domingo, 31 de enero de 2010

Sevilla, 2; Valencia, 1

Estoy abonado al Canal + desde hace más de 20 años. Me di de alta cuando empezaron a emitir, una fecha que coincide con mi emancipación del hogar familiar. Siempre he admirado la elegancia de sus retransmisiones, con la pareja Carlos Martínez-Michael Robinson como ejemplo de cómo se puede comentar un partido bajo la máxima horaciana de enseñar deleitando. Pero los últimos vientos huracanados deben de haber movido mi antena parabólica y, desde hace unos días, no veo bien el Plus: las emisiones se pixelan en cuanto sopla un poco de aire y es muy difícil seguir un partido de fútbol e imposible si es el caso de una película o serie. He intentado solucionarlo vía telefónica, por si el problema estuviera en origen, pero me he hinchado de gastar dinero en el puto 902 que ellos denominan "atención al cliente" y sólo he recibido cortes de llamada y, como guinda, un mensaje de contestador en el que me dicen que su horario de atención es de lunes a viernes. Y era sábado cuando yo llamaba. Ante tal indefensión, he decidido borrarme del Plus, una decisión que apoyo en que la mayoría de las películas interesantes que emiten ya las he visto cuando se estrenaron.
Así que el Sevilla-Valencia sonaba a despedida. Dos decenios más tarde, iba a dejar de ver el partido del Plus de manera definitiva. Ahora me doy cuenta de que es posible que haya sobrevalorado el partido. Total, estamos sólo en la vigésima jornada y jugaban el tercero contra el sexto, que tampoco era un Barça-Madrid en la última fecha de la temporada. Pero a mí, llamadme sentimental, tenía un significado más melancólico: salvo gorroneo en casa de amigos, nunca más volvería a escuchar a Martínez y a Robinson hablando del "made in Valencia". Y por eso no he pensado en que, para otros, la trascendencia del partido podría ser mucho más relativa.
Al minuto de comenzar a vivir mis últimos 90 del partido del Plus en casa, me he dado cuenta de que había alguien para el que este no tenía, ni mucho menos, la importancia que tenía para mí. Para mi desgracia en particular y la del valencianismo en general, ese tipo no era el dueño del bar de la esquina de mi casa, que igual no se había preocupado de arreglar sus desajustes en la antena, provocados por el mismo huracán que debe de haber desajustado la mía. Era Unai Emery. Ha pensado que perder en el Pizjuán no era un mal resultado si caíamos por un sólo gol de diferencia y eso ha hecho que el Sevilla, uno de los peores que he visto en su casa en los últimos tiempos, dijese que vale, que si había que ganar el partido, se ganaba, pero ganar por ganar...
Y, claro, ha bastado un córner y una arrebato de Albelda en querer hacer el Marchena para que el Sevilla hiciera que incluso la derrota fuera mala para Unai. Entonces, el tipo que ha despreciado mi sentimental homenaje al Plus ha decidido que igual con un poco de lógica el partido podría ser nuestro. Era un poco tarde y las rachas de viento, que me habían permitido seguir la retransmisión hasta entonces sin pixelados ni imágenes distorsionadas, arreciaron hasta azotar mi antena parabólica. El resultado es que esos diez minutos en los que el Valencia, sin hacer nada del otro mundo, ha acorrolado al Sevilla y ha sacado al Palop de tragedia griega de su armario los he visto como si ya no tuviera el Plus, como si estuviera viendo el encuentro en mi pantalla del ordenador a través de el canal marroquí de Buyo. Con paradas de imagen, pixelados y tramos en negro.
En fin, mi futuro se parece cada vez más al del Valencia. A partir de ahora, a las nueve de la noche, cuando el Valencia juegue fuera, estoy condenado a ver fragmentos inconexos de un equipo. Igual hasta desconecto. La verdad es que el panorama que nos espera en la segunda vuelta en campos como el Bernabeu, el Camp Nou es francamente desolador. Para hacer lo que hemos hecho hoy, no hace falta que vayamos.

