lunes, 24 de octubre de 2011

El mal alemán

En la década de 1960, miles de españoles marcharon a Alemania en busca de un futuro mejor para sus familias. Eran los tiempos del desarrollismo en nuestro país y emigrar a Alemania fue una de las bazas que el franquismo utilizó para conseguir divisas, las que mandaban quienes se habían visto forzados a instalarse en Alemania a la parte de la familia que se había quedado aquí. La propaganda para que los españolitos se fueran a por fortuna al país de la cerveza y la tecnología llegó incluso a propiciar películas como Vente a Alemania, Pepe, apología, en clave de humor, de la emigración germana. Muchos de esos españoles que lo dejaron todo para irse, volverían al cabo de unos años convertidos en técnicos cualificados y con dinero. Otros se quedaron allí y engendraron hijos que ahora son alemanes y, en algunos casos, delanteros troncos del Bayern de Múnich. Al Valencia le pasa lo contrario que aquellos emigrantes de los sesenta. Cada vez que va a Alemania vuelve con el rabo entre las piernas. No importa cuál sea su destino: Bremen, Gelsenkirchen, Leverkusen o Karlsruhe. Al Valencia Alemania le sienta muy mal. Y lo peor no es que pierda de manera cíclica en tierras germanas, sino que la resaca le suele durar y tiene consecuencias, en general funestas. Ya le ocurrió hace ahora 18 años tras el ignominioso 7-0 ante el Karlsruher o siete años atrás, después de perder contra el Werder por 2-1 en el último partido que jugó (no cuento los que salió al campo en temporadas posteriores) Vicente.
Ayer fue uno de esos encuentros post-Alemania del Valencia, tras una nueva derrota estúpida ante el Bayer Leverkusen. Y los síntomas de este equipo apuntan a que puede volver a sufrir el mal alemán, el mismo que se desencadenó tras Karlsruhe o Bremen.
Ya tenía mala pinta un partido en el que al árbitro no le avisaron de que tenía que guardar un minuto de silencio y el pretendido homenaje a Marco Simoncelli se convirtió en un segundo de respeto. En el que poco después se rompió Canales, uno de los pocos futbolistas de esta plantilla capaces de desatascar una defensa ordenada como la que planteó el Athletic. Y en el que el Valencia se empeñó desde el principio en sacar la pelota jugada desde atrás para desmontar la presión de los vascos ante un público impaciente y protestón.
Pero se torció todavía más cuando un error en la salida del balón lo aprovechó Muniain para dejar al Valencia sin respuesta, como si estuviera jugando contra un equipo alemán. Pero enfrente sólo estaba el Athletic, un conjunto que odena un tipo que se pasa el día viendo vídeos en pijama y se sienta en el banquillo, también en pijama, una vez a la semana. Menos mal que al final, cuando nadie en Mestalla confiaba en que aquello podría maquillarse, Soldado lo arregló con un gol inverosímil.
Espero que el extraño partido que vi ayer no signifiquen los primeros síntomas de un nuevo brote del mal alemán para el Valencia. Sobre todo porque el vecino es líder y juega como debería jugar el Valencia: sabiendo lo que hace y creyéndoselo. Claro que ellos no han ido a Alemania.

lunes, 17 de octubre de 2011

Terror

He pasado los últimos diez días en Sitges, en el Festival de Cine Fantástico que se celebra en la localidad catalana cada año cuando llega el mes de octubre. Sitges es un certamen cinematográfico por el que siento una especial debilidad, ya que en él se respira una atmósfera, entre culta y gamberra, que me fascina. La gente acude en tropel a las proyecciones, sean a primera hora de la mañana o a última de la noche, y vive con una expectación inusitada todo lo que le ofrece la magia del cine. Yo acudo a Sitges desde hace ocho años y disfruto mucho con películas de muy diverso pelaje porque, en el fondo, estoy hecho de la misma pasta, entre culta y gamberra, que el festival.
En esta edición del certamen me he tragado más de 30 filmes. Salvo excepciones -unas pocas que te hechizan del primer al último fotograma y otras que desprecias de principio a fin-, hay una característica común en todas las películas que he visto. Todas ellas empiezan con la misma solidez y seriedad conceptual, brindan al espectador una primera hora excelente, en la que las acciones de los personajes tienen sentido, los elementos fílmicos de combinan para enganchar a quien la ve y el fruto de la planificación del director y el trabajo de los actores parece llevar a un final interesante, que haga que quien ha estado sentado en la butaca durante hora y media salga de la sala con una sonrisa cosida al rostro. Sin embargo, por extrañas razones que desconozco, la mayoría de las películas que he visionado en Sitges se diluían tras un arranque más que prometedor para acabar convirtiéndose en vulgares ejercicios que recordaban a otras películas, más o menos bien resueltas. Los finales los veías venir con tanta anticipación que te desanimaban. Quizás por eso cuando, una vez acabado mi trabajo en Sitges, me puse a ver el Mallorca-Valencia el pasado sábado, no me sorprendió en absoluto que el equipo de Unai se desenvolviera en ese campo que comparte nombre con la gorra de Toni Nadal de la misma manera que decenas de las cintas que he contemplado en los últimos días. Un comienzo más que interesante, en el que todo parece cuadrar y un final en el que el trabajo hecho durante el primer tramo se evapora como por arte de magia. Dos películas irreconocibles entre sí en una sola.
Pero lo más preocupante de todo esto no es que el Valencia se parezca cada vez más este año a tantas películas de terror como las que ha proyectado Sitges. Lo más preocupante es que este equipo recuerda tanto al de temporadas anteriores que, apenas mes y medio después de iniciada la temporada, cualquier aficionado sabe cuál va a ser el final de la campaña. Y lo peor que puede sucederle a una película, y más si es de terror, es tener un final previsible.

miércoles, 12 de octubre de 2011

Teoría de los pelos

Cuando tenía 24 años comencé a perder pelo de manera acelerada. No sólo en las entradas de la cabeza, algo normal en algunos jóvenes de mi edad, sino en la coronilla, un síntoma de que, más pronto que tarde, acabaría quedándome calvo. Aquel hecho produjo en mí una preocupación superlativa. A esa edad, cualquier signo que te haga parecer más mayor de lo que eres es una tragedia. Durante meses me apliqué diversos tratamientos y mejunjes, desde pastillas para estimular el crecimiento capilar hasta ungüentos que frotaba en mi cuero cabelludo y me producían más picores que resultados. Hasta que me di cuenta de que el problema estaba en mi cabeza, pero no por fuera, sino por dentro. Si me tenía que quedar calvo, más valía que lo afrontara con dignidad. Nada de crecepelos milagrosos, ni de pelucas, ni de implantes que evocan al pelo de mentiras de las muñecas de Famosa. Y, cuando acabó mi estrés por la pérdida de cabello, dejó de caérseme el pelo con la misma velocidad. 25 años después, sigo teniendo pelo en la cabeza, cuando los pronósticos hace medio siglo indicaban que mi cocorota sería una bola de billar americano sin número.Esta experiencia vital me ha hecho desarrollar una extraña afección hacia la gente calva. Creo que los calvos tienen una percepción diferente de lo que es la vida porque han sabido convertir en digno lo que los demás llaman defecto físico. Han convertido esa carencia en una marca de su personalidad. Quizás por eso, nunca me ha caído mal Manuel Llorente, ni cuando era un consejero delegado a la sombra de los Roig llegado del baloncesto y los supermercados, ni ahora que, de la mano del principal acreedor del club, ejerce como presidente del Valencia con el objetivo de salvar de la ruina a la entidad sin que ésta pierda potencial en el aspecto deportivo.
Más allá de sus aciertos y sus errores, creo que Llorente siempre ha mantenido una línea cabal en sus acciones. Ha sido ecuánime y ha soportado con dignidad los problemas que se ha encontrado en el camino. En pocas ocasiones, si exceptuamos algunos pequeños resbalones, como las declaraciones con que nos obsequiaba ante los micrófonos del Canal+ cuando perdía el Valencia, Llorente ha perdido la calma. Supongo que el hecho de haber tenido que asumir la pérdida del cabello mucho antes de lo normal en su edad ha dibujado una personalidad coherente con su forma de vivir y de moverse en esta jungla tan peligrosa como es la del fútbol.
Pero hace unos días escuché unas declaraciones de Llorente en las que afirmaba que el objetivo del Valencia en esta temporada es el título de liga. Atónito, busqué en internet imágenes del presidente blanquinegro para comprobar si había sufrido una mutación física de esas que sólo se dan en las películas de terror. Pensé que, a lo mejor, se había sometido a un tratamiento para que le creciera el pelo y, como si tuviera una doble personalidad licántropa, el Llorente peludo era capaz de hablar como Paco Roig y prometer títulos para un club que nunca ha logrado objetivos a base de bravatas. Al final, encontré un vídeo de Llorente y comprobé, con desilusión, que seguía siendo calvo. Y en ese momento, mi teoría capilar se hizo añicos, como la consideración que tenía al presidente del Valencia hasta entonces.

