigestión.

miércoles, 7 de abril de 2010

El Neoclásico

Me gusta la literatura clásica, el cine clásico y la música clásica. Por eso, me revienta bastante que a los Madrid-Barcelona y los Barcelona-Madrid los hayan denominado "El Clásico". Creo recordar que el sustantivo es una invención de los tipos que trabajan para el grupo PRISA, en un tiempo en el que toda España llamaba a ese partido "El derby". Algún nerd de la historiografía del fútbol aclaró que "derby" era una palabra que hacía referencia a partidos entre equipos de la misma localidad y, copiando la denominación argentina, bautizó como clásico el doble choque anual entre catalanes y madrileños. Curiosamente, en Argentina llaman "clásico" a lo que es un "derby", el Boca-River.

Lo clásico es aquello que, con el paso del tiempo, sigue teniendo el mismo componente emocional que en el momento en el que fue creado. Cosas como el Quijote, la novena sinfonía de Beethoven o "La noche del cazador". Pero un Madrid-Barça de la temporada 78-79, por ejemplo, no sólo no conserva la misma emoción que tenía cuando se jugó, sino que el 99 % de los aficionados ni siquiera se acuerda ni del resultado. Si acaso, lo deberían haber llamado "neoclásico", como homenaje a la corriente artística del XVIII que intentaba imitar los modelos clásicos a base de repetir sus estructuras. En el caso de los Madrid-Barça, la repetición consiste en la insoportable semana previa al partido, que llena páginas de periódicos, para desesperación de los ecologistas, y ocupa cientos de horas en la radio y la televisión, para desgracia de los que no están sordos.

Al revés que a gran parte de la población de este país, el Madrid-Barça me la ha traido floja toda mi vida. Sólo me ha interesado cuando, del resultado, podía sacar provecho el Valencia, pero al mismo nivel que un Almería-Racing de Santander. Es decir, bien poco. Sin embargo, la tendencia que todos los aficionados al fútbol tenemos de ir por uno de los dos equipos que están jugando me obliga a desear que uno gane. Si no, el fútbol no tiene gracia. Me ha pasado en ocasiones tan absurdas como apoyar al Valerenga en un partido contra el Brann de la liga noruega, al Os Belenenses contra el Gil Vicente en uno de la liga portuguesa o al Tomelloso contra el Melilla en un encuentro de segunda B. No tengo razones objetivas para preferir que gane el Valerenga, el Os Belenenses o el Tomelloso, pero me las creo yo solo. O me gusta más la camiseta de uno que de otro, o me cae bien un jugador o sencillamente veo que son más malos que sus rivales. Y, en esto último soy muy inflexible: siempre voy por los malos.

Aparte de las ocasiones en las que ese partido podía influir en la clasificación del Valencia, me ha dado igual que ganara el Madrid o el Barça en el neoclásico. Excepto cuando uno de los dos equipos enarbola una filosofía existencial que me mola. Así, por ejemplo, prefería el Madrid de la Quinta del Buitre al Barça de los fichajes rutilantes o el Barcelona de Cruyff al Madrid de Beenhakker. El primero porque representaba una apuesta por el fútbol nacional, por mirar hacia adentro y trabajar con la base frente al que sale a mirar escaparates y tirar de tarjeta de crédito. El segundo porque quería jugar al fútbol y que el espectador lo pasara bien.