miércoles, 27 de enero de 2010

El ruso valiente

Ricardo Bochini, “El Bocha” representó el crepúsculo de un tipo de futbolista ya extinto. Un tipo que necesitaba correr muy poco para jugar al fútbol. Ese pelotero que pensaba que el que tenía que correr era el balón, no él. Futbolistas que, en la era del músculo, ya no existen. Los 19 años de su vida que regaló a Independiente demuestran que su perfil no era sólo futbolístico, sino también sentimental. Bochini fue el gran ídolo de Maradona y Diego, en uno de esos gestos que lo convierten en un buen tipo pese a sus frecuentes desbarres, presionó a Bilardo para que se lo llevara al Mundial de México que planeaba ganar. Cuando Bochini saltó a la cancha para disputar sus únicos siete minutos como mundialista contra Bélgica, Maradona lo saludó con un “Dibuje, maestro”.
A Bochini se le atribuye una frase legendaria que probablemente jamás pronunció y que define su filosofía del fútbol: “Correr es de cobardes”. Esa sentencia, que sublimó durante años Curro Romero en el arte del toreo, dibujaba una personalidad que privilegiaba la velocidad del desplazamiento del balón y el toque oportuno sobre la potencia física y la rapidez del futbolista. Bochini sólo corría, y mucho, cuando conducía el balón, pero era capaz de detenerse y, desde su reposo, enviar un pase imposible para dejar a un compañero solo ante el portero. Era, en el fondo, lo que más le gustaba: regalar antes que recibir regalos.
El Valencia tuvo su Bochini en un futbolista casi contemporáneo al genio argentino. Era compatriota suyo y llegó al Valencia, en plena resaca de la liga del 71, como oriundo, esa extraña fisura legal que permitía a futbolistas suramericanos jugar en España, cuando las fronteras para los extranjeros estaban cerradas, con el único requisito de acreditar que tenían algún pariente de segundo grado de nacionalidad española. A Adorno, por lo que parece, le inventaron un abuelo español que había nacido “en Celta de Vigo”, como reza la leyenda urbana, con pocos visos de veracidad, que atribuye a Adorno esas declaraciones sobre sus ancestros.

A Adorno lo llamaban en Argentina, donde brillaba en la oscuridad de un equipo hecho de cortacéspedes, el Racing de los Basile, Perfumo y Wolf, “El ruso” porque tenía un pelo algo rizado de un color extraño: ni rojo ni amarillo, ni blanco ni gris. Un color báltico. Ese apodo no cuajó en las gradas de Mestalla, al igual que le pasó al “Payasito” Aimar y al contrario que al “Piojo” López. Nadie llamó “ruso” a Adorno jamás desde la grada, quien sabe si por la maléfica influencia de un régimen en el que el olor a ruso podía acarrearte problemas legales. Adorno, además, era uno de esos tipos cuyo apellido hacía honor a una de sus características principales a la hora de jugar al fútbol. Decir Miguel Ángel Adorno es como decir Pepito Blanco, que al oír el nombre ya sabes que tiene que ser un tipo con pinta de Pepito Grillo y de raza blanca. Era Miguel Ángel porque trazaba sobre el campo con pluma fina el devenir del equipo y era Adorno porque, en su quehacer creativo, siempre se concedía licencias estéticas. ¿Para qué necesitábamos llamarlo “El ruso”?
Adorno, sin embargo, fue uno de esos futbolistas que gustaban sólo a los gourmets, pero que no alimentan al equipo. Un futbolista que, como Bochini, no corría, le cedía tan ingrata tarea al balón. Pero no era Bochini. Cuando Adorno cogía el balón era tan lento como cuando no lo tenía y eso, a los entrenadores, suele darles bastante pánico. Adorno servía para partidos en los que había que sacar el genio aunque perdieras a un obrero, pero no para aquellos en los que había que ponerse el cuchillo entre los dientes. Y, en sus tiempos, el Valencia tenía los dientes raídos de morder cuchillos. Se marchó al Alavés dejando unas pocas pinceladas de su arte, pero, para sorpresa general, fue repescado, dos temporadas después, a última hora para dirigir aquel equipo que estaba diseñado para conquistar la galaxia: el Valencia de los Kempes, Diarte, Rep o Carrete. Ramos Costa se había gastado lo que no tenía en músicos pero se le olvidó contratar a un director. A Heriberto Herrera se le ocurrió que Adorno podría servir y el argentino guió al equipo en uno de los mejores periodos del Valencia que he visto nunca. El que arrancó en la temporada 76-77 con tres victorias consecutivas y pintando un fútbol de exquisita calidad ante Celta, Elche y Espanyol. Adorno era el director de aquella orquesta que dejó de funcionar casi al mismo ritmo que los pulmones de su conductor. Cuando empezaron a pintar bastos, fue reemplazado por los gladiadores de turno.
Miguel Ángel Adorno fue un valiente, en el sentido que Bochini le dio al término en su frase apócrifa. Fue nuestro Bocha.

(Publicado en Ultimes vesprades a Mestalla)

domingo, 24 de enero de 2010

Tenerife, 0; Valencia, 0

Me he pasado el día barruntando la posibilidad de comprar el partido de ayer en el pay-per-view. A favor de comprarlo estaba mi escasa pericia con el ordenador a la hora de engancharme a los partidos del Valencia por internet, una circunstancia que, como ha he contado en otro post, convertía cada encuentro en un coitus interruptus de fútbol: ahora va la imagen, ahora se para durante medio minuto. En contra, esa absurda superstición que me dice que cada vez que compro un partido del Valencia es el pufo de la temporada. Me pasa desde que el Valencia ganó su última liga, porque creo recordar que la última vez que dí por bien aprovechados los doce euros que me cobra Digital + por ver un choque del Valencia fue la tarde de Sevilla en que los goles de Vicente y Baraja nos dieron definitivamente aquel título. Desde entonces, cuando he comprado un partido del Valencia el que ha jugado no ha sido el Valencia, sino ese equipo idiota que está formado por los mismos jugadores que el Valencia y viste igual que el Valencia. Tengo mala memoria para las cosas que no me producen placer, pero recopilando me encuentro con partidos en Soria, Valladolid, Sevilla y La Coruña donde me topé con ese equipo. Seguro que ha habido más en estos casi seis años. Lo triste es que ni siquiera puedo pensar que soy gafe: en este sexenio que se cumplirá en mayo, el equipo idiota ha jugado demasiadas veces y cuando me he gastado 12 euros en verlo la probabilidad de encontrármelo ha sido alta.
Al final he optado por una solución más "gorrona" y menos culpable que contemplarlo en internet: un simpático comercio hostelero en el que, a cambio de una consumición, puedes ver el partido. Pero, a diferencia de lo que es habitual por estos pagos, el simpático comercio hostelero no era un bar de esos llenos de personajes que parecen salidos de una película de Stephen Frears, tiposs que utilizan los bares como poza en la que vomitar sus frustraciones, ya sea bebiendo, ya sea viendo partidos de fútbol mientras beben. El establecimiento era un café de los pijos que han proliferado en estos tiempos, en los que, cuando pides un café sólo, te sacan una carta con 37 variedades diferentes de café, ordenados por procedencia, aroma y retrogusto. Un lugar en el que el simple acto de pedir un café se convierte en un problema. Y el público de ese café era tan variopinto como la oferta cafetera: mujeres con niños que hablaban de la eliminación de Karmele en Eurovisión, señores muy mayores, de esos que piensas que se han pasado la vida en ese bar porque era el único sitio en el que su vida tenía sentido, y fanáticos valencianistas con maneras de clientes de un establecimiento que no utilizan el local como poza para vomitar sus frustraciones.
El problema es que, no sé si ha sido el complejo de culpa de estar en un local como ese y no consumir sólo un cafetito, aunque te pases diez minutos en elegirlo o ver a Emery pensando en la banda, pero el partido, esos estúpidos noventa minutos en los que el Valencia ha jugado como si fuera un equipo de media tabla para abajo, me ha puesto muy nervioso. En partidos del equipo idiota, el azar es un elemento fundamental en el juego y, en este caso, ha tenido que ser César el depositario de ese azar. Y, cuando esa responsabilidad recae en César, puede pasar de todo. No porque el tipo sea un mal portero, pues de hecho pienso que es el mejor que puede tener el Valencia con su situación económica, sino porque es un agonías. Cada vez que cae el suelo a causa de una parada, se levanta como lo hago yo de la cama cada día, sin ninguna gana de llevar a cabo dicha acción. Cojea un poco, o anda como mi abuela, y sigue jugando. Por mucho menos que eso, futbolistas como Vicente o Del Horno se pillarían, como mínimo, tres meses de baja. Y, claro, pensar que, como pasa en el boxeo, a la próxima no se levantará y saldrá Moyà, me desasosiega bastante.
A mí hoy César me ha recordado a ese Muhammad Alí que peleó en Manila contra Joe Frazier y ganó el título mundial sólo porque le dijo a su entrenador que tirara la toalla unos segundos más tarde de lo que lo hizo el entrenador de Frazier en la esquina contraria. César se ha levantado cada vez que el balón le golpeaba y ha acabado por ganarle el combate a sus achaques seniles. Y nos ha dado un punto que no está nada mal, para los méritos que hemos hecho. Y para que los que nos han dado la paliza durante la semana hablándonos de que el Valencia es una alternativa al título de liga nos dejen tranquilos de una vez. En Sevilla sabremos si este equipo (supongo que el Valencia, no el idiota) será una isla entre los dos grandes y el resto o un cabo del gran continente de los mediocres.
La conclusión de este cuento imbécil la saqué más tarde, al darme cuenta de que había visto al equipo idiota gratis. Que me había ahorrado 12 euros que pensaba gastar en ver al Valencia y que, aunque los hubiera pagado, no lo habría visto, sino a ese equipo idiota que me suena ya a pesadilla crónica.

lunes, 18 de enero de 2010

Valencia, 4; Villarreal, 1

Durante muchos años asistí en Mestalla a un fenómeno singular. El Valencia salía al campo (cuando los equipos salían al campo por separado) y era abroncado con estruendo por parte de su afición. A medida que transcurría el encuentro, las broncas se sucedían con los vítores, pero, en el fondo, siempre quedaba un damnificado que no recibía el perdón de la grada, un jugador al que se le seguía pitando por considerarlo culpable de la cara oculta del Valencia. A lo largo de casi un decenio, ese futbolista con complejo de culpa era Ángel Castellanos, un mediocentro barbudo (en una época en la que poca gente llevaba barba) que era como Banega pero en tronco: se negaba a darle el balón a un compañero si antes no había dado una vuelta sobre sí mismo con un contrario pisándole los talones. Al final del partido, el Valencia ganaba y los abucheos se convertían en vítores, excepto, por regla general, para Castellanos. Todo tenía una explicación. El Valencia de entonces era infalible en casa y un chollo para el local cuando jugaba de visitante. Como los calendarios contienen el capricho de alternar los partidos en casa y fuera, el guión se repetía cada dos semanas: tras un derrota ignominiosa, pongamos que en Burgos, venía una victoria gloriosa, contra el Betis, la Real o el Zaragoza, equipos que, por entonces, eran más difíciles de ganar que ahora. Lo de Castellanos no tenía explicación.
Esa dinámica que viví entre mediados de los setenta y mediados de los ochenta me llevó a formular una teoría sobre la afición de Mestalla que he desarrollado en diversos artículos a lo largo de los últimos quince años, los que llevo escribiendo sobre fútbol. La teoría defiende que la esencia de la afición valencianista se resume en el tránsito entre el "ja tenim equip" y el "mira que són roïns". El pequeño trecho temporal que existe entre el momento en el que un seguidor valencianista cree que su equipo lo va a ganar todo, con el consiguiente derroche de orgullo y fanfarronería que ello conlleva, y el instante en el que piensa en romper el carné de socio, algo que, por otra parte, era una costumbre pija de la época que he recordado al principio de este post. Supongo que como encender los puros habanos con billetes de 50 euros.
Hay días como ayer en los que el partido me convence más de que esa teoría es cierta. Venía el Villarreal, un equipo que nos había metido nueve goles en Mestalla en los últimos tres años, que acostumbraba a darnos la tarde (o la noche) y que nos había despertado de más de un sueño. Además, era, de nuevo, un día para cagarla. No me voy a extender más sobre las condiciones que han de darse para que el Valencia la cague: ya lo expliqué aquí. Pero, si ganábamos, nos distanciábamos en siete puntos de los puestos de la Euroliga esa, o como se llame.
Y el partido empezó con el "mira que són roïns" hasta que a Banega se le ocurrió marcar un gol, algo que no hace nunca ni en los entrenamientos. Ahí comenzó la fase "ja tenim equip", que nos llevó al descanso con cierto resquemor: irse 2-0 al descanso no es garantía de nada en este Valencia, como se vio en Riazor.
Entonces se aparecieron los fantasmas del pasado y la grada retornó a su inicial "mira que són roïns", que se mantuvo, con la excepción de los breves minutos transcurridos entre el gol de Silva y el de Alexis, uno para cada equipo, hasta casi el final del partido, cuando Villa acabó su trabajo semanal. En ese momento volvió el "ja tenim equip", que durará, como mínimo, hasta el domingo que viene a las cuatro, hora insular canaria. Claro que, para que el perdón sea completo hace falta un Castellanos en esta historia y el de los tiempos que corren es Miguel. La diferencia entre el barbudo de los ochenta y el negrito de los diez es que el primero se forjaba la inútil penitencia en el campo y el segundo se la gana fuera de él. Los dos cometen (y cometían) fallos en el terreno de juego, pero los de Castellanos se atribuían a su torpeza con el balón y los de Miguel, a su habilidad con los cubatas, los cigarrillos y las pistolas.
El caso es que, cuatro años después, el Valencia le ha ganado al Villarreal y el gremio de la hostelería valenciano no escuchará durante la semana lamentos tipo "si este año nos clasificamos para la Uefa será de milagro", sino otras, no menos irreales, tipo "en dos semanas cogemos al Madrid y, en el tramo final de la liga, al Barça". Será una semana en la que hasta al aficionado se le olvidará que Miguel es malo cuando lo vea de madrugada en un bar en un estado tan lamentable como el suyo.

jueves, 14 de enero de 2010

Deportivo, 2; Valencia, 2

Mi amigo Alfonso me contó hace tiempo que un conocido suyo, poco habitual a los partidos de fútbol en Mestalla, fue a ver el encuentro de vuelta de la eliminatoria de Copa que enfrentó al Valencia y el Deportivo hace ahora tres temporadas. Aquel partido en el que a un capullo se le ocurrió lanzar un objeto a un linier y Megía Dávila, ese confeso madridista que ahora cobra los réditos de sus favores en el organigrama del club blanco, suspendió el encuentro cuando ni siquiera se habían consumido los primeros 45 minutos de partido. El conocido de Alfonso salió del campo una hora antes de lo previsto, debido a la estupidez de aquel aficionado y el extremado celo de Megía, y pensó en volverse a su casa. Pero, cuando iba de camino a su domicilio, se percató de que le había dicho a su mujer que volvería a eso de las once y media de la noche e iba a llegar una hora antes de lo previsto. Entonces recordó ese sabio refrán que dice que ojos que no ven, corazón que no siente y decidió, por si se encontraba en su casa una situación no deseada que le obligara a replantearse la vida, meterse en un bar hasta que llegara el momento en el que había prometido a su pareja que acudiría a casa.
A mí me pasó ayer algo parecido. Empecé a ver la primera parte del Deportivo-Valencia con esa mezcla de ilusión en una remontada y resignación de que aquello era una empresa casi titánica, y mi sorpresa fue mayúscula cuando comprobé que, a pesar de los experimentos de Unai con la alineación, el Valencia dio la vuelta a la eliminatoria en media hora y, aún mejor, parecía tener dominado el partido y subyugado a su rival. Llegó el descanso con un brillante 0-2 a favor y me dispuse a prepararme la cena. Mientras cortaba los trozos de zanahoria de mi ensalada y ponía en la sartén una sabrosa hamburguesa vegetal, pensé que, para mí, el partido había acabado, que la segunda parte era prescindible: si el Valencia seguía como en la primera, no sería más que una continuación de lo que había visto; si, por el contrario, el Deportivo nos despertaba del sueño, más valía quedarse con el buen rollo que había transmitido el equipo hasta el descanso.
Así que, para evitarme sorpresas, vi la segunda parte con un distanciamiento que ni Brecht habría imaginado para sus obras de teatro. Puse en práctica el método de la pantalla partida del que alguna vez os he hablado y compartí el encuentro con un capítulo de "Perdidos" que mi pareja veía en su porción de televisión. Hice, en definitiva, algo muy parecido a lo que decidió el amigo de Alfonso hace tres años: esperar a que pasara la segunda parte (en este caso real) y fingir que el partido había durado 90 minutos.
Más me habría valido seguir a pies juntillas el remedio del amigo de Alfonso y haberme metido en un bar a olvidarme de todo. Pero eran las nueve de la noche, afuera llovía y no era plan de convertirme en un bebedor solitario, rodeado de desconocidos, por culpa de una buena primera parte del Valencia. Y entonces se repitió la historia pero al revés. La remontada la realizó el Deportivo porque, en la segunda parte, no salió a jugar el Valencia, sino el equipo idiota del Valencia.
Es muy fácil distinguir al equipo idiotadel Valencia. No sólo porque el orden se convierta en caos, el virtuosismo en torpeza o la fluidez en espesura. Sino porque hay dos futbolistas en esta plantilla que ejemplifican esa tontería colectiva: Miguel y Silva. Al primero, cuando sale el equipo tonto, se le suben a la sangre todos los cubatas que se ha tomado en la última semana y a los pulmones, todos los cigarrillos que se ha fumado. Y su parcela del campo se convierte en un paraíso para el contrario. Si el contrario es, como ayer, Filipe, los problemas crecen. Silva, sin embargo, opta por desaparecer del terreno de juego, no de manera real, pues se le ve por ahí trotando sin sentido cuando juega en el equipo idiota, sino en el plano metafórico: se esconde en las líneas de pase y lo que antes era disposición para combinar se transforma en invisibilidad. Total que el equipo idiota tiró una vez más una Copa que este año se antojaba más que accesible. Un título menos en las previsiones de este año, y ya van dos, si contamos una liga en la que, Santa Rita, Santa Rita, más nos valdría quedarnos donde estamos.
Pero yo, que le encuentro el lado reflexivo a todo, descubrí después del desastre de ayer, de haber vuelto a ver a ese equipo idiota que tantas veces me he encontrado jugando con la camiseta del Valencia, la esencia de mi pasión valencianista. Hace años, cuando era soltero, joven y estaba lleno de testosterona, me enamoré de una chica muy guapa, de esas que piensas que no está a tu alcance, que juega en otra liga sexual diferente a la tuya. Hice por conocerla y, cuando lo conseguí, puse en marcha toda mi maquinaria seductora para ligármela. Y lo logré, porque la chica me transmitió la sensación de que también sentía algo por mí. Pero, cuando lo más difícil estaba hecho, salió mi vena idiota y, sin saber a ciencia cierta por qué, acabé perdiendo mi oportunidad con ella. Ni más ni menos que lo que hizo el Valencia ayer.

domingo, 10 de enero de 2010

Xerez, 1; Valencia, 3

Hoy era uno de esos días en que tocaba cagarla. No digo esto porque sea un cenizo, sino porque los años de experiencia como seguidor valencianista me han enseñado que, cuando los demás equipos le ponen las cosas a huevo al Valencia, éste acostumbra a cagarla. Perdió el Sevilla, empató el Villarreal (ya sé que iban a diez puntos, pero los amarillos, en vez de un submarino parecía que llevaban un cohete en las últimas semanas) y, con toda probabilidad, perdería el Mallorca, como así ha sido. La victoria en Xerez nos distanciaba en cinco puntos de los puestos de UEFA. Pero jugábamos en el campo de un neófito en la categoría que, además, es el colista y, volviendo la vista atrás, las circunstancias me recordaban al Valencia de los 70, un chollo para equipos como el Almería, el Burgos o el Recreativo de Huelva, en la misma tesitura entonces que este Xerez.
Como soy pesimista por naturaleza, he decidido no comprar el partido en el "pay-per-view" ese. Lo he visto a través de esas páginas de internet que conectan con televisiones de países extraños y dan el encuentro con los saltos que impone el rigor de mi banda ancha. Tras varios intentos, he podido verlo, con las reglamentarias paradas de imagen, en un link que daba a mi querida televisión marroquí, esa de la que ya os hablé un día y que tiene a Paco Buyo como comentarista. He podido ver de esa manera cómo Mata se quedaba congelado al recibir un estupendo pase de Banega y lo siguiente que ha aparecido en la pantalla de mi portátil Acer ha sido un mogollón de jugadores del Valencia felicitando a Mata por el gol. He lanzado una tímida exclamación de alegría, ya que no es lo mismo celebrar un gol en directo que en diferido. Pero me he quedado un poco mosqueado. Cerca de mi casa hay un tipo que debió de comprar todo el excedente de petardos de las fallas pasadas y, cada vez que marca el Valencia, sea la competición que sea, saca su pirotecnia para celebrarlo. Como no he oído el petardo con antelación (he de decir que los partidos por internet llegan a la red con un retraso que oscila entre treinta segundos y dos minutos), me he quedado preocupado al pensar que el árbitro lo había anulado. Cuando sacaba de centro el Xerez, ha sonado el petardo del vecino y he deducido que el valencianista pirotécnico estaba viendo el encuentro en las mismas condiciones que yo.
Poco después he visto a Joaquín resbalarse en el centro del campo y a tres jugadores del Xerez en contraataque contra el pobre Mathieu. La imagen se ha quedado ahí. Lo siguiente que ha reflejado mi pantalla era un tipo del Xerez corriendo de alegría y un cartel debajo de él que decía "Gol: Carlos Calvo". He empezado a pensar en la maldición de los calvos y a volver a convencerme de que la historia no es tan fácil de cambiar: íbamos a cagarla para no traicionar nuestro pasado. Mi vecino petardero no gasta pólvora cuando nos marcan un gol, así que esta vez no he dudado de la validez del tanto.
Un rato más tarde, Villa se internaba en el área y la imagen se ha vuelto a congelar. Esta vez ha permanecido estática durante demasiado tiempo, supongo que por el frío que hacía allí en Xerez y aquí en Valencia. Ansioso estaba por saber en qué había acabado la internada del Guaje (por cierto, "Guaje" es lo que mejor pronuncian los locutores marroquíes) cuando, antes de que el partido cobrara movimiento, he escuchado de nuevo un petardo, simultáneo a la vuelta de dinamismo a mi pantalla con Silva y su cara de chino volviendo sonriente al medio del campo antes de que yo viera en la repetición su remate a la red. Mi exclamación de alegría ha sido menos entusiasta, lo que me lleva a la conclusión físico-psicológica de que la intensidad del grito de júbilo en un gol de tu equipo es inversamente proporcional a la distancia temporal entre el momento en que ves que se produce y el momento en que te enteras de que sucede.
En la segunda parte la cosa ha empeorado. Las paradas de imagen eran continuas y me he dedicado a navegar por internet mientras, de fondo, oía al comentarista marroquí. De vez en cuando, cambiaba de ventana para ver un rato de fútbol, pero, en cuanto me desesperaba por los parones, regresaba a los procelosos océanos de la red. En una de mis visitas a la ventana que daba el partido del Valencia, he visto a Marchena coger el balón en tres cuartos de cancha e ir regateando contrarios, con poco estilo, la verdad, hasta meterse en el área y colar un gol de esos que sólo Marchena es capaz de marcar, por su tosca belleza. Durante esos cuatro o cinco segundos la imagen no se ha detenido y he contemplado el lado luminoso de Marchena en su totalidad. Pero no he gritado de júbilo, lo cual podría desmontar mi teoría físico-psicológica, porque me ha parecido tan increíble que no se parara la imagen y que Marchena hubiera hecho eso que me he quedado petrificado. Me ha despertado de mi letargo alucinatorio el petardo del vecino, de nuevo inasequible al desaliento y con munición, por lo que parece, hasta las próximas fallas.
Al acabar el partido he sacado varias conclusiones. La primera es que, si el Valencia no la ha cagado en el partido en el que la caga siempre, igual el año que viene jugamos una competición europea algo más interesante que la Euroliga esa, o cómo se llame. La segunda, que lo importante es intentar distanciarse cada vez más de los que vienen por detrás y no fijarse demasiado en los que van por delante. Ellos juegan en otra liga y, en caso de que nos dejaran jugar en su liga, sería porque ambos la habrían cagado y mucho, algo que parece improbable. La tercera y última conclusión es que igual vale la pena gastarse unos eurillos y ver los partidos de fuera que dan de pago como dios manda y no como Alá quiere.