lunes, 3 de octubre de 2011

Historias de mínimas


La primera temporada que mi memoria recuerda con nitidez fue la 70-71, aquella en la que el Valencia, tras una sequía de 24 años, conquistó su cuarta liga. Yo era un niño de ocho años y, como parece obvio, en mi mente no cabían sistemas tácticos ni estrategias a balón parado. En mi cabeza de infantil seguidor sólo anidaba la pasión. Recuerdo que aquella campaña el Valencia ganó la mayoría de sus partidos en casa por la mínima, consiguiendo resultados que arrancaba de cuajo a rivales que llegaban a Mestalla para intentar hacerle la vida imposible. Daba igual que el contrario fuera el Sabadell o el Real Madrid. Aquel Valencia siempre ganaba por un gol de diferencia, sufriendo, valorando el tesoro que significaba haber marcado un tanto más que su oponente. Aquel Valencia deformado por la visión de un niño de ocho años no entendía de solidez defensiva, aunque luego descubrí que la tenía a capazos, ni de capacidad de anular al rival o de mucho sacrificio para llegar al gol, a causa de la endeblez de la línea ofensiva. Pero sí que sabía de la virtud para pelear hasta el final por conservar un resultado ajustado o por derribar murallas viguesas. A aquel equipo le bastaba con ganar por uno al colista si también se le ganaba por uno al líder. Lo importante eran los dos puntos, en el sentido maquiavélico y amable del término.
Han pasado 40 años desde aquello y, como en general en la vida, nos hemos ido acomodando. Vivimos los mismos tiempos de incertidumbre que entonces, el saber que hay equipos superiores y que habrá que roer mucho para estar a su altura, pero ya no nos basta con ganar por la mínima a cualquier visitante de Mestalla. Ahora hay que golear a los modestos y el guarismo igualado sólo está reservado para la burguesía y la aristocracia de nuestro fútbol. Vivimos tiempos en los que es más importante aparentar que tener. Por eso somos valencianos y por eso hemos construido este modelo de sociedad en las últimas cuatro décadas. La sociedad de la Fórmula 1, el todovale y la mediocridad disfrazada de chulería.
Yo, cuando tenía ocho años, aprendí a apreciar la victoria por la mínima ante un rival menor porque, durante los años posteriores, vi muchos empates y derrotas tontas ante rivales menores. El triunfo para un niño siempre es lo más importante, porque todavía no sabe que esta vida es una mierda. Y no importa demasiado de qué manera hay que conseguirlo. El sábado acudí a Mestalla acompañado de mi sobrino Ángel, un niño de seis años que vive el fútbol con la misma pasión que yo lo vivía a los ocho. Ángel es un crío que habla poco cuando va al fútbol, pero que sus comentarios están llenos de inocentes verdades. A veces, su desnuda perspicacia explica muchas más cosas que las que se pueden extraer de una tertulia radiofónica de adultos. Ángel salió contento de Mestalla el sábado porque el Valencia había ganado. Poco le importó levantarse sólo una vez de su asiento para celebrar un gol. En esta temporada, en la que sentimos las mismas esperanzas que hace cuarenta años, con un equipo que parece compacto y que podría darnos alegrías inesperadas, yo quiero seguir siendo como aquel niño de ocho años, como este niño de seis, y pensar que las victorias hay que lograrlas. Lo de menos es cómo.

lunes, 26 de septiembre de 2011

Las piernas del portero


Si fuera un hombre subyugado por la dictadura de los horarios que impone la Liga de Fútbol Profesional consagraría los fines de semana a ver partidos en horarios absurdos. El sábado a las seis de la tarde, por ejemplo, estaba de sobremesa después de una opípara comida con una pareja de amigos y no presté demasiada atención a lo que hacía el Valencia en Sevilla. Supongo que si a las cabezas pensantes de nuestro fútbol se les hubiera ocurrido que el encuentro se hubiera celebrado a las diez de la noche, lo habría seguido con pasión, me habría cabreado por las oportunidades perdidas por mi equipo y habría lamentado que el Valencia sea tan pardillo cuando juega contra equipos que salen al campo con el cuchillo en los dientes. Ayer domingo, de nuevo sufrí los caprichos horarios del fútbol español cuando acudí al Ciutat de València a ver al Levante contra el Espanyol a las cuatro de la tarde. Mi amigo Alfonso me invita a veces a acompañarlo al feudo granota cuando tiene que trabajar allí como corresponsal de la agencia Efe. Y yo voy encantado. En el Ciutat de València veo el fútbol con un distanciamiento brechtiano. No soy del Levante y, francamente, me importa un bledo si gana o pierde, por lo que los partidos en territorio granota son para mí un entretenimiento en el amplio sentido de la palabra. Además, en el estadio levantinista me suelo encontrar con buenos amigos que profesan la fe granota y que incluso se alegran de verme por allí pensando en que me estoy haciendo un converso, que estoy cerca de renegar de mis convicciones xotas para abrazar la religión granota.
Alfonso y yo nos situamos en la tribuna de prensa y, mientras él ve el partido desde un punto de vista profesional, yo lo contemplo como un niño que se fija en todo. Me divierte el ambiente del Ciutat de València, tan diferente a Mestalla, y me gusta ver cómo la gente se enfada o se alegra según las vicisitudes del juego. Ayer, además, se me sentó al lado Tommy N'Kono, aquel legendario portero camerunés del Espanyol que ahora forma parte del staff técnico del club perico.
N'Kono, a mi lado, no se cortó un pelo. Recriminaba a sus jugadores los errores tácticos, como si ellos pudieran oírle a muchos metros de distancia, protestaba los errores arbitrales y maldecía con cada gol que recibía su equipo. Al final se marchó diez minutos antes de que el árbitro pitara el final, enfadado con el mundo y dispuesto a contarle a Pochettino lo que había visto desde su privilegiada posición en el estadio. Cuando se levantó, me fijé en él y contemplé un hecho insólito: Tommy N'Kono iba en pantalón corto. Durante los veinte años que duró su carrera como portero, N'Kono no jugó jamás con pantalón corto, como el resto de sus compañeros. Recuerdo que decía que su costumbre de vestir pantalón largo y negro, incluso cuando el calor apretaba de forma insoportable, se debía a su pudor, su recelo a enseñar las piernas. Ayer no. Ayer N'Kono pareció haberse liberado de sus remilgos y apareció por el Ciutat de València en pantalón corto. Y ese hecho únicamente es el que me hizo volver a casa contento, porque había visto algo excepcional en un campo de fútbol. Aunque fueran las piernas de un tío, que es algo que no me provoca ningún tipo de pulsión erótica.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Sueños