Por ambas razones, sería bueno que el neoclásico del sábado lo ganara el Barça. No es que sea un club que me caiga demasiado bien, tradicionalmente quejica pese a gozar de bastantes más prebendas de las que presume carecer, pero representa, hoy en día, el triunfo de una filosofía muy interesante para el fútbol. No me refiero a jugar bonito, que también lo hace, sino a crear una estructura desde la base que hace reconocible a un equipo, que convierte a un club en un equipo. El Barça, que durante décadas fue un club empeñado en gastarse el dinero como si luego se lo fueran a compensar los de la trama Gürtel, mira ahora hacia su propio esqueleto para hacer un equipo competitivo y, sin gastarse mucho dinero, ha fabricado el mejor equipo del mundo. Más o menos como hizo Stefan Kovacs con el Ajax de los setenta, Bob Pasley con el Liverpool de los ochenta, Arrigo Sacchi con el Milan de los noventa o Alex Ferguson con el Manchester de estos últimos años. Enfrente tendrá al envés de su hoja: un club cuya única filosofía es tirar de talonario para reunir cromos difíciles de ensamblar. Y en un enfrentamiento entre ambas formas de ver el mundo, me quedo con la romántica.

lunes, 5 de abril de 2010

Valencia, 3: Osasuna, 0

Una de las razones por las que me apasiona el fútbol es porque es el único espectáculo en el que, si me aburro, no claudico. Por regla general, si una película es un tostón, un panfleto facha o una gilipollez, tengo la buena costumbre de dejar de seguirla, sobre todo si la estoy viendo en la televisión, el dvd o el disco duro multimedia. Si estoy en el cine, continuo mirando a la pantalla, aunque mi mente está en otras cosas. Lo mismo me pasa en los partidos de otras disciplinas deportivas: si me aburro en un encuentro de balonmano, baloncesto, tenis, o en una carrera de Fórmula 1, dejo de verlo y me pongo a hacer otra cosa. Esa debe ser la razón por la que detesto la Fórmula 1. Pero con el fútbol no me ocurre. Soy capaz de tragarme un partido insufrible porque siempre tengo la esperanza de que ocurrirá algo sobrenatural, algo que no he visto en mi vida o que recordaré por mucho tiempo. Puede ser un regate, un pase o una parada, un gol, una patada o una absurda decisión arbitral. El fútbol encierra siempre secretos en los lugares más intangibles.
La disertación del párrafo anterior sirve para aquellos partidos en los que no juega el Valencia. Cuando veo un partido sin que el Valencia sea uno de los juegan, tengo la natural tendencia a ir por uno de los dos equipos, una costumbre muy común en los seres humanos. Suelo ir por el más débil, o por el que mejor juega, o por aquel que denoto que el comentarista no quiere que gane. Quizás soy un poco friqui, pero me gusta llevar la contraria. En esos casos, mi interés por que gane uno u otro no es el motor que me empuja a seguir viendo el partido, por muy tostón que sea, sino el encontrarme con algo sublime en un lance del juego. Así aluciné con la cola de vaca de Romario a Alkorta, la volea de Zidane al Leverkusen o el golpe franco de Luis Aragonés al Bayern en la prórroga de una lejana final de la Copa de Europa.

Cuando juega el Valencia, como es obvio, quiero que gane el Valencia. Y, en ese caso, lo de menos es pensar en encontrarme con una acción brillante en el partido. Me gusta que mi equipo juegue bien al fútbol (y eso no significa fútbol de salón, sino que sea consecuente con una filosofía del juego), pero, sobre todo, me importa que gane. Ya sé que soy muy prosaico en este tema, pero la historia me ha demostrado que hay ocasiones en las que la estética debe ceder paso a la práctica, por muy amante de la belleza que sea uno. Cuando gana el Valencia hay dos maneras de recordar un triunfo: la matemática, cuyo recuerdo sólo remite a los puntos en juego, y la memorable, en la que ni siquiera se recuerdan cuántos puntos había en juego, sino el envoltorio del triunfo. Cuando pierde, sólo hay una manera: la tristeza.

