lunes, 26 de abril de 2010

Valencia, 1; Deportivo, 0

Cuando uno ha pasado diez días durmiendo en camas blandas y gastadas, comiendo a contrapelo en restaurantes con camareros con cara de sufrimiento, viviendo en habitaciones de hoteles en los que los empleados de la recepción parecen tus enemigos, esperando volver a ver a quienes quieres, matando el tiempo delante del ordenador y haciéndose fotos delante de monumentos como si fuera un coleccionista de imágenes inertes, su casa es un tesoro. Eso me pasó a mí desde el miércoles 14 hasta el pasado viernes, después de quedarme atrapado en Bélgica por culpa de las cenizas de un volcán islandés con nombre de medicamento contra las hemorroides. Mi casa fue mi tesoro, mi refugio, desde el viernes a mediodía, cuando, tras un accidentado y surrealista viaje de vuelta a Valencia, llegué por fin al lugar en el que vivo.
El artículo completo, como todos los lunes, en: http://www.linformatiu.com/nc/opinio/detalle/articulo/hogar-dulce-hogar/

lunes, 19 de abril de 2010

Real Madrid, 2; Valencia, 0

La nube volcánica que ha puesto en entredicho el sistema de navegación aérea europea me ha dejado atrapado en Bruselas, la capital de Bélgica. Aunque, si me hubieran dado a elegir una ciudad para quedarme obligatoriamente durante cuatro días, con toda seguridad no habría elegido Bruselas, ya que los belgas son aburridos, peleados entre ellos por un tema tan absurdo como la lengua y sin una identidad nacional demasiado clara, uno no elige su destino. Le toca quedarse donde le toca y a mí me ha tocado Bruselas, la llamada capital de Europa, una ciudad sin fundamento, donde casi todo el mundo habla francés en tierra flamenca, lo que provoca un conflicto suficientemente importante entre la gente como para que la vida sea poco placentera entre sus habitantes. Me toca quedarme hasta el jueves en Bruselas y yo, como soy muy moldeable, he decidido respetar las costumbres locales. Me ha ido a cenar a un restaurante, cerca de la Grand Place, donde la especialidad culinaria era las “moules avec frites”, es decir, los mejillones con patatas fritas. He de deciros que los mejillones de Bruselas no eran nada del otro mundo comparados con los que probé, en restaurantes belgas, en Ajaccio, en la isla de Córcega, o Auckland, en la lejana Nueva Zelanda, pero quizás en ello ha tenido mucho que ver que, pensando que era un restaurante típico belga, me he metido en un local regentado por marroquíes e italianos, en el que, como banda sonora, ponían música de tunos, algo que repugna tanto como escuchar temas de bakalao en una discoteca de gente mayor.
El resto, como todos los lunes no festivos, aquí:

