lunes, 26 de septiembre de 2011

Las piernas del portero


Si fuera un hombre subyugado por la dictadura de los horarios que impone la Liga de Fútbol Profesional consagraría los fines de semana a ver partidos en horarios absurdos. El sábado a las seis de la tarde, por ejemplo, estaba de sobremesa después de una opípara comida con una pareja de amigos y no presté demasiada atención a lo que hacía el Valencia en Sevilla. Supongo que si a las cabezas pensantes de nuestro fútbol se les hubiera ocurrido que el encuentro se hubiera celebrado a las diez de la noche, lo habría seguido con pasión, me habría cabreado por las oportunidades perdidas por mi equipo y habría lamentado que el Valencia sea tan pardillo cuando juega contra equipos que salen al campo con el cuchillo en los dientes. Ayer domingo, de nuevo sufrí los caprichos horarios del fútbol español cuando acudí al Ciutat de València a ver al Levante contra el Espanyol a las cuatro de la tarde. Mi amigo Alfonso me invita a veces a acompañarlo al feudo granota cuando tiene que trabajar allí como corresponsal de la agencia Efe. Y yo voy encantado. En el Ciutat de València veo el fútbol con un distanciamiento brechtiano. No soy del Levante y, francamente, me importa un bledo si gana o pierde, por lo que los partidos en territorio granota son para mí un entretenimiento en el amplio sentido de la palabra. Además, en el estadio levantinista me suelo encontrar con buenos amigos que profesan la fe granota y que incluso se alegran de verme por allí pensando en que me estoy haciendo un converso, que estoy cerca de renegar de mis convicciones xotas para abrazar la religión granota.
Alfonso y yo nos situamos en la tribuna de prensa y, mientras él ve el partido desde un punto de vista profesional, yo lo contemplo como un niño que se fija en todo. Me divierte el ambiente del Ciutat de València, tan diferente a Mestalla, y me gusta ver cómo la gente se enfada o se alegra según las vicisitudes del juego. Ayer, además, se me sentó al lado Tommy N'Kono, aquel legendario portero camerunés del Espanyol que ahora forma parte del staff técnico del club perico.
N'Kono, a mi lado, no se cortó un pelo. Recriminaba a sus jugadores los errores tácticos, como si ellos pudieran oírle a muchos metros de distancia, protestaba los errores arbitrales y maldecía con cada gol que recibía su equipo. Al final se marchó diez minutos antes de que el árbitro pitara el final, enfadado con el mundo y dispuesto a contarle a Pochettino lo que había visto desde su privilegiada posición en el estadio. Cuando se levantó, me fijé en él y contemplé un hecho insólito: Tommy N'Kono iba en pantalón corto. Durante los veinte años que duró su carrera como portero, N'Kono no jugó jamás con pantalón corto, como el resto de sus compañeros. Recuerdo que decía que su costumbre de vestir pantalón largo y negro, incluso cuando el calor apretaba de forma insoportable, se debía a su pudor, su recelo a enseñar las piernas. Ayer no. Ayer N'Kono pareció haberse liberado de sus remilgos y apareció por el Ciutat de València en pantalón corto. Y ese hecho únicamente es el que me hizo volver a casa contento, porque había visto algo excepcional en un campo de fútbol. Aunque fueran las piernas de un tío, que es algo que no me provoca ningún tipo de pulsión erótica.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Sueños