Ayer, en Mestalla, resistí un partido de fútbol que, si hubiera sido de cualquier otro deporte, habría abandonado a la media hora de juego. Domingo de Pascua, después de una comilona, con la gente pensando más en la mona y el catxirulo que en el fútbol, con un equipo en cuadro y la certeza de que quienes nos persiguen son más torpes que los Hermanos Malasombra. Hasta en el descanso, el que salió a participar en el concurso ese del cheque gigante de mentiras era una especie de perroflauta que parecía haberse equivocado de local y, buscando un after, se había metido en Mestalla y lo habían puesto a tirar penaltis a un plástico con agujeros. Un partido que, si no fuera porque jugaba el Valencia, habría dudado que me pudiera ofrecer algo que recordar.

Pero he aguantado porque presumía que el Valencia lo podría ganar y, de esa manera, almacenarlo en mi memoria como una simple cifra: tres puntos. Ni siquiera imaginaba que el partido me ofrecería algo más que un gol medio extraño, de imposible recuerdo en un futuro, un par de ocasiones del Osasuna, perfectamente olvidables, y un buen rato de sufrimiento en la grada causado por los disparates defensivos de dos centrocampistas reconvertidos en centrales. Pero, mira tú por dónde, el Valencia-Osasuna me ha dado mucho más de lo esperado: un gol de Joaquín de esos que hacen que mis neuronas sigan vivas, manteniéndolo en mi memoria durante años, aunque con toda seguridad seré lo único que recuerde del paso de Joaquín por el Valencia. Y, por encima de todo, tres puntos, que nos aproximan a un título que jamás recordaré: el de campeón de la liga que no existe.

jueves, 1 de abril de 2010

Valencia, 2; Atlético de Madrid, 2

Un partido de competición europea contra otro equipo español me produce sensaciones extrañas. Es como cuando invitas a alguien más o menos ilustre a cenar a tu casa y te comportas como si tu casa no fuera tu casa. No te tumbas en el sofá como un león marino, vas vestido como si fueras a salier a la calle y pones en la mesa una vajilla que nunca utilizas. Eres consciente de que estás en tu casa, porque conoces todos sus rincones, pero no te comportas como cuando estás en tu casa sin invitados. En el caso de las eliminatorias europeas contra equipos españoles, las disputan jugadores que se ven las caras con asiduidad durante la temporada, pero sacan sus mejores trajes para tratar de impresionar al rival ante la mirada de dirigentes guiris, árbitros guiris y televidentes guiris.
He visto en mi vida varias eliminatorias europeas del Valencia contra equipos de su liga y nunca dejan de sorprenderme. En ellas pasan cosas muy raras. Como que Angulo se convirtiera en un ariete letal en una semifinal europea de la Champions, que el equipo de disfrazara de italiano en una semifinal de la Copa de la Uefa contra el Villarreal o que Saura pareciera Maradona en unos cuartos de final de la Recopa también contra el Barça. Si a esto añadimos que el rival de estos cuartos de final de la Europa League era el Atlético de Madrid, un equipo tan bipolar como el Valencia, la noche prometía ser digna de un programa de Iker Jiménez, pero sin la esposa con cara de Manolo Santana que tiene a su lado en el plató.
No me equivoqué. Valencia y Atlético de Madrid ofrecieron ayer a un Mestalla vestido con sus mejores galas un espectáculo tan bizarro como excitante. Fue bizarro por raro, no por escabroso. Y excitante por su capacidad para enseñarnos lo bello que es el fútbol. Un espectáculo cuyos actores ya eran de por sí extraños. Repasemos. El Valencia jugaba con un lateral izquierdo al que, hace menos de dos meses, Emery quería mandar al Mestalla para que se fogueara como extremo. Jordi Alba, para colmo, estaba medio cojo, después de los esfuerzos a los que le está sometiendo en este tramo de la temporada la exigencia del calendario, y, la verdad, tiene poca pinta de lateral. Es un poco como Roberto Carlos en esmirriado, pero con la cara y el físico de Raúl Tamudo. Sin embargo, el chaval estuvo soberbio y, de rebote, generó un hecho más insólito que sus méritos. En la primera parte, su atrevimiento para sumarse al Séptimo de Caballería atacante del Valencia provocó que Perea, al que hasta los atléticos consideran un petardo como lateral derecho, se erigiera en un buen extremo derecha. Y Perea, que es como un Palomo Usuriaga pero en trompo, ha parecido hasta un peligro para César.
Han pasado más cosas raras. Emery ha quitado a Mata para sacar a Vicente, que es algo así como mandar un equipo de Paralímpicos a los Juegos Olímpicos. No obstante, cuando yo ya imaginaba una banda izquierda con aroma a vacaciones en Miami, Vicente se ha mostrado como un futbolista mucho más desequilibrante que Mata. El problema, y eso no es tan raro, es que luego ha sacado a Zigic y la salida del serbio al campo provoca en sus compañeros una insólita mutación: se olvidan de que trenzando el juego habían llegado en multitud de ocasiones a generar peligro y se convierten en lo más parecido a un pateador de un partido de rugby. El Valencia se transforma en un equipo irlandés de segunda fila, cuya única razón de ser es provocarle dolor de cabeza al balón de tanto pelotazo.
Todas esas rarezas y otras que no caben en un post como este cupieron en el Valencia-Atlético de Madrid de la Europa League, pero, al final, al mirar el marcador me di cuenta de que ese mismo resultado se había dado en la liga. Todo aquel rollo de no tumbarte en el sofá como un elefante marino, vestir como si se casara tu prima o sacar la vajilla que tu madre te compró para que sólo la sacaras cuando quisieras lucirte, no había servido para nada. Cuando se fueran los invitados ilustres, la liga volvería a ser tu casa, el lugar en el que te sientes como en ningún sitio del mundo.