Es posible que, a medida que cumplo años, me esté haciendo más exigente. O más descreído. Hace unos años, pensaba que el esfuerzo y el trabajo diario eran un camino idóneo para conseguir lo que te proponías, que bastaba con laborar duro para que la vida te recompensara, de una manera u otra. Ahora sé que la sonrisa de la vida no depende del empeño que pongas en arrancársela, sino de factores que te son ajenos, como la suerte, el dinero o encontrar en el camino pocas zancadillas.
Con el fútbol me ocurre algo parecido. Ya son muchos años de ver arranques de liga fastuosos, en los que el Valencia parece que se va a comer el mundo. Años de soñar con la gloria, con asaltar el trono de los poderosos y colarse en el lugar reservado para los que siempre ganan. Luego, más pronto o más tarde, llega el momento de bajar de la nube, de comprender que la realidad es una y los sueños, algo muy diferente. Tres triunfos consecutivos han disparado la euforia de la afición, una vez más, para con este equipo. Dormir líderes por una noche es una bonita manera de soñar, como el día en que te hace mucho caso una mujer bella y piensas que podrás ligártela. Puede que hasta sea bueno, para aumentar nuestra estima, vernos encaramados en lo alto de la clasificación cuando esto no ha hecho más que empezar. Soñar es un ejercicio romántico y, en ocasiones, necesario para sobrevivir en esta jungla.
Lo complicado es confundir el sueño con la realidad. Pensar que las cosas pueden ser en la trigésimo octava de liga como lo son en la tercera. No saber dónde estamos ni ver venir la influencia de la suerte, el dinero o las zancadillas que, a buen seguro, nos franquearán el camino.
El Valencia podrá ganarle al Barcelona el miércoles en Mestalla. El sueño se prolongará, pero el despertar, si se produce, tampoco nos debe hacer caer en el pesimismo. Pronto o tarde, la vida y el fútbol ponen a cada uno en su sitio y, aunque la afición valencianista siempre haya sido reacia a encontrar el suyo, no nos vendría mal concienciarnos de que, mientras la liga funcione así, nuestros sueños distan mucho de la realidad.

martes, 13 de septiembre de 2011

Resaca

Los signos de envejecimiento no tienen forma de arrugas en el contorno de ojos que te obligan sin remisión a comprarte un carísimo producto cosmético de procedencia francesa. Tampoco que, cuando se acerca tu cumpleaños, pienses que te queda menos por vivir de lo que has vivido. Para mí, el más evidente signo de envejecimiento se da al día siguiente de haber salido una noche de fiesta, cuando entro en un espiral de arrepentimiento y contrición que me dura demasiadas horas, cuando mi cuerpo tarda en recobrar la normalidad mucho más de lo que tardaba hace diez o veinte años.
No sé si alguno de mis lectores ha ido al fútbol bajo los efectos de una resaca de esas que relato en el párrafo anterior. Es una experiencia casi psicotrópica. Las sensaciones que se viven son completamente diferentes a las que se tienen después de semanas de sobriedad. El fútbol, vivencia pasional donde las haya, se percibe de forma muy singular. Yo me exalto con cosas nimias y me resbalan aspectos importantes del juego, me indignan tonterías y me la soplan errores arbitrales de esos que soliviantan a la grada hasta hacerla estallar para llamar burro al colegiado de turno. El sábado fui a Mestalla después de una larga noche de viernes que se prolongó hasta casi la mañana del día siguiente. La resaca, el dolor de cabeza y la sensación de que lo mejor para que no te persigan los fantasmas nocturnos habría sido quedarse postrado en el salón de mi casa viendo el partido en la retransmisión televisiva me persiguieron durante las dos horas en que estuve en Mestalla. Quizás por eso, nunca tuve la sensación de que el Valencia jugó con fuego durante toda la segunda parte, nunca pensé que un partido que había dominado en el primer periodo se podría escapar por un exceso de negligencia en la parte final del encuentro. No vi penaltis a favor no pitados, ni goles anulados injustamente, pero sí futbolistas exhaustos que lucharon hasta el final por aguantar de forma heroica algo que, en mi cabeza, era un acoso más o menos normal del contrario.
Ayer domingo, cuando la resaca ya había pasado, muchas horas después de que el alcohol se hubiera metabolizado en mi organismo, al pensar en el partido contra el Atlético de Madrid, me di cuenta de que había visto otro encuentro completamente diferente al que vieron los espectadores que estaban en Mestalla o quienes lo siguieron a través de la televisión. Tanto que intenté corroborar una visión inquietante: creí haber visto a Miguel, de nuevo, corriendo por la banda derecha de Mestalla. Claro que igual fue el viernes por la noche y ese recuerdo se confunde con la nebulosa nocturna que me provocó la resaca.

lunes, 5 de septiembre de 2011

Días sin radio


La mayoría de amigas, amantes o novias que he conocido en mi vida no eran aficionadas al fútbol. Preferían una buena película, una cena romántica o una velada sexual a compartir conmigo un partido de fútbol y, en raras ocasiones, me acompañaron a Mestalla a ver al Valencia. Por cariño, sexo o amor, he priorizado muchas veces el estar con ellas a la liturgia futbolística y no me arrepiento. Pero, las pocas veces en las que el fútbol fue tema de conversación con ellas, me di cuenta de que todas compartían una imagen de la infancia que mezclaba nostalgia y una extraña sensación de perderse algo intangible, incomprensible para su forma de ver la vida. Todas recordaban a su padre, los domingos por la tarde, pegado a la radio de casa y escuchando un carrusel deportivo en el que seguía la jornada futbolística. No soy mujer y tengo el mismo recuerdo que ellas. Sólo que, en mi caso, yo participaba de ese ritual vespertino de los domingos mientras los conductores del programa daban paso a locutores que se encontraban en La Condomina, Pasarón o la Nova Creu Alta. Los domingos eran días de fútbol, pero, sobre todo, eran días de radio, en una época en la que el partido televisado era la excepción y no la regla, en la que la imaginación del golazo narrado por las ondas hertzianas superaba a la realidad del churro visto mucho más tarde en los imperfectos resúmenes televisivos. La radio me enseñó a mitificar el fútbol, a llenarlo de adjetivos grandilocuentes, epítetos apasionados a hipérboles abigarradas. A vivir los partidos sin verlos, a hacerlos mejores de lo que eran.
Cuando llegó la avalancha de fútbol televisado, abandoné la buena costumbre de escuchar por la radio los partidos. El transistor, simultáneo a la televisión, podía ser un enemigo, que te adelantaba las acciones del juego debido al pequeño diferido con que llegaban las imágenes a causa de las nuevas tecnologías. Pero recuerdo algunos momentos recientes en mi vida en los que, estando de viaje, me he calzado los auriculares para oír cómo transcurría la jornada, en la soledad de quien escucha algo que sólo él puede imaginar.
Ahora, a aquellos que olvidan que el fútbol es mucho más que un negocio se les ha ocurrido que las emisoras de radio han de pagar por entrar en los campos de fútbol y contar lo que ven. Como si la habilidad para convertir en legendario un hecho tan tribal como un partido de fútbol fuera una falta por la que hay que pagar una multa. En consecuencia, el fútbol español se ha quedado sin narradores, sin profesionales que son capaces de transmitir pasión y emoción a un simple saque de banda efectuado “desde la teórica posición del lateral derecho”. Y pierde así una parte muy importante de su encanto, la llave que transforma un gesto físico en una emoción. Yo viví un fútbol sin televisión, pero dudo de que pueda soportar un fútbol sin radio. Pero quizás quienes ahora imponen las leyes y están convirtiendo la liga española en un aburrido bucle en el que todo es tan previsible como insulso nunca crecieron pegados a un aparato de radio. Nunca supieron que en la voz de un locutor radiofónico retransmitiendo un partido de fútbol había mucha más poesía que en mil imágenes de Cristiano Ronaldo celebrando un gol.

lunes, 27 de junio de 2011

El dulce encanto de la derrota

En contra de la creencia general, lo más importante en el fútbol es saber perder. Ganar es lo fácil, a lo que todo el mundo aspira, lo que forja las leyendas, el alfa y el omega de este juego. Ser de un equipo que gana es lo más sencillo del mundo: basta con apuntarse al carro de la mayoría, seguir al abanderado del triunfo. Aunque es cierto que, en el balompié, no hay equipo que haya ganado siempre, perder forma parte de la mística del fútbol y ser de un equipo perdedor imprime un carácter único.El artículo completo en L'informatiu.

lunes, 20 de junio de 2011

Leer el fútbol

Hace unas semanas acudí a un debate en L'Eliana sobre fútbol y literatura. Uno de los contertulios era un periodista valenciano que, en su intervención, explicó que él era del Barcelona por razones políticas. Para él, el Barça era el epítome de la izquierda progresista, mientras que el Madrid representaba la caverna más reaccionaria y el Valencia, el blaverismo recalcitrante. Para rematar su intervención, mi compañero de mesa y de profesión contó que él había sido de varios equipos en su vida, pero que ahora, después de una época en la que fue seguidor del Valencia, volvía a ser del Barcelona con orgullo. Al fin y al cabo, militaba en el grupo de fans del mejor equipo del mundo.Mis similitudes entre literatura y fútbol en L'informatiu.

martes, 14 de junio de 2011

La ilusión viaja en metro

Durante once años, un mes y un día viví en un pueblo de L'Horta Sud de cuyo nombre no quiero acordarme. Por lo general, acudía a Mestalla en moto, el único medio de transporte que sé conducir, pero los días que llovía recurría al metro para desplazarme a ver el Valencia. El metro es un medio de transporte fascinante, pues revela la personalidad de cada ciudad. A mí, el metro de Madrid me produce tristeza, lleno de rostros cansados por el trabajo diario y los largos desplazamientos. El de París, por el contrario, me da buen rollo, con esa mezcla racial, cultural y social que puebla sus vagones. El de Valencia es un metro incompleto, mucho más útil para quienes viven en el área metropolitana que para los que intentan sobrevivir en el centro de la capital, y por ello mi sentimiento hacia él es incompleto: hay días que me genera desasosiego y hay otros en que me produce alegría. El artículo completo en L'informatiu.

lunes, 6 de junio de 2011

Un bucle interminable

Leí hace tiempo una entrevista con Leo Bassi en la que confesaba que él, a pesar de ser italiano, aborrecía el fútbol. Detestaba ese juego por una razón que a mí me parece su esencia. Para Bassi, el fútbol es como un bucle interminable, en el que todo volvía a empezar desde cero después de cada temporada o de cada torneo. Su reflexión, aun certera, me parece que olvida que lo extraordinario de este deporte, lo que le hace semejarse tanto a la vida, es que siempre concede segundas oportunidades, que, aunque uno haya fracasado o triunfado en una etapa de su vida, encontrará a la vuelta de la esquina algo que le haga cambiar de nuevo. El resto del artículo en L'informatiu.

lunes, 30 de mayo de 2011

Los bingueros

Durante la temporada que acabó el sábado pasado, ha habido un buen número de partidos del Valencia que he visto de manera atípica por culpa de mis obligaciones profesionales. Vi, por ejemplo, la ida de los octavos de final de la Liga de Campeones contra el Schalke 04 en un bar de Berlín, rodeado de hinchas alemanes, o el choque de liga contra el Hércules en una habitación de hotel de Gotemburgo mientras devoraba una pizza que me había procurado el servicio de habitaciones. La final de la Champions con Fernando Esteso en L'informatiu.

lunes, 23 de mayo de 2011

Perdedores

El personaje más fascinante que ha pasado por el Valencia es Miroslav Djukic. Pese a ser uno de los defensas más elegantes y sutiles que han jugado en el conjunto valencianista, la vida profesional de Djukic estuvo marcada por esa fatalidad que sólo acompaña a los perdedores. El serbio era titular en una de las mejores selecciones yugoslavas de la historia, la que sorprendió a España en el Mundial de Italia y la que formaba parte de los pocos equipos favoritos para ganar la Eurocopa de 1992. Pero la cruenta guerra de los Balcanes impidió a Djukic y al resto de sus compañeros en la selección serbia jugar aquella Eurocopa, con el cruel añadido de que su sustituta, Dinamarca, se alzó con el título. La crónica agridulce del Deportivo-Valencia en L'informatiu.

lunes, 16 de mayo de 2011

La gran ocasión

Ojalá haya que empezar a acostumbrarse, al menos una vez al año, a dar ese largo paseo que separa Mestalla del Ciutat de València. A cruzar Blasco Ibáñez, Benimaclet y Orriols para llegar al estadio del rival ciudadano. Ojalá los levantinistas también se acostumbren a hacer el trayecto inverso. Sería señal de que Valencia es, por fin, una ciudad con rivalidad futbolística.
No soy de los que piensan que el poderío de un club se calibra desde la soledad. Los grandes equipos necesitan su opositor. El Madrid necesita del Barcelona para existir, y viceversa. Y, a su vez, el Barça necesita del Espanyol y el Madrid del Atlético, como contrapunto a la peligrosa tentación del pensamiento único dentro de su hábitat natural. Nadie es grande si no tiene enemigos, cerca y lejos.
Una reflexión sobre el derbi, antes de su disputa, en L'informatiu.

lunes, 9 de mayo de 2011

Fin de ciclo

Recuerdo pocos finales de liga emocionantes en los últimos años. Y, cuando hablo de emoción no me refiero a jugarnos la entrada en la Intertoto, sino a poder ganar una liga o librarnos del descenso. Las ligas se ganaron algunas jornadas antes de acabar el campeonato, por lo que el único final vibrante de los últimos años tendría que ser el que nos sirvió en una copa con mucho hielo Ronald Koeman. Un final de liga de los de hace 25 años, cuando nuestros objetivos eran los mismos que los que tiene ahora el Getafe. Pero no es así. Hubo un tiempo en el que meterse en la Liga de Campeones no era tan fácil y la historia nos regaló tres finales de liga maravillosos: el que nos llevó a debutar en la Champions, con la inestimable colaboración de Solari en Balaídos, el que nos hizo repetir presencia días antes de la decepción de Saint Denis, y el más creativo y también el más triste, el que inventó el término “rivaldazo”. La crónica del Valencia-Real Sociedad en L'informatiu.

martes, 19 de abril de 2011

Eyjafjallajökull

Hace unos días, una persona que acababa de conocer me contó que la nube de cenizas del volcán Eyjafjallajökull (juro que no volveré a escribirlo más en este artículo) le cambió la vida. Hace exactamente un año marchó de vacaciones al norte de Italia con la que era su pareja durante los últimos diez años y quedó atrapada por culpa de la nube volcánica sin poder volver a su casa. En ese periodo de tiempo, se dio cuenta de que la relación que había mantenido viva durante un decenio era un cadáver sentimental. Su vida, me decía, había cambiado por un incidente inesperado, por un acontecimiento natural fortuito, un año atrás, como si esa nube, aparte de arrastrar cenizas volcánicas, hubiera arrastrado parte de su pasado.

La crónica volcánica del Almería-Valencia en L'informatiu.

lunes, 11 de abril de 2011

Estados de ánimo

Siempre he pensado que el fútbol es un estado de ánimo. Que los grandes equipos se construyen con los cimientos de una táctica adecuada, unos futbolistas en estado de gracia y una cierta dosis de fortuna, pero, sobre todo, se edifican sobre un estado de ánimo, cercano a la euforia, que arrastra hacia la victoria. El Valencia de Benítez, por ejemplo, no era el conjunto que poseía los mejores jugadores en su época, pero entró, desde la primera temporada del preparador madrileño, en un estado de ánimo alegre que lo llevó en volandas a ganar dos ligas y una Copa de la Uefa. El Valencia de Quique, por el contrario, tenía mejores individualidades, pero transmitía tristeza.