jueves, 7 de enero de 2010

Valencia, 1; Deportivo, 2

Hace dos meses os contaba en este mismo blog que cumplía con devoción una de las reglas de oro de Alfred Hitchcock en el cine a la hora de ver partidos de fútbol: no soportaba ni a los niños ni a los animales. Como soy un tipo contradictorio, he de confesar que a los dos últimos partidos del Valencia en Mestalla he acudido con mi sobrino Nicolás. Nico es un niño de casi 11 años, inteligente y despierto, que posee una interesante cualidad: es un desastre jugando al fútbol, pero le gusta ver partidos. En ese sentido, es como cualquier adulto que haya superado los 40 años. Me acompañó el día del Espanyol y disfrutó de esa emoción que, en todos los órdenes de la vida, sólo tienen el fútbol y el sexo: te dan la ocasión de gozar una inmensa alegría en el último momento, lo que hace que, una vez acabado, se te quede cara de felicidad durante mucho rato. El gol de Zigic enseñó a Nicolás la magia que encierra el fútbol, ese momento orgásmico que se recuerda durante mucho tiempo.
Hoy lo he tenido mucho más complicado. Porque ir al fútbol con un niño implica una labor educativa. Yo aprendí a ver el fútbol en compañía de mi padre, quien me inculcó esa visión relativa, entre esperanzadora y lacónica, con la que profeso mi pasión valencianista. Aprendí que el fútbol es como la vida, que sólo te concede alegrías parciales, nunca la felicidad completa, y que lo bueno y lo malo se alternan y hasta conviven sin rubor. Y esa, ya que me ha tocado ahora a mí ser el pedagogo, es la filosofía de vida y de fútbol que quisiera transmitirle a mi sobrino. Me fue fácil explicarle que no siempre se gana y que, en el fútbol, la realidad y el deseo no van siempre de la mano. Que, en fin, con trabajo y talento se pueden conseguir muchas cosas, aunque en esta ocasión el trabajo y el talento los hubiera puesto el Deportivo.
Lo que no me fue tan fácil explicarle a Nicolás es por qué Joaquín se quería ir cuando Emery se decidió a hacer cambios y seguía empeñado en que el gaditano intentara una y otra vez ese regate que no le sale nunca. Por qué Dealbert había olvidado su pasado y ya se sabe que quien olvida su pasado está condenado a repetirlo. En el caso del castellonense, cuatro meses de liga le habían borrado de la memoria su vida como central del montón de segunda división y ayer se le apareció en forma de fantasmas. O por qué Marchena juega en este equipo de medio centro si es el peor medio centro que he visto nunca y uno de los mejores centrales del equipo. O por qué al señor que estaba en el banquillo se le ocurrió hoy, de repente, que el Valencia era el Wimbledon de los años 90, aquel equipo lleno de negros culturistas dirigido por Vinnie Jones cuya única estrategia era lanzar pelotazos para que sus torres los pillaran. O por qué, cada vez que caía un jugador del Depor lesionado, uno de los vecinos de la hoy desangelada grada gritaba "Pégale un tiro, Miguel". O por qué hoy no jugaba César cuando, según el acertado criterio de Nicolás, "es mucho mejor que Moyà". O por qué Emery descubre las cosas por casualidad, como que Banega es mejor medio centro destructor que constructor o que Zigic puede servir como revulsivo en la última media hora, pero luego o se le olvidan o no las quiere poner en práctica. Un millón que porqués a cosas absurdas que han sucedido hoy en Mestalla.
Voy a seguir intentando que a Nicolás le guste venir a Mestalla conmigo. Pero, con días como hoy, creo que va a ser más complicado que ganar un título esta temporada.