Es posible que, a medida que cumplo años, me esté haciendo más exigente. O más descreído. Hace unos años, pensaba que el esfuerzo y el trabajo diario eran un camino idóneo para conseguir lo que te proponías, que bastaba con laborar duro para que la vida te recompensara, de una manera u otra. Ahora sé que la sonrisa de la vida no depende del empeño que pongas en arrancársela, sino de factores que te son ajenos, como la suerte, el dinero o encontrar en el camino pocas zancadillas.
Con el fútbol me ocurre algo parecido. Ya son muchos años de ver arranques de liga fastuosos, en los que el Valencia parece que se va a comer el mundo. Años de soñar con la gloria, con asaltar el trono de los poderosos y colarse en el lugar reservado para los que siempre ganan. Luego, más pronto o más tarde, llega el momento de bajar de la nube, de comprender que la realidad es una y los sueños, algo muy diferente. Tres triunfos consecutivos han disparado la euforia de la afición, una vez más, para con este equipo. Dormir líderes por una noche es una bonita manera de soñar, como el día en que te hace mucho caso una mujer bella y piensas que podrás ligártela. Puede que hasta sea bueno, para aumentar nuestra estima, vernos encaramados en lo alto de la clasificación cuando esto no ha hecho más que empezar. Soñar es un ejercicio romántico y, en ocasiones, necesario para sobrevivir en esta jungla.
Lo complicado es confundir el sueño con la realidad. Pensar que las cosas pueden ser en la trigésimo octava de liga como lo son en la tercera. No saber dónde estamos ni ver venir la influencia de la suerte, el dinero o las zancadillas que, a buen seguro, nos franquearán el camino.
El Valencia podrá ganarle al Barcelona el miércoles en Mestalla. El sueño se prolongará, pero el despertar, si se produce, tampoco nos debe hacer caer en el pesimismo. Pronto o tarde, la vida y el fútbol ponen a cada uno en su sitio y, aunque la afición valencianista siempre haya sido reacia a encontrar el suyo, no nos vendría mal concienciarnos de que, mientras la liga funcione así, nuestros sueños distan mucho de la realidad.

martes, 13 de septiembre de 2011

Resaca

Los signos de envejecimiento no tienen forma de arrugas en el contorno de ojos que te obligan sin remisión a comprarte un carísimo producto cosmético de procedencia francesa. Tampoco que, cuando se acerca tu cumpleaños, pienses que te queda menos por vivir de lo que has vivido. Para mí, el más evidente signo de envejecimiento se da al día siguiente de haber salido una noche de fiesta, cuando entro en un espiral de arrepentimiento y contrición que me dura demasiadas horas, cuando mi cuerpo tarda en recobrar la normalidad mucho más de lo que tardaba hace diez o veinte años.
No sé si alguno de mis lectores ha ido al fútbol bajo los efectos de una resaca de esas que relato en el párrafo anterior. Es una experiencia casi psicotrópica. Las sensaciones que se viven son completamente diferentes a las que se tienen después de semanas de sobriedad. El fútbol, vivencia pasional donde las haya, se percibe de forma muy singular. Yo me exalto con cosas nimias y me resbalan aspectos importantes del juego, me indignan tonterías y me la soplan errores arbitrales de esos que soliviantan a la grada hasta hacerla estallar para llamar burro al colegiado de turno. El sábado fui a Mestalla después de una larga noche de viernes que se prolongó hasta casi la mañana del día siguiente. La resaca, el dolor de cabeza y la sensación de que lo mejor para que no te persigan los fantasmas nocturnos habría sido quedarse postrado en el salón de mi casa viendo el partido en la retransmisión televisiva me persiguieron durante las dos horas en que estuve en Mestalla. Quizás por eso, nunca tuve la sensación de que el Valencia jugó con fuego durante toda la segunda parte, nunca pensé que un partido que había dominado en el primer periodo se podría escapar por un exceso de negligencia en la parte final del encuentro. No vi penaltis a favor no pitados, ni goles anulados injustamente, pero sí futbolistas exhaustos que lucharon hasta el final por aguantar de forma heroica algo que, en mi cabeza, era un acoso más o menos normal del contrario.
Ayer domingo, cuando la resaca ya había pasado, muchas horas después de que el alcohol se hubiera metabolizado en mi organismo, al pensar en el partido contra el Atlético de Madrid, me di cuenta de que había visto otro encuentro completamente diferente al que vieron los espectadores que estaban en Mestalla o quienes lo siguieron a través de la televisión. Tanto que intenté corroborar una visión inquietante: creí haber visto a Miguel, de nuevo, corriendo por la banda derecha de Mestalla. Claro que igual fue el viernes por la noche y ese recuerdo se confunde con la nebulosa nocturna que me provocó la resaca.

lunes, 5 de septiembre de 2011

Días sin radio


La mayoría de amigas, amantes o novias que he conocