domingo, 28 de febrero de 2010

Atlético de Madrid, 4; Valencia, 1

Hay días en los que uno quisiera ser millonario y no tener que ir a trabajar. Días en los que da una pereza enorme levantarse de la cama temprano, marchar hasta la oficina y pasarse todo el día intentando concentrarse en el curro y escuchando las nada interesantes historias de nuestros compañeros de trabajo. Pero uno hace de tripas corazón y acaba yendo al trabajo, se concentra en su labor como puede y hasta sonríe cuando el compañero pesado de turno le cuenta sus insípidas aventuras de fin de semana.
Aunque no lo parezca, los futbolistas son también seres humanos. Personas que, aunque sus máximas preocupaciones sean utilizar el último modelo de teléfono móvil, conducir coches deportivos horteras y no pagar en bares y discotecas, deben de tener las mismas sensaciones que el resto de los mortales. Más de un día al año pensarán: "hoy me toca jugar en ese campo, con el día tan tonto que hace, lo cansado que acabé hace tres días, no sólo en el campo sino en la fiesta posterior, cuando podría estar follándome a la periodista deportiva esa de las tetas grandes". Y no les apetece ir a trabajar. Pero hacen de tripas corazón, no fingen lesiones y acaban saltando al campo con la cabeza en otro sitio, pero intentando concentrarse en el juego. La diferencia es que ellos son millonarios por trabajar una hora y media a la semana y gran parte del resto de los humanos somos pobres de solemnidad por trabajar ocho horas al día o más. Pero la cuenta corriente no entiende de ese sentimiento de no tener ganas de ir a trabajar.
Ayer me pareció que los jugadores del Valencia compartían ese sentimiento tan propio de los lunes. No tenían ganas de ir a trabajar. Sólo se habían hecho el ánimo y habíann salido al Calderón a ver si pasaba rápido el tiempo y se podían dedicar a otra cosa pronto. No obstante, por uno de esos caprichos del destino, el partido se les puso de cara: el árbitro se comió un penalti de esos que si se dieran en Mestalla el público sacaría el burro a pasear y, en la jugada siguiente, Silva marcó por mucho que se empeñara en no hacerlo. De modo que, ya que estaban, tendrían incluso que ganar el partido. Pero había un jugador que, ni por esas, podía deshacerse de su idea de que ayer no era día de trabajo. Y decidió largarse. El único inconveniente es que ni pidió el cambio, sino que se autoexpulsó y provocó uno de esos penaltis que sólo sabe hacer el Valencia cuando le entran tendencias suicidas.
Y el partido para los jugadores del Valencia se convirtió en uno de esos días de oficina en que, a tu escasa predisposición al trabajo, se añaden putadas de tu jefe y compañeros con las pilas puestas. El compañero con las pilas puestas, en este caso, era César, que por mucho empeño que ponían los demás en pasar de currar, se erigió en ese tipo coñazo que se ha reenganchado de la jubilación sólo porque la única razón de su vida es trabajar en la oficina. Cuando quedaba un cuarto de hora para el final, César no pudo ya seguir haciendo el trabajo de todos y a Miguel se le ocurrió que ya estaba bien, que había perdido un buen par de tetas por ir a trabajar un día sin ganas y que se marchaba. Como antes a Marchena, no se le pasó por la cabeza pedir el cambio, esfuerzo que habría sido inútil porque Unai había agotado el cupo de sustituciones de forma un tanto extraña, y destapó su vena callejera, esa que tanta gloria le ha dado en las calles de Lisboa y Valencia.
El problema no es que acabáramos con nueve, ni que los jugadores se borraran de un partido que, con un poquito de ganas, no se habría perdido. El problema es que algunos se borraron para varios partidos y me temo que contra el Racing, que además cae lunes, tendrá que jugar Moyà de mediocentro. No sería la primera vez.

viernes, 26 de febrero de 2010

Valencia, 3; Brugge, 0

Desde hace tres años participo todos los lunes en la tertulia deportiva del programa radiofónico "El murciélago", que se emite, para Valencia y provincia, en La 97.7. Lo dirige Rafa Lupión, que es tan buena persona como periodista. Y os puedo asegurar que es una gran persona. No lo digo porque, después de casi 15 años escribiendo sobre fútbol en diversos medios, fue el primero -y todavía el único- que me ha llamado para una tertulia radiofónica en la que pagan, cuando he tenido amigos, en su momento mucho más amigos que Rafa, que dirigieron tertulias en radio y televisión y nunca lo hicieron. Lo digo porque es un tipo valiente, que dice lo que piensa y es muy leal con la gente a la que estima.