domingo, 3 de enero de 2010

Valencia, 1; Espanyol, 0

Llamadme sentimental, pero confieso que me he emocionado viendo a un tipo de más de dos metros más contento que si le hubiera tocado la lotería o hubiera pillado cacho en un botellón de Nochevieja. Además, el tipo era serbio y se supone que los serbios son los tipos más listos de toda Europa. Pero no. El tipo de dos metros, serbio, es, en realidad, un personaje entrañable. Un tipo de esos a los que discriminan por una cualidad física. Mide más de dos metros y eso, que en el baloncesto sería un seguro de vida para jugar en cualquier equipo de ligas con nombres de pastillas alucinógenas, en fútbol es sinónimo de discriminación. En el fútbol no se discrimina a un tío que mide 1'60 por bajito, sino que se le alaba por su "picaresca", se le compara con un simpático ratolín y hasta se le jalea cuando toca un balón de cabeza. Pero, si mides más de dos metros, lo tienes claro. Sólo sirves para que te bombeen balones y los remates de cabeza. Eso le ha pasado a Zigic en Valencia desde que llegó. Lo han convertido en un futbolista inservible con la única excusa de que es un tipo demasiado alto para jugar en una delantera de bajitos. Y debe de ser muy duro ver cómo hay compañeros que, poniéndole menos ganas que tú, juegan domingo tras domingo porque miden lo que tiene que medir un futbolista, no un jugador de baloncesto. Que un tipo que está en tu plantilla (llamarlo compañero sería desvirtuar el término) puede liarse a tiros en una discoteca la Noche de Navidad y, al llegar el partido siguiente, juega como si nada hubiera pasado. Pero Zigic no ha cejado en su empeño de querer quedarse en Valencia, aunque tuviera que agachar la cabeza para entrenar mejor, y hoy ha encontrado ese día con el que todo futbolista sueña: el día en que te conviertes en héroe. El día en que redimió a todos los que alguna vez han tenido que sufrir por culpa de una cualidad física. Ya sean bajitos, altos, gordos, gafotas o pelirrojos, todos han encontrado en Zigic el superhéroe que les ha hecho olvidar su pasado de escarnio colegial por el hecho de ser diferentes al resto.
El gran día de Zigic ha coincidido con la visita del Espanyol. Yo soy muy del Espanyol, pese a que me alegre más por los triunfos del Barça que por los del Madrid. Quizás porque el Espanyol es un equipo que parece guionizado por Ken Loach o Lars von Trier, que, cuando le ocurre la desgracia más terrible (léase perder dos finales de Uefa por penaltis), la vida le tiene preparada una peor (como que se muera tu capitán de manera inexplicable), quizás porque he conocido en los últimos años muy buenos amigos catalanes que eran del Espanyol y estaban orgullosos de ello. Gente como Txema, Agustín, Carlos o Xavi me han arrastrado a sentir simpatía por un club que considero representa tanto a Catalunya como el Barcelona.
Pero yo creo que, en el fondo, soy bastante del Espanyol porque, involuntariamente, lo relaciono con esa épica que sólo de vez en cuando muestra el Valencia. Con una tarde de domingo del 67, cuando la primera cadena todavía anunciaba en la programación del domingo por la tarde los resultados en tiempo real, en feroz competencia con la radio, en la que viví a base de letreritos una insólita remontado del Valencia en Sarrià: de 4-1 pasamos a 4-5. Con la liga del 71, cuando el Espanyol nos ganó pero nosotros nos llevamos el título en una carambola. Con el penúltimo partido de la liga del 96, en el que un gol de Arroyo nos hizo soñar con que podíamos llevarnos el campeonato tras una dura travesía en el desierto. Con aquella noche helada en Montjuïc cuando resucitó Ilie y salvó la cabeza de Benítez, lo que nos acabó llevando a la liga. O con la gran noche de Baraja en el 2001, el día en que nos metimos en el bolsillo aquella liga.

Desde ayer, esa relación de gestas épicas tiene un capítulo más. El que escribió Zigic con su cabezazo en el último minuto del descuento en un partido inhumano, como todos los partidos que se juegan en plenas fiestas. Aunque, al final, esa gesta de Zigic no tenga ninguna trascendencia porque no nos sirva para ganar nada. Pero, ¿qué más da? Ganó la redención eterna para todos aquellos que, en el colegio, nos llamaban enanos, jirafas, bolas de sebo, cuatro ojos o panochas.