lunes, 29 de marzo de 2010

Zaragoza, 3; Valencia, 0

No veo nunca los partidos televisados de los sábados por Canal 9. No porque no soporte a los narradores (de hecho, alguno de ellos es amigo mío), sino por la sencilla razón de que he desterrado de mis cadenas habituales un canal que hace de la manipulación informativa su bandera. Pero, desde hace meses, mis amigos me recomiendan que siga los comentarios que, durante los partidos emitidos por la televisión autonómica, hacen Pedro Cortés y Jaume Ortí. Cortés y Ortí forman una extraña pareja cómica. Son la transgresión del concepto tradicional de la pareja de payasos. Ortí, por su estatura y su planta, tendría que ser el payaso blanco, el listo, el que todo lo sabe y aporta su dosis de raciocinio al dúo. Cortés, más bajito y fondón, tendría que ser el clown, el personaje torpe y gracioso, con menor facilidad de palabra, y el centro de las bromas.
El resto, como todos los lunes, aquí: http://www.linformatiu.com/nc/opinio/detalle/articulo/la-extrana-pareja/

jueves, 25 de marzo de 2010

Valencia, 1; Málaga, 0

Los norteamericanos, un pueblo que es capaz de convertir unas elecciones presidenciales en un espectáculo circense, son los inventores del entretenimiento en los eventos deportivos. Para ellos, exentos de la pasión con la que se vive el deporte en otras partes del mundo, un partido de baloncesto, de fútbol americano o de béisbol es como una película de Hollywood o la persecución por parte de la policía de un ladrón. Hace unos meses estuve en Nueva York y asistí a un partido de los Knicks. Os puedo garantizar que era mucho más divertido lo que sucedía cuando el juego se paraba que cuando los Knicks y los Warriors intentaban ganar un partido de la temporada regular.
En Europa, como somos muy copiones de las modas yanquis, hemos intentado trasladar esas costumbres a los partidos de fútbol. Pero como que no. Aquí no hay cheerleaders sino concursos absurdos en los cuales los espectadores pueden ganar algo de pasta. Siempre me han fascinado los pasatiempos que se celebran en Mestalla en los descansos, cuando la banda de música de turno sale a tocar "Paquito el chocolatero" por el césped. El más reciente es alucinante. Se trata de que un tipo elegido no sé muy bien de qué manera chuta varios penaltis a una portería cubierta por un plástico con agujeros. El concursante debe meterla en el agujero, una práctica a la que hay mucha afición en Valencia, pero con una pelota. Si lo logra, marca un gol y, según el número de aciertos, gana más o menos dinero. Un dinero que, en forma de cheque gigante de mentiras, le entrega una azafata del patrocinador.
Ayer, en ese chusquero espectáculo del intermedio, el público de Mestalla abucheó al concursante, algo inaudito porque lo habitual es abuchear al árbitro, al equipo contrario o, en ocasiones, al propio. Pero es que el tío, que desde mi posición parecía ir un poco tajado, no metió ni una. Y si hay algo que no se perdona en Valencia es no meterla. Sin embargo, al beodo lanzador de penaltis a la portería con preservativo defectuoso los improperios del público le resbalaban más que las piedras del curling sobre el hielo. El tío había tenido sus diez minutos de gloria, aunque esa gloria fuera penosa. Pagaría lo que fuera por ver al tipo con resaca intentando cobrar el cheque gigante, por valor de 150 euros (lo que dan sólo por participar), en una sucursal bancaria donde algún eficiente empleado lo reconociera. Se lo abona en monedas de céntimo.