En estos tres años, he ido varias veces al fútbol con la radio. No con un transistor, como recuerdo haber visto, cuando era pequeño y no existían los miniauriculares de ahora, a mucha gente en Mestalla. Pegado a la oreja, como pioneros de aquella moda absurda de los poligoneros que llevar el radiocassette sobre el hombro. No. He ido con quienes narraban el partido para La 97.7. Lo he hecho los días en los que había un partido de pago y no me apetecía rascarme el bolsillo para verlo solo. Nunca gasto mi dinero en algo que voy a disfrutar solo y por eso jamás he entrado en un peep-show, excepto por razones profesionales. Hoy era uno de esos días, no de entrar en un peep-show, claro. Me apetecía comprobar si el Valencia en Mestalla recuperaba esa épica que exhibió con cuentagotas en mi adolescencia, cuando, pese a tener a jugadores como Kempes, Tendillo, Bonhof o Solsona en su plantilla, palmaba siempre en los partidos de ida de las competiciones europeas pero estaba seguro que eso lo solucionaría en el viejo Mestalla. Así se ganó la Recopa del 80, no por la parada de Pereira en Bruselas. Pero no he encontrado a nadie que quisiera pagar los míseros ocho euros que valía la entrada para los abonados de las sillas gol sur. O mis eventuales y habituales acompañantes tienen menos dinero en su cuenta corriente que Francisco Camps o es que definitivamente el Valencia se la sopla. En esos casos, llamo a Rafa para que me acredite por La 97.7 y el ahorro económico que ello supone lo invierto prometiéndole que comentaré el partido para la radio.
Así que he ejercido de comentarista de partidos unas cinco o seis veces en mi vida. Soy, creo, un comentarista de esos que deben irritar a la gente, porque digo muchas tonterías y pienso que, si me pongo en el lugar del oyente cambiaría de emisora con mi primer chiste malo. Pero yo me lo paso bien y me parece que quienes comentan de forma habitual el partido para La 97.7 también.

Hoy he hecho eso pero no les he confesado un secreto: todas las veces en mi vida que he comentado un partido por la radio el Valencia ha empatado a uno. Durante muchos momentos del partido ha pasado por mi mente la imagen de ese empate a uno que me persigue desde hace tres años, cuando una y otra vez Villa, Mata o Pablo se estrellaban contra el portero belga. He visto ese gol tonto que marcaba el Brugge en su única ocasión de peligro y que comenzaba la letanía de protestas por cada caída, Marchena y Albelda metidos en todos los fregados y el público llamándole "burro" a un danés perplejo por que la gente le llamaba "mantequilla", probablemente porque, de ir a restaurantes italianos pensaría que esa era la traducción de lo que le decían desde la grada.

Pero me ha despertado de mi ensoñación el rugido de Mestalla cuando el Valencia flaqueaba porque me ha resultado familiar. Va a hacer treinta años que lo escuché contra el Barcelona y el Nantes. Un rugido que lo llevó a ganar la Recopa. Y ahí es cuando Pereira entra en acción.