La crónica cinematográfica del Valencia-Villarreal en L'informatiu.

lunes, 4 de abril de 2011

El dolor

Desde hace unos días vivo postrado en un diván a causa de una lumbociática provocada por una hernia discal que, aunque me la diagnosticaron hace muchos años, llevaba más de tres lustros sin molestarme. Una lesión de ese tipo te convierte en un inválido, una persona que necesita de forma permanente ayuda para hacer cualquier movimiento, que procura no mover ningún músculo de su cuerpo para no sentir dolor. La crónica dolorida del Getafe-Valencia en L'informatiu.

lunes, 28 de marzo de 2011

Pecados de juventud

Como, me imagino, la mayoría de mis lectores, yo tuve una juventud alocada y noctívaga. Cuando tienes 20 años, mucha testosterona en el cuerpo y el aguante suficiente para beber sin desmayarte o hacer el ridículo, la noche es una aliada espléndida, el momento en que, por los efluvios del alcohol, se mezclan los sentimientos de manera desordenada hasta confundirse.

El resto del artículo en L'informatiu.

lunes, 21 de marzo de 2011

19 de septiembre

Yo nací un 19 de septiembre, el día en que acaba el brillante y soleado verano y comienza el triste y gris otoño. Quizás por eso, mi carácter es, de por sí, pesimista. Soy de los que pienso que siempre pueden empeorar las cosas, por muy mal que vayan, y ese tipo de personas con tendencia a la depresión y la melancolía. Mi sobrino Ángel nació también un 19 de septiembre, aunque cuatro décadas después, y no sé si cuando alcance mi edad será un hombre con la capacidad de inconformismo y negatividad que yo tengo. Pero no me extrañaría nada.
Crónica infantil del Valencia-Sevilla en L'informatiu.

lunes, 14 de marzo de 2011

La guerra de los mundos

Gracias a los desvelos de nuestros dirigentes autonómicos, guardianes de nuestra moral y buenas costumbres, tuve que ver el sábado el Zaragoza-Valencia por La Sexta. Hace un año, un partido similar (bueno, creo que fue el mismo pero con un gol menos del Zaragoza) tenía tres opciones televisivas: Canal 9, Tv3 y La Sexta. Ahora, sólo queda una. Hacía mucho tiempo que no veía un partido en la cadena de Roures, por suerte para mí, ya que los encuentros anteriores del Valencia habían coincidido con alguno de mis viajes, pero el sábado me vi abocado a seguirlo por ese canal.
Mi crónica apocalíptica del Zaragoza-Valencia en L'informatiu.

jueves, 10 de marzo de 2011

Autarquía

Entre 1976 y 1992, el Valencia no fichó ningún central para reforzar su primera plantilla. En esos 16 años, el equipo ganó una Copa del Rey, una Recopa y una Supercopa de Europa, subió de segunda a primera división y llegó a ser subcampeón de liga. Todo ello con una línea defensiva basada en la cantera surgida de Paterna. El Valencia, en esos tiempos, tendía sus redes por caladeros en los que nadaban centrocampistas y delanteros. Los defensas nunca faltaban. Paterna, en dos décadas, se convirtió en la mejor factoría de defensas centrales de España, aquella fábrica de la que salieron Arias, Tendillo, Moreno, Giner, Voro o Camarasa. En 1992 se rompió esa absoluta confianza que los estamentos del club habían depositado en los productos autóctonos con el fichaje de Miodrag Belodedic, un defensa rumano cuyo mayor rédito deportivo era haber ganado dos copas de Europa con dos equipos diferentes, pero que en Valencia hizo muchos menos méritos que su mujer para encandilar al valencianismo. No sería hasta finales de los noventa cuando el Valencia desconfió totalmente de su cantera defensiva y comenzó a fichar buenos jugadores, los mismos que, en la última década, han dado al Valencia sus mejores años.
Ayer eché de menos esos quince años de autarquía, esos tiempos en los que la retaguardia estaba tan bien cubierta desde la base que poco importaba que Arias, Tendillo, Giner o Camarasa se lesionaran, porque detrás había un montón de chavales con ka convicción de que podían, al menos, rendir como sus referentes.
Me duele caer en octavos de final de la Champions ante un equipo tan vulgar como el Schalke, un conjunto que, por no ser, no es ni alemán. No posee las sagradas virtudes de los conjuntos teutones: ese martillo pilón que termina por desmoronarte físicamente, esa percusión sorda que acaba por desquiciarte. Pero me duele mucho más comprobar que, en más de 40 años, el Valencia tiene la peor línea defensiva de su historia. Y yo, que soy muy fan de los Rep-Diarte-Kempes, de los Mijatovic-Gálvez o de los Aimar-Mista, recuerdo de manera mucho más entrañable, como Carlos Alberola, a los Carrete-Tendillo-Arias-Botubot, o, si me apuran, a los Angloma-Ayala-Djukic-Carboni. Pero nunca a Bruno-Navarro-Costa-Mathieu. Estos nunca me harán soñar.