Parte de la culpa de que al tipo con poca puntería con el balón pero mucha con la botella lo pusiera a caldo la afición la tuvo el Valencia, que ayer jugó, bajo mi modesto punto de vista, uno de los mejores partidos de la temporada. Siempre quiso tener el balón y jugarlo, tuvo paciencia en la elaboración y sólo le faltó lo que tantas tardes y tantas noches ha sido su tabla de salvación: la puntería. Hay un dato que siempre me ha servido para discernir, de manera distanciada, si un partido que el Valencia gana por la mínima ante un equipo apañadito ha sido bueno o malo: intentar elegir cuál ha sido la figura del partido y darte cuenta de que lo han sido todos o casi todos. Puede que a Maduro, Dealbert y César se les acuse de cebarse en arriesgar con pasecitos a pocos metros de la línea de gol, pero los tres futbolistas menos dotados del equipo para jugar el balón fueron fieles a la filosofía del Valencia. Algo de culpa debe de tener Emery en esa apuesta.
Y, claro, a un equipo que intenta jugar al fútbol con esa razón de ser no se le puede abuchear. Sobre todo porque esa visión del mundo ha surgido en un momento en que al Valencia se le acumulan las adversidades. Ayer no sólo se lesionó otro defensa, un Miguel que salió tan enchufado que se rompió cuando todavía no había pedido la primera copa, sino que también se lesionó el colegiado de la contienda. Y tuvo que ser sustituido por el cuarto árbitro, ese personaje que sirve para molestar a los entrenadores, enseñar los cartelitos con los cambios y ver cómo Marchena la toca con la mano. Un cuarto árbitro que, dado su escaso oficio, se convirtió en el blanco del nerviosismo acumulado por la grada, en un gesto muy típico de Mestalla: cuando el equipo sufre, el juez suele ser el catalizador del miedo. Y con este, ya van dos partidos del Valencia en losl que han arbitrado árbitros suplentes. Para los que os hayáis perdido, el del Calderón fue el otro.

lunes, 22 de marzo de 2010

Valencia, 2; Almería, 0

El día que se inaugure el Nuevo Mestalla, el mundo estará lleno de replicantes y el sobrino de Harrison Ford se dedicará a matarlos por orden de un tipo que, en los ratos libres, se dedica a la papiroflexia. Queda mucho para que llegue ese día, dada la situación económica del Valencia, pero en esa fecha de noviembre de 2019 el aficionado valencianista perderá parte de su esencia. El nuevo campo se proyecta cubierto en su totalidad, lo que significa que los días de lluvia serán iguales que los días soleados, que, en el campo del Valencia, se escenificará una interesante contradicción ligada al concepto marxista de la lucha de clases: los futbolistas, millonarios, se mojarán, mientras que los espectadores, pobres, estarán a buen recaudo de las inclemencias meteorológicas.