lunes, 22 de febrero de 2010

Valencia, 2; Getafe, 1

Dicen que el fuerte viento afecta de tal manera a quienes lo padecen que acaba por producirles transtornos en la personalidad. Alguien me contó hace tiempo que en lugares como la isla de Menorca el índice de suicidios es muy superior al que existe en el resto de España y que la única explicación que han encontrado aquellos que lo intentan explicar todo, como si fueran una película comercial americana, es que en la bella isla balear sopla la tramuntana con mucha fuerza durante todo el año. También hay estudiosos que defienden que la locura de Don Quijote se debió, además del empacho de libros de caballería que alega Cervantes para justificar el comportamiento de su antihéroe, al viento que sopla en las llanuras manchegas, una teoría que, sin embargo, me parece un poco traida de los pelos: si así fuera, Dulcinea, Sancho, el Bachiller Sansón Carrasco y todos los que forman el universo cervantino tendrían que estar tan idos como el ridículo caballero andante del siglo de Oro español.
El caso es que ayer fue uno de esos días ventosos que tanto han proliferado en Valencia en los últimos tiempos, lo que explicaría que cada vez haya más transtornados en estas tierras. En medio de una ventolera fenomenal jugaron Valencia y Getafe un partido tan atípico como el día señalado para disputarse: un lunes. No me voy a poner pesado con el tema de la antinaturalidad de jugar a las seis de la tarde de un sábado o a las nueve de la noche de un lunes, pues hablé de ello hace una semana, pero parece que mi oposición a los lunes ha calado fondo hasta en los transtornados: los Yomus exhibieron una pancarta en la que protestaban por que el partido se jugara un lunes. No sé si me preocupa más que jueguen un lunes o que los Yomus lean este blog.
El viento de Mestalla no pareció transtornar demasiado ni a los jugadores ni a los entrenadores. De hecho, Emery tuvo un arrebato de cordura y alineó un once más o menos lógico, en el que incluso se permitió dar descanso a Mata, muy espeso desde que le pesa en las piernas la acumulación de minutos. Michel, por su parte, no sacó a su hijo, lo que demuestra que le tiró más la cabeza que el corazón. Pero hubo alguien a quien le afectó de verdad el viento. Y la mala suerte es que fue al tipo que tenía que juzgar lo que ocurría sobre el campo. Al árbitro, un tipo llamado Paradas (nada que ver con "Cine de barrio"), le debió de afectar el vendaval porque convirtió un encuentro plácido, con dos equipos que intentaban dedicarse a jugar al fútbol con criterio, en un festival del humor. Su locura comenzó cuando expulsó a Alexis, que unos minutos antes parecía haberse roto la rodilla pero que siguió en el campo para incredulidad general, por no hacer una falta. El público, que hasta entonces había disfrutado de una noche plácida, como suele ocurrir los lunes por la noche, comenzó de repente a sentir también los efectos del viento y veía agresiones en cada jugada del Getafe. Eso exasperó todavía más al Paradas ese y el árbitro Quijote comenzó a ver gigantes donde sólo había molinos.
El festival del humor siguió entre las gradas y el campo cuando la gente se dio cuenta de que, con apretar un poco al árbitro y la inestimable colaboración de los siempre camorristas Albelda y Marchena, el Quijote malagueño sacaría una tarjeta por cada falta que hiciera el Getafe. Y eligió, como culpable de la expulsión de Alexis, a Pedro León, un interior del Getafe de peinado anacrónico y buen disparo con la derecha. El árbitro no lo expulsó porque León se pasó el último cuarto de hora recluido en la banda contraria a la que debería jugar, no fuera que por un recadito de Miguel acabara haciéndole compañía a Alexis.
Al festival del humor contribuyó también la buena memoria del público, que le recordó a Michel aquella época en la que le gustaba tocarle los huevos a un colombiano a la espera de un lanzamiento de córner. Y Silva que, en esta ocasión no optó por autoexpulsarse, como hizo en Brujas, sino por convertirse en el delantero fallón del año.

Pero algo tuvo ayer el Valencia que no perdió o empató un partido que, no hace mucho, se le habría escapado sin remedio. Y ese algo lo encontré en el centro del campo. Albelda y Banega se cargaron el equipo a sus espaldas, después de haber sesteado cuando el Valencia no los necesitó, y aguantaron a un Getafe al que le habría venido mejor que el árbitro no se hubiera vuelto loco. Al final acabó perdiendo igual y con un capazo de tarjetas imposibles.
El fútbol es más atractivo cuando pierde la cordura. Y la locura del árbitro y la grada convirtió un encuentro más soso que un lunes por la noche en un despropósito mental de ocasiones por ambos bandos, adrenalina y espuma en la boca. Mucho más divertido que CSI o la repetición de Sálvame.

domingo, 14 de febrero de 2010

Sporting, 1; Valencia, 1

Yo me he criado yendo al fútbol a las cuatro y media de la tarde los domingos. En una época en la que no había partidos televisados y, cuando los había, siempre jugaba el Madrid. En unos tiempos en los que ir a Mestalla llevaba aparejado un ritual que incluía un puro, un programa del partido, al modo inglés pero gratuito, y una copa de brandy, que ofrecía un vendedor ambulante durante los años en los que a la gente, si se ponía piripi viendo el fútbol, no le daba por liarse a hostias con el primero que pillaba, como hacen ahora los descerebrados esos que van a un campo de fútbol y exhiben la bandera de la fidelidad a unos colores. Como es obvio, yo, menor de edad, sólo disfrutaba de uno de los amuletos del ritual, el programa de mano, pero recuerdo con nostalgia esas tardes frías y soleadas de invierno en las que el fútbol olía a brandy, puro y Turrón Viena, que era el sustitutivo del alcohol y el tabaco para un niño de mi edad. Pero un día llegó la televisión y el fútbol se convirtió en su esclavo. El que pone los artistas, los payasos y los estibadores para que la tele los convierta en espectáculo. Y la tele no se ha criado yendo al fútbol los domingos a las cuatro y media de la tarde. La tele es como esos tipos que sólo saben hablar de una cosa. Como ellos, sólo sabe hablar de fútbol. Así que programa partidos a todas horas. Empezó acaparando el domingo, luego extendió sus redes a la noche de los sábados, más tarde acaparó también la tarde del sábado y ahora parece que, no conforme con su botín, empieza a ocupar el lunes. Más o menos lo que hizo Hitler con Europa. Si jugar un sábado a las seis de la tarde es antinatural para cuaquiera que ame un poco el fútbol, hacerlo un lunes por la noche me pone bastante enfermo.
Pero al Valencia le está tocando en los últimos partidos jugar a esa hora en la que emiten "Cine de barrio" en la tele. Es decir, que compite con gente como Gracita Morales, José Luis López Vázquez, Lina Morgan o Antonio Ozores. Yo, la verdad, lo tendría claro. En lugar de ver hacer el payaso a gente que ha entrenado para lo contrario, me quedo con aquellos que ha estudiado para hacer el payaso. Ayer, además, hacían "Operación Mata Hari", donde Gracita hace de espía cutre, y era una buena oportunidad para volverla a ver. Pero, al final, uno no puede evitar pensar que juega el Valencia. Y puede más el recuerdo de esas tardes de puro y brandy que la comedia de Mariano Ozores.
Os juro que el Sporting-Valencia ha sido tan divertido como "Operación Mata Hari". El Valencia ha salido tontorrón, como si el partido no fuera con él, como ya pasó en Tenerife o Sevilla, y a los cinco minutos se ha dado cuenta de que perdía. Ha hecho como esa Mata Hari de la peli de Ozores, que se marcha con su contable y deja al enemigo sin nadie que le espíe. Pero ahí está su criada Guillermina para sustituirla y la Guillermina del Valencia ha salido entonces al campo. No es que lo haga como esos Valencia mataharis que hemos visto dominar el juego y ser letales en los últimos metros, pero da el pego. Un Valencia que toca bien el balón, chuta y hace internacional al portero contrario, agradecido por el efecto Guillermina. De esos que te empujan a pensar que vamos a perder y le vamos a echar la culpa al contable por haberse fugado con la versión buena del equipo. Al final, el Valencia ha logrado empatar, ha debido ganar y ha podido perder.
Por culpa de la televisión, el lunes 22 de febrero el Valencia competirá con Grimson y la gente de CSI, más que contra el Getafe. Sólo pensar en Unai analizando las partículas de caspa de Michel en la banda me produce una sensación tan nauseabunda que creo que voy a vomitar los Turrones Viena que me comí de pequeño en Mestalla.