Schalke 04- 3, Valencia-1. Octavos de final de la Liga de Campeones, vuelta.

jueves, 3 de marzo de 2011

Normalidad

La época más triste de mi vida en Mestalla transcurrió entre finales de la década de los setenta y principios de la de los ochenta. España vivía entonces el delicado periodo del paso de una dictadura a una democracia y el País Valenciano, con una sociedad tan timorata como indefinida -nada nuevo, por otra parte-, buscaba sus señas de identidad. En Valencia se desató la llamada “guerra de los símbolos”, una absurda dicotomía que dividió a los valencianos entre “catalanistas” y “blaveros”. No había término medio y la derecha heredera del franquismo aprovechó la coyuntura para defender una postura radical que desembocó en un odio visceral hacia todo lo que oliera a Catalunya. Los catalanes eran poco menos que demonios que pretendían robarnos nuestros símbolos, conquistarnos, violar a nuestras mujeres y matar a nuestros varones. La contracrónica del Valencia-Barcelona en L'informatiu

lunes, 28 de febrero de 2011

Supersticiones

Nunca he sido muy supersticioso en temas de fútbol. No soy ese tipo de aficionado que lleva los mismos calzoncillos el día que juega su equipo porque cree que la ropa interior ejerce una influencia positiva sobre los jugadores o repite los mismos rituales antes de ver un partido del Valencia porque, en caso de no seguirlos, se rompería una absurda cadena azarosa que supondría el desastre.
Mi crónica supersticiosa del Athletic-Valencia en L'informatiu.

lunes, 21 de febrero de 2011

El negro del Schalke

Ha acabado para mí un periodo complicado. El que me ha llevado a vivir en salas de cine durante el día y habitaciones de hotel por la noche. He vuelto a Valencia con la sensación de haber vivido en otro planeta, pero, a la vez, con la impresión de que he aprendido muchas cosas, no sólo a nivel laboral.
El resto del artículo en L'informatiu

martes, 8 de febrero de 2011

Hacerse el sueco

Hace un par de semanas que he entrado en esa fase anual en la que antepongo mi trabajo a mis pasiones. Ha comenzado el periplo por ciudades, hostiles o no, por mor de mi labor en la Mostra de Valencia, en busca de películas para programar en la próxima edición del festival. Ayer domingo estaba en Goteborg, muy cerca del estadio Ullevi, escenario de uno de esos partidos para el recuerdo del valencianismo, y la semana que viene me marcho a Berlín, donde, rodeado de alemanes, espero ver la reválida de mi equipo en la Liga de Campeones. La crónica desde Goteborg del Valencia-Hércules en L'informatiu

lunes, 24 de enero de 2011

Merengue por una noche

Como podéis suponer, no soy muy fan del Madrid, aunque tampoco soy antimadridista, en parte porque no me gusta ser anti nada, no vaya a ser que la vida te devuelva las fobias en forma de filias, en parte porque de pequeño heredé una admiración hacia el Madrid sobre la base del coraje y la filosofía de no darse nunca por vencido, por muy mal que vayan las cosas. Pero he de reconocer que hay algo que me molesta mucho del Real Madrid: cuando consigue heroicas remontadas y no es capaz de ver más allá de su épico ombligo, no es capaz de crecoer la influencia del árbitro en sus gestas.
El artículo completo en L'informatiu.

lunes, 17 de enero de 2011

Palomas

Las palomas, aunque no lo parezca, son animales listos. Uno los ve deambulando por la ciudad, cagándose en los monumentos o jugándose la vida por un trozo de pan caído en medio de la calzada de una calle y piensa que esas aves con pecho de locutor deportivo son unos bichos inútiles. Pueden ser inútiles, pero tontos no son. Ahora les ha dado por ir a Mestalla, lo cual demuestra su inteligencia. No porque se puedan equiparar a los sufridos seguidores valencianistas, sino porque han encontrado alimento en el maltrecho césped del coliseo valenciano.
La crónica del Valencia-Deportivo en L'informatiu.

viernes, 14 de enero de 2011

Capitanes intrépidos

Debía de tener unos once años cuando, en el equipo de fútbol de mi clase, me eligieron capitán. Jugaba de delantero centro y era de esos arietes oportunistas que, pese a ser francamente pésimo con el balón en los pies, tenía cierta habilidad en el remate, una cualidad muy valorada cuando eres un niño y lo importante es quién mete los goles. Siempre he sido mejor espectador de fútbol que jugador, pero tenía cierta personalidad para representar a mi equipo, intentar influir en las decisiones de los árbitros con mis comentarios y dar ánimos a mis compañeros cuando las cosas no iban bien. El artículo completo en L'informatiu

lunes, 3 de enero de 2011

Un colocón global

Llevo toda la semana preguntándome por qué la AFE y la LFP se han enzarzado en un extraño conflicto de aspecto sindical sobre la legalidad de disputar partidos el 2 de enero. No sé muy bien cuál de las dos partes tiene razón, por lo que me he sentido como un magistrado de la Audiencia Nacional, es decir, me he inhibido de dar mi opinión hasta que los hechos se han consumado. Pero anoche me di cuenta de que el sindicato de futbolistas, una asociación tan absurda como si existiera un sindicato de patrones de yate, sabían lo que se traían entre manos cuando no querían jugar el segundo día del año.
El resto de la crónica del Valencia-Espanyol en L'informatiu.