El resto, como todos los lunes, aquí: http://www.linformatiu.com/nc/opinio/detalle/articulo/invernaderos-humanos/

L'informatiu captura al samaruc

Desde su fundación, hace casi cuatro meses, escribo una columna semanal en el diario digital L'informatiu, una valiente iniciativa editorial que intenta llenar el gran hueco existente en la prensa progresista de la ciudad. L'informatiu es un diario que dice lo que los demás no dicen, quizás porque es el único en Valencia que no es esclavo de decisiones empresariales que acaban convirtiendo la prensa en un tablón de anuncios sobre los intereses del grupo editorial que la publica. Mi columna semanal hablaba de televisión y, en ella, mi propósito era descifrar las claves de esta sociedad a través de la tele.
La semana pasada, los responsables de L'informatiu me confirmaron una reestructuración en las páginas de opinión del diario digital que implicaba que la columna de televisión pasaba a escribirla el gran Manolo Valencia y yo me encargaría de la opinión deportiva los lunes. No sé si mi aportación a las páginas de deportes despertará mucho interés, pero estoy seguro que, si Manolo escribe sobre televisión, la calidad del diario aumentará. Pero lo curioso de todo esto es que no querían que hiciera una columna al uso, sino que reprodujera las crónicas que, tras los partidos del domingo, escribo en este blog.
Todo este rollo se traduce en que, a partir de este lunes, los posts que escribo sobre el partido dominical o sabatino del Valencia tendrán una continuación en las páginas de deportes de L'informatiu. Al fin y al cabo, ellos se lo han buscado.
Cuando el Valencia juegue entre semana o cuando me apatezca escribir sobre algo relacionado con una de mis pasiones favoritas, seguiré haciéndolo desde estas páginas, aunque espero que, además de leer mis absurdas crónicas, le echéis un vistazo todos los días a L'informatiu. Vuestra salud mental os lo agradecerá.