jueves, 15 de abril de 2010

Valencia, 2; Athletic, 0

Desde el pasado miércoles estoy en Lieja, donde se celebra un festival de cine policiaco. Lieja, la ciudad más importante de la Bélgica francófona, es un lugar agradable y hermoso, pese a que los belgas tengan un carácter algo extraño. Digo extraño porque es un país en el que hay muchos videoclubes y pocas tiendas de artículos deportivos, lo cual significa que no son amigos de la piratería informática y, aunque tienen un buen equipo de fútbol (el Standard), el deporte les importa bien poco. Como podéis imaginar, estoy disfrutando de la cerveza belga y de los mejillones, un plato que en esta parte de Europa se acompaña con cualquier cosa.
Entre película policiaca y película policiaca, he buscado un bar en el que dieran partidos de la liga española, pero lo único que he encontrado es un par de locales en los que daban un absurdo encuentro de la liga belga, en el que creo que jugaban el Círculo de Brujas contra el Racing de Malinas, aunque no estoy demasiado seguro. Al final he optado por ir a mi habitación y conectarme a internet para ver el Valencia-Athletic a través de una de esas páginas web que ofrecen enlaces con televisiones extranjeras que emiten la liga española. Ninguna de esas televisiones, como es obvio, era belga.
La conexión de mi hotel no es mala. Es cara. Vale unos cuatro euros la hora, lo que significa que el partido me ha salido por ocho euros, la mitad de lo que me costaría en mi casa abonarme a Gol Tv o a Canal + Liga, algo que no hago porque, como sabéis, soy un poco rata para esos temas. La conexión no era mala, pero el link elegido me permitía ver el partido con una curiosa peculiaridad. Durante buena parte de su transcurso, se veía fotograma a fotograma, más o menos como las películas del Cine Exin que tenía en casa cuando era pequeño. Para los que sois demasiado jóvenes para haber conocido el Cine Exin, es decir, aquellos que habéis crecido en la era de las cámaras de vídeo y las tecnologías audiovisuales, ese invento era un juguete infantil que simulaba un proyector de películas en 8 mm (o Super 8, no estoy muy seguro), gracias a una manivela que, convenientemente accionada, permitía que la película se viera como si estuvieras en una sala de cine. Ahora bien, si le dabas con poco brío a la manivela, la película se veía bien a cámara lenta, bien fotograma a fotograma, más o menos como he visto algunos trozos del partido contra el Athletic. En mis tiempos de usuario del Cine Exin, las películas disponibles era de Mickey Mouse o la Pantera Rosa, aunque, con los años, he sabido que algunos adultos tenían una especie de Cine Exin mejorado (un proyector doméstico) en el que veían pelis en las que no salía Mickey, sino Linda Lovelace. Supongo que ellos sí que le daban bien a la manivela.
El caso es que, pese a la apariencia de Cine Exin que tenía el partido desde mi refugio belga, he visto cómo el Valencia la ganaba al Athletic con la solvencia habitual de los partidos que juega en casa en esta segunda vuelta. Ya comenté hace varias semanas que me daba la impresión de que este equipo se había dado cuenta de que, si ganaba los partidos que tenía que jugar en Mestalla, sería tercero al final de la liga, es decir, campeón de la liga de los olvidados. Y lo cumple a rajatabla. Fuera de casa va de ridículo en ridículo, mientras que en su campo lleva una racha estupenda. La prueba de lo que digo es que, en Mestalla, el Valencia ha encajado un gol en toda la segunda vuelta, pese a los problemas defensivos que arrastra, mientras que fuera, su retaguardia es una verbena.
Quizás el Cine Exin de mi ordenador ha provocado que mi mente funcionara también fotograma a fotograma y he sacado unas cuantas conclusiones mientras rezaba para que la imagen no se me quedara colgada. Estas son:
- Gracias a los goles de ayer, Silva vale más pasta, si se lo quiere llevar el Madrid, pese a que el canario soñara desde los diez años con ponerse una camiseta con la que hoy no podría jugar en el equipo de Florentino.
- No se ha lesionado ningún central, o quizás sí se ha lesionado y ha sido entre fotograma y fotograma, o sea, cuando mis ojos no lo han visto.
- Vicente está vivo. Igual es que haber jugado contra el Werder Bremen ha acabado con su maldición.
- Sólo me gustaría saber cuántos nos van a caer en el Bernabeu.
Y poco más. Mañana me esperan películas sobre detectives, policías intrépidos y malos de traca. Y la ciudad de Lieja con sus cervezas y sus mejillones.