sábado, 6 de febrero de 2010

Valencia, 2; Valladolid, 0

Cuando mi padre murió, hace ahora siete años y medio, no derramé ninguna lágrima por su pérdida. No porque no lo quisiera, más bien todo lo contrario, sino porque, como medida profiláctica, me había mentalizado desde algunos años atrás de que, algún día, iba a llegar tan triste momento. Es ley de vida, pensé, y pude mantener mi entereza ante una familia destrozada. Días después del fallecimiento de mi padre, cuando mi madre y mis hermanos se habían recuperado del golpe, al menos en apariencia, lloré sin consuelo en mi cama, con mi novia como único testigo, por la pérdida de la persona que más me había enseñado cómo era la vida. Aquel llanto, eterno e incontrolado, fue un estallido de toda la tensión acumulada durante los diez días en que mi padre estuvo en coma y mantuve mi expresión inalterable, que salió de golpe, por espacio de media hora. Mi padre fue la persona que me enseñó a amar el cine, cuando yo apenas había cumplido catorce años y me llevaba a ver películas de Eisenstein, Herzog o Fassbinder. Pero, sobre todo, fue la persona que me enseñó a amar el fútbol. Durante 35 años fui con él a Mestalla y con él viví alegrías y penas, fortunas y desgracias, títulos y descensos. Con él en el fútbol aprendí que la vida era eso: un día te sonríe y al siguiente todo sale mal. Que ser de un equipo de fútbol como el Valencia es la mayor metáfora del sentido de la vida.
No he vuelto a llorar su pérdida, pero me acuerdo mucho de él. Hay un momento en el que su ausencia provoca un vacío terrible en mi interior: cuando voy solo al fútbol. El pase de mi padre en las sillas gol sur lo heredó mi hermano y, durante años, lo compartió, de manera algo pasional, con uno de mis mejores amigos. Pero nunca encontré, ni en mi hermano ni en mi amigo, la pasión que transmitía mi padre cuando yo lo acompañaba al fútbol. A mi padre le encantaba el fútbol y le daba igual que el rival fuera el Real Madrid o el Mirandés, quería ir a Mestalla aunque el partido fuera de esos en los que el contrario da tanta pena que hasta agradeces que los jugadores el Valencia hagan el idiota en vez de hacer sangre del pobre. En estos últimos siete años y medio, no sólo he ido al fútbol con mi hermano y con mi íntimo amigo, sino que también lo he hecho con colegas, cuñados, sobrinos o conocidos. En ninguno de esos casos, he encontrado el espíritu futbolero que rezumaba mi padre. Este año, mi hermano se ha quedado el pase en propiedad y, por culpa de sus múltiples ocupaciones familiares y laborales, he ido a Mestalla solo muchas más veces que acompañado. Es entonces cuando más he echado de menos a mi padre.
Ayer, para no variar, fui solo a Mestalla y mi padre estuvo muy presente en mi memoria. Él habría disfrutado ayer mucho, porque fue de esos partidos que reafirman la locura de ser valencianista. Era, en teoría, un partido importante, en el que el Valencia se jugaba su supremacía en la liga de los otros, la que no se juega el título ni aparece en las secciones de deportes de los telediarios de ls cadenas nacionales. Ser cabeza de ratón, el mejor entre el proletariado del fútbol español. Venía el Valladolid, un equipo que siempre ha sido incómodo y gafe para el Valencia, que, además, estrenaba entrenador: un tipo al que recuerdo gordito en su época de futbolista y encuentro obeso en su etapa como entrenador. Pero el Valencia lo ha resuelto con una tranquilidad impropia de sus galones. Ha jugado cómo y cuando ha querido y, si no ha marcado más goles, es porque no tenía ganas. Un partido de esos placenteros, que tanto le gustaban a mi padre, porque sabía que era una especie de oasis en esa condición sufridora de ser valencianista.
Ojalá queden muchos partidos en esta temporada como el de ayer. A mi padre le habrían gustado y, aunque con pena, me gustará a mí recordarlo. Solo o en compañía de otros.