viernes, 19 de marzo de 2010

Werder Bremen, 4; Valencia, 4

En mi peregrinaje por todos aquellos rincones del planeta en los que no hay petardos, falleras y gordos que comen paella en medio de la calle mientras los borrachos de la banda de música contratada por su comisión tocan "Paquito, el chocolatero" o algo que se asemeja a la marcha mora de L'Alcoià, he llegado a Tarazona de la Mancha. No es casualidad. Tarazona de la Mancha, un pequeño y hermoso pueblo de Albacete, situado a menos de 40 quilómetros de la capital de su provincia, es la localidad natal de mi suegra. Tarazona es un pueblo que ejemplifica a la perfección lo que quienes vivimos en ciudades grandes entendemos como la España profunda. Allí parece que el tiempo se detuvo hace 40 años, cuando los jóvenes se tenían que casar con la primera novia que conocieron sin haber cumplido veinte años, las mujeres habían de velar a los muertos como plañideras la noche anterior al entierro y el trabajo en el campo era el principal valor de la vida, mucho más que los estudios o la cultura.
Allí viven los dos primos de mi novia, Manolo y Ángel. Este último, el menor de los dos hermanos, se ha convertido, con el trato, en un amigo más mío y de mi novia. Durante nuestras estancias en Tarazona nos suele acompañar en las largas noches que pasamos en la casa de pueblo que hicimos habitable a partir de una cámara donde, antaño, se almacenaban las carnes crudas de la matanza y la cosecha semestral. Hablamos de películas de terror, un género cinematográfico que nos apasiona a los tres, de series de televisión y de viajes. También hablamos de fútbol, porque Ángel es un buen aficionado a este deporte y, de forma un tanto extraña, tiene una pasión tripartita, como los votantes de Catalunya. Ángel es, por este orden, del Albacete Balompié, el Valencia y el Real Madrid. Sin pecar de inmodesto, creo que, hace unos años, era más del Madrid que del Valencia, pero los éxitos del Valencia en el último decenio y mi irredenta militancia ché creo que han hecho que ahora prefiera un triunfo valencianista a una victoria madridista, si ambas son incompatibles.
Ángel me llevó ayer a ver el Werder Bremen-Valencia a un pub provisto de Canal + y con un propietario valencianista. El sitio se llama Fraggel Rock, un nombre poco original y algo caduco, y reúne diariamente a una parroquia fiel y bebedora, que disfruta de un tipo de música muy popular por estos pagos: el heavy-metal. El heavy es una curiosa forma de rebelión de los jóvenes autóctonos, pues supone una respuesta gritona y estridente a la educación musical que les han transmitido sus padres, un ecléctico pastiche entre José Luis Perales e Isabel Pantoja. De hecho, he asistido a varias bodas en Tarazona y uno de los momentos mágicos de la noche se produce cuando el discjockey pasa de "Tengo un tractor amarillo" a "Highway to Hell", sin que medie entre ambas canciones un Sting, un Bryan Adams o un Elton John. Es el momento en que los padres abandonan la pista de la discoteca, donde se ha servido un generoso resopón, y la invaden sus hijos, recién salidos de los váteres en manada. Ese radical giro del DJ local supone el tránsito entre el cielo viejuno y el infierno resignado, ambos marcados por una sociedad cerrada que los primeros han construido y sus descendientes, sin saberlo, perpetuarán.
En el Fraggel Rock he visto el partido mientras, al lado mío, Ángel se entretenía jugando al póquer con sus amigos. Tenía un ojo en la pareja de ases y otro en las acometidas suicidas del Bremen, hasta el punto de que, en más de un lance del partido, he temido que apostara sin ton ni son, sin tener un buen juego, sólo llevado por la euforia provocada por los goles de David Villa. Ángel seguía el partido con un sólo ojo, pero ha tenido una clarividencia que yo, supongo que contaminado por tanto partido absurdo del Valencia, jamás hubiera rozado. Mediada la primera parte, cuando el partido se había convertido en una partida de póquer similar a la que se desarrollaba a mi lado, ha lanzado una frase lapidaria: "Esto parece un partido benéfico". Tenía toda la razón, porque ambos equipos jugaban con una relajación defensiva alarmante, que, como señalaban los comentaristas del Canal +, podía desembocar en un resultado de balonmano, La falta de centrocampistas, la ineptitud de los defensas y la calidad de los delanteros han transformado un partido de octavos de final de la Europa League en un encuentro entre Amigos de Villa contra Amigos de Friggs. Un choque divertido para el espectador en el que los goles se sucedían casi de forma automática, en el que todo podía pasar y en el que ambos equipos parecían confiarse a la suerte del que reparte las cartas, la fanfarronería del que apuesta más fuerte (los cambios de ambos entrenadores denotaban un continuo "lo igualo y subo 100") y la azarosa respuesta del destino.

El Amigos de Friggs-Amigos de Villa ha acabado con empate a cuatro, un resultado corto para el vendaval de ocasiones que han disfrutado los dos equipos. Los alemanes se han dado cuenta de que el partido no era benéfico cuando ya era demasiado tarde, cuando en el Fraggel, con la llegada de los clientes habituales que habían terminado sus tareas campesinas, han sustituido la narración del partido por parte de Carlos Martínez y Michael Robinson por música heavy. Cuando Ángel ha abandonado su timba porque, en el fondo, estaba perdiendo dinero mientras perdía también parte de su alma, volcada en un Valencia que, pese a que ha marcado cuatro goles fuera de casa, ha sufrido hasta el pitido final.