lunes, 12 de abril de 2010

Mallorca, 3; Valencia, 2

Cuando era un niño, jugaba al fútbol en el patio de mi colegio de la forma en la que juegan todos los niños: al mogollón, como si el balón fuera un tesoro al que hay que perseguir y todos los críos van detrás de él. En aquel fútbol infantil no había tácticas, ni, a excepción de los porteros, posiciones fijas sobre el campo, pero sí que había niños que jugaban mejor que otros. A los cinco o seis años, si no eres un ojeador clarividente y visionario, la calidad del futbolista se mide en la fuerza con la que le das al balón y con las veces que, incluso de rebote, marcas goles entre las dos carteras que servían de porterías.
Cuando yo era niño, los componentes de los dos equipos que jugábamos al fútbol se elegían de una manera muy peculiar. Dos niños iban poniendo sus pies consecutivamente hasta que se encontraban y, a quien le tocaba el último, comenzaba a seleccionar a sus jugadores bajo la fórmula mágica del "monta y cabe", es decir, el último pie cabía en el espacio entre el del otro pie del que ganaba y el del contrario y lo podía montar. Naturalmente, los "mejores" eran los primeros elegidos y aquellos que a duras penas sabían chutar la pelota quedaban de relleno en equipos cuyo número variaba según la cantidad de niños que quisieran en ese recreo jugar al fútbol. Pero había un factor de corrección en algunos partidos. Los días en que los dos conjuntos estaban muy desequilibrados, porque quienes elegían a sus compañeros de equipo no estaban afortunados haciendo de seleccionadores o porque las relaciones de amistad entre algunos chicos exigían que jugaran en en el mismo bando, se adoptaba una solución muy sencilla: al equipo considerado "peor" se le daban varios goles de ventaja.
Ayer me acordé de mis pinitos futbolísticos infantiles cuando vi el Mallorca-Valencia. Era como si Emery y Manzano se hubieran jugado al "monta y cabe" a los jugadores que iban a poner en el terreno de juego y, en esa selección, no hubieran estado ni Villa ni Silva. Aun así, al ver que el Valencia tenía mejor equipo que el Mallorca, al menos en teoría, Emery le había dado el privilegio de contar con dos goles de ventaja a su rival, de manera que la superioridad de uno sobre otro quedara eliminada por dicho factor de corrección. El recreo duraba 45 minutos, de diez de la noche a once menos cuarto aproximadamente, y el Mallorca gozaría de dos goles de ventaja porque tenía peor equipo que el Valencia.
No fue la única similitud que encontré en el encuentro de ayer respecto a los que jugaba cuando era niño en el patio de mi colegio. En mis partidos infantiles, quienes jugaban eran defensas, medios y delanteros a la vez, según la conveniencia. Nadie lo llamaba fútbol total, sino caos táctico. Y eso es exactamente lo que hizo el Valencia, que llegó a jugar, al final del choque, con David Navarro y Alexis de delanteros, Pablo y Fernandes de defensas y Jordi Alba de todo, de defensa, de medio y de delantero. Además, en el colegio siempre había un "palomero" que vivía al lado del portero contrario, a la espera de cazar algún balón suelto, de que la pelota le rebotara y se metiera en la portería o de que, entreteniendo al guardameta contrario, este se despistara y encajara algún tanto. Y hasta eso tuvimos: al gigantón de la clase que, como no había canastas de baloncesto en el patio, lo pusimos de palomero a ver qué pasaba.

La gran diferencia entre el patio de mi colegio y el Valencia en el Ono Estadi es que, cuando jugábamos con ansias infantiles, no necesitábamos un entrenador que nos dijera en qué momento teníamos que salir del terreno de juego ni en qué posición debíamos de jugar. Y, por lo tanto, nadie se enfadaba cuando lo cambiaban, nadie le pegaba un cabezazo a un rival cuando se hartaba de hacer el ridículo, ni nadie pensaba que el tipo que hacía las alineaciones era un inútil de tomo y lomo al que había que respetar, siguiera o no siguiera a final de temporada. Sencillamente, éramos felices en ese caos futbolero y no teníamos necesidad de que nadie nos molestara.

jueves, 8 de abril de 2010

Atlético de Madrid, 0; Valencia, 0

El fútbol es un deporte basado en la repetición. Una repetición que, a los ojos del aficionado, no existe. Es como si los hinchas padecieran la enfermedad de Alzheimer: olvidan con espantosa facilidad que unos meses antes esos mismos equipos jugaron un partido en el mismo escenario, con casi los mismos protagonistas y casi el mismo público. Poco importa; para el futbolero el partido es otro, el resultado puede ser otro y la alegría o la tristeza serán diferentes. Es uno de los encantos del fútbol, un rasgo que los no aficionados no entienden: cómo puede apasionar algo que se repite de manera cíclica, como un bucle interminable.
Seguro que estáis pensando que he escrito una estupidez. Me diréis que no hay dos partidos iguales, que, aunque jueguen los mismos equipos y los mismos jugadores, nunca se dan las mismas jugadas, ni se marcan los mismos goles. Es cierto, pero también lo es que hay partidos que son exactamente iguales a otros, aunque ni siquiera jueguen los mismos equipos ni los mismos jugadores.
El Atlético-Valencia de ayer ya había existido. Hace cuatro años y lo jugaban el Valencia y el Inter de Milán en Mestalla, en unos octavos de final de la Liga de Campeones. En un encuentro muy reñido, el Valencia había logrado arañar un empate a dos de su visita a San Siro y, en la vuelta, le bastaba con aguantar las embestidas de los italianos para clasificarse para cuartos de final. El Valencia resistió durante 90 minutos y la indignación de los italianos con el árbitro y las triquiñuelas de los valencianistas dieron paso a un divertido combate de boxeo en el que David Navarro, por su rapidez de movimientos y su pegada, pareció Muhammad Alí: se movía como una mariposa y picaba como una avispa.
Durante 80 minutos el Atlético-Valencia se me hizo larguísimo. Quizás porque ya lo había visto y sabía que acabaría con empate a cero. La verdad es que lo único realmente entretenido fueron las gilipolleces que soltaban JJ Santos y Guillermo Amor, a quienes les daba un poco de reparo que se les notara que querían que ganara el Atlético. JJ, cuyo profesor de inglés merece ser expatriado inmediatamente, nos informaba de los resultados del Hamburgo, el Liverpul y el Fuljam (sic). De hecho, he notado que el partido era interminable cuando ha dicho "minuto 63 de la segunda parte" y me he dado cuenta de que llevaba casi dos horas viendo aquel tostón.
Pero, en el minuto 80, ha pasado algo muy raro. El Valencia se ha hecho el ánimo y ha acorralado al Atlético hasta crearle cuatro ocasiones de gol clarísimas. Lo más raro de todo es que los artífices de esa revolución han sido ese pivot de baloncesto que tenemos como suplente de Villa y un minusválido que llevaba como seis años sin jugar. Y, en un partido en el que nuestra defensa estaba formada por dos extremos y dos centrocampistas y no hemos encajado ningún gol, ya tenía que ser raro el tema para que me sorprendiera.

Con toda sinceridad, he pensado que el Valencia pasaría la eliminatoria, aunque fuera de esa forma tan singular. Pero entonces ha pasado eso que pasa tanto en Europa y que hace que el fútbol se convierta algo parecido a un juicio por corrupción: que la decisión de empapelar a un político quede en manos de un inútil. He sentido más perplejidad que indignación, quizás porque vi algo muy similar hace unas semanas en un partido de octavos de final de la Champions entre el Bayern Munich y la Fiorentina. Y, como os he dicho antes, la repetición me acaba por hacer perder sentimientos. Me ha dado por pensar que el tema de los arbitros UEFA es como los altos cargos de la Generalitat Valenciana: cada vez son más y cada vez sirven para menos. La UEFA experimenta esta temporada con seis árbitros en la Europa League y ni siquiera doce ojos fueron capaces de ver cómo a Juanito sólo le faltaba pegarle un tiro en la nuca a Zigic para que no rematara e hiciera el gol del paso a semifinales. Fueron los únicos, porque incluso a JJ Santos y Guillermo Amor les pareció que aquello había sido penalti. Sólo salí de mi perplejidad cuando JJ se puso, con cara de felicidad, a contarnos que había unas pizzas estupendas que, si no te las traen a casa en 30 minutos, te salen gratis. He estado a punto de encargar la "Alemana", compuesta principalmente por chorizos, pero al final me he arrepentido por el temor a pillar una indigestión.

miércoles, 7 de abril de 2010

El Neoclásico

Me gusta la literatura clásica, el cine clásico y la música clásica. Por eso, me revienta bastante que a los Madrid-Barcelona y los Barcelona-Madrid los hayan denominado "El Clásico". Creo recordar que el sustantivo es una invención de los tipos que trabajan para el grupo PRISA, en un tiempo en el que toda España llamaba a ese partido "El derby". Algún nerd de la historiografía del fútbol aclaró que "derby" era una palabra que hacía referencia a partidos entre equipos de la misma localidad y, copiando la denominación argentina, bautizó como clásico el doble choque anual entre catalanes y madrileños. Curiosamente, en Argentina llaman "clásico" a lo que es un "derby", el Boca-River.

Lo clásico es aquello que, con el paso del tiempo, sigue teniendo el mismo componente emocional que en el momento en el que fue creado. Cosas como el Quijote, la novena sinfonía de Beethoven o "La noche del cazador". Pero un Madrid-Barça de la temporada 78-79, por ejemplo, no sólo no conserva la misma emoción que tenía cuando se jugó, sino que el 99 % de los aficionados ni siquiera se acuerda ni del resultado. Si acaso, lo deberían haber llamado "neoclásico", como homenaje a la corriente artística del XVIII que intentaba imitar los modelos clásicos a base de repetir sus estructuras. En el caso de los Madrid-Barça, la repetición consiste en la insoportable semana previa al partido, que llena páginas de periódicos, para desesperación de los ecologistas, y ocupa cientos de horas en la radio y la televisión, para desgracia de los que no están sordos.

Al revés que a gran parte de la población de este país, el Madrid-Barça me la ha traido floja toda mi vida. Sólo me ha interesado cuando, del resultado, podía sacar provecho el Valencia, pero al mismo nivel que un Almería-Racing de Santander. Es decir, bien poco. Sin embargo, la tendencia que todos los aficionados al fútbol tenemos de ir por uno de los dos equipos que están jugando me obliga a desear que uno gane. Si no, el fútbol no tiene gracia. Me ha pasado en ocasiones tan absurdas como apoyar al Valerenga en un partido contra el Brann de la liga noruega, al Os Belenenses contra el Gil Vicente en uno de la liga portuguesa o al Tomelloso contra el Melilla en un encuentro de segunda B. No tengo razones objetivas para preferir que gane el Valerenga, el Os Belenenses o el Tomelloso, pero me las creo yo solo. O me gusta más la camiseta de uno que de otro, o me cae bien un jugador o sencillamente veo que son más malos que sus rivales. Y, en esto último soy muy inflexible: siempre voy por los malos.

Aparte de las ocasiones en las que ese partido podía influir en la clasificación del Valencia, me ha dado igual que ganara el Madrid o el Barça en el neoclásico. Excepto cuando uno de los dos equipos enarbola una filosofía existencial que me mola. Así, por ejemplo, prefería el Madrid de la Quinta del Buitre al Barça de los fichajes rutilantes o el Barcelona de Cruyff al Madrid de Beenhakker. El primero porque representaba una apuesta por el fútbol nacional, por mirar hacia adentro y trabajar con la base frente al que sale a mirar escaparates y tirar de tarjeta de crédito. El segundo porque quería jugar al fútbol y que el espectador lo pasara bien.

Por ambas razones, sería bueno que el neoclásico del sábado lo ganara el Barça. No es que sea un club que me caiga demasiado bien, tradicionalmente quejica pese a gozar de bastantes más prebendas de las que presume carecer, pero representa, hoy en día, el triunfo de una filosofía muy interesante para el fútbol. No me refiero a jugar bonito, que también lo hace, sino a crear una estructura desde la base que hace reconocible a un equipo, que convierte a un club en un equipo. El Barça, que durante décadas fue un club empeñado en gastarse el dinero como si luego se lo fueran a compensar los de la trama Gürtel, mira ahora hacia su propio esqueleto para hacer un equipo competitivo y, sin gastarse mucho dinero, ha fabricado el mejor equipo del mundo. Más o menos como hizo Stefan Kovacs con el Ajax de los setenta, Bob Pasley con el Liverpool de los ochenta, Arrigo Sacchi con el Milan de los noventa o Alex Ferguson con el Manchester de estos últimos años. Enfrente tendrá al envés de su hoja: un club cuya única filosofía es tirar de talonario para reunir cromos difíciles de ensamblar. Y en un enfrentamiento entre ambas formas de ver el mundo, me quedo con la romántica.

lunes, 5 de abril de 2010

Valencia, 3: Osasuna, 0

Una de las razones por las que me apasiona el fútbol es porque es el único espectáculo en el que, si me aburro, no claudico. Por regla general, si una película es un tostón, un panfleto facha o una gilipollez, tengo la buena costumbre de dejar de seguirla, sobre todo si la estoy viendo en la televisión, el dvd o el disco duro multimedia. Si estoy en el cine, continuo mirando a la pantalla, aunque mi mente está en otras cosas. Lo mismo me pasa en los partidos de otras disciplinas deportivas: si me aburro en un encuentro de balonmano, baloncesto, tenis, o en una carrera de Fórmula 1, dejo de verlo y me pongo a hacer otra cosa. Esa debe ser la razón por la que detesto la Fórmula 1. Pero con el fútbol no me ocurre. Soy capaz de tragarme un partido insufrible porque siempre tengo la esperanza de que ocurrirá algo sobrenatural, algo que no he visto en mi vida o que recordaré por mucho tiempo. Puede ser un regate, un pase o una parada, un gol, una patada o una absurda decisión arbitral. El fútbol encierra siempre secretos en los lugares más intangibles.
La disertación del párrafo anterior sirve para aquellos partidos en los que no juega el Valencia. Cuando veo un partido sin que el Valencia sea uno de los juegan, tengo la natural tendencia a ir por uno de los dos equipos, una costumbre muy común en los seres humanos. Suelo ir por el más débil, o por el que mejor juega, o por aquel que denoto que el comentarista no quiere que gane. Quizás soy un poco friqui, pero me gusta llevar la contraria. En esos casos, mi interés por que gane uno u otro no es el motor que me empuja a seguir viendo el partido, por muy tostón que sea, sino el encontrarme con algo sublime en un lance del juego. Así aluciné con la cola de vaca de Romario a Alkorta, la volea de Zidane al Leverkusen o el golpe franco de Luis Aragonés al Bayern en la prórroga de una lejana final de la Copa de Europa.

Cuando juega el Valencia, como es obvio, quiero que gane el Valencia. Y, en ese caso, lo de menos es pensar en encontrarme con una acción brillante en el partido. Me gusta que mi equipo juegue bien al fútbol (y eso no significa fútbol de salón, sino que sea consecuente con una filosofía del juego), pero, sobre todo, me importa que gane. Ya sé que soy muy prosaico en este tema, pero la historia me ha demostrado que hay ocasiones en las que la estética debe ceder paso a la práctica, por muy amante de la belleza que sea uno. Cuando gana el Valencia hay dos maneras de recordar un triunfo: la matemática, cuyo recuerdo sólo remite a los puntos en juego, y la memorable, en la que ni siquiera se recuerdan cuántos puntos había en juego, sino el envoltorio del triunfo. Cuando pierde, sólo hay una manera: la tristeza.

Ayer, en Mestalla, resistí un partido de fútbol que, si hubiera sido de cualquier otro deporte, habría abandonado a la media hora de juego. Domingo de Pascua, después de una comilona, con la gente pensando más en la mona y el catxirulo que en el fútbol, con un equipo en cuadro y la certeza de que quienes nos persiguen son más torpes que los Hermanos Malasombra. Hasta en el descanso, el que salió a participar en el concurso ese del cheque gigante de mentiras era una especie de perroflauta que parecía haberse equivocado de local y, buscando un after, se había metido en Mestalla y lo habían puesto a tirar penaltis a un plástico con agujeros. Un partido que, si no fuera porque jugaba el Valencia, habría dudado que me pudiera ofrecer algo que recordar.

Pero he aguantado porque presumía que el Valencia lo podría ganar y, de esa manera, almacenarlo en mi memoria como una simple cifra: tres puntos. Ni siquiera imaginaba que el partido me ofrecería algo más que un gol medio extraño, de imposible recuerdo en un futuro, un par de ocasiones del Osasuna, perfectamente olvidables, y un buen rato de sufrimiento en la grada causado por los disparates defensivos de dos centrocampistas reconvertidos en centrales. Pero, mira tú por dónde, el Valencia-Osasuna me ha dado mucho más de lo esperado: un gol de Joaquín de esos que hacen que mis neuronas sigan vivas, manteniéndolo en mi memoria durante años, aunque con toda seguridad seré lo único que recuerde del paso de Joaquín por el Valencia. Y, por encima de todo, tres puntos, que nos aproximan a un título que jamás recordaré: el de campeón de la liga que no existe.

jueves, 1 de abril de 2010

Valencia, 2; Atlético de Madrid, 2

Un partido de competición europea contra otro equipo español me produce sensaciones extrañas. Es como cuando invitas a alguien más o menos ilustre a cenar a tu casa y te comportas como si tu casa no fuera tu casa. No te tumbas en el sofá como un león marino, vas vestido como si fueras a salier a la calle y pones en la mesa una vajilla que nunca utilizas. Eres consciente de que estás en tu casa, porque conoces todos sus rincones, pero no te comportas como cuando estás en tu casa sin invitados. En el caso de las eliminatorias europeas contra equipos españoles, las disputan jugadores que se ven las caras con asiduidad durante la temporada, pero sacan sus mejores trajes para tratar de impresionar al rival ante la mirada de dirigentes guiris, árbitros guiris y televidentes guiris.
He visto en mi vida varias eliminatorias europeas del Valencia contra equipos de su liga y nunca dejan de sorprenderme. En ellas pasan cosas muy raras. Como que Angulo se convirtiera en un ariete letal en una semifinal europea de la Champions, que el equipo de disfrazara de italiano en una semifinal de la Copa de la Uefa contra el Villarreal o que Saura pareciera Maradona en unos cuartos de final de la Recopa también contra el Barça. Si a esto añadimos que el rival de estos cuartos de final de la Europa League era el Atlético de Madrid, un equipo tan bipolar como el Valencia, la noche prometía ser digna de un programa de Iker Jiménez, pero sin la esposa con cara de Manolo Santana que tiene a su lado en el plató.
No me equivoqué. Valencia y Atlético de Madrid ofrecieron ayer a un Mestalla vestido con sus mejores galas un espectáculo tan bizarro como excitante. Fue bizarro por raro, no por escabroso. Y excitante por su capacidad para enseñarnos lo bello que es el fútbol. Un espectáculo cuyos actores ya eran de por sí extraños. Repasemos. El Valencia jugaba con un lateral izquierdo al que, hace menos de dos meses, Emery quería mandar al Mestalla para que se fogueara como extremo. Jordi Alba, para colmo, estaba medio cojo, después de los esfuerzos a los que le está sometiendo en este tramo de la temporada la exigencia del calendario, y, la verdad, tiene poca pinta de lateral. Es un poco como Roberto Carlos en esmirriado, pero con la cara y el físico de Raúl Tamudo. Sin embargo, el chaval estuvo soberbio y, de rebote, generó un hecho más insólito que sus méritos. En la primera parte, su atrevimiento para sumarse al Séptimo de Caballería atacante del Valencia provocó que Perea, al que hasta los atléticos consideran un petardo como lateral derecho, se erigiera en un buen extremo derecha. Y Perea, que es como un Palomo Usuriaga pero en trompo, ha parecido hasta un peligro para César.
Han pasado más cosas raras. Emery ha quitado a Mata para sacar a Vicente, que es algo así como mandar un equipo de Paralímpicos a los Juegos Olímpicos. No obstante, cuando yo ya imaginaba una banda izquierda con aroma a vacaciones en Miami, Vicente se ha mostrado como un futbolista mucho más desequilibrante que Mata. El problema, y eso no es tan raro, es que luego ha sacado a Zigic y la salida del serbio al campo provoca en sus compañeros una insólita mutación: se olvidan de que trenzando el juego habían llegado en multitud de ocasiones a generar peligro y se convierten en lo más parecido a un pateador de un partido de rugby. El Valencia se transforma en un equipo irlandés de segunda fila, cuya única razón de ser es provocarle dolor de cabeza al balón de tanto pelotazo.
Todas esas rarezas y otras que no caben en un post como este cupieron en el Valencia-Atlético de Madrid de la Europa League, pero, al final, al mirar el marcador me di cuenta de que ese mismo resultado se había dado en la liga. Todo aquel rollo de no tumbarte en el sofá como un elefante marino, vestir como si se casara tu prima o sacar la vajilla que tu madre te compró para que sólo la sacaras cuando quisieras lucirte, no había servido para nada. Cuando se fueran los invitados ilustres, la liga volvería a ser tu casa, el lugar en el que te sientes como en ningún sitio del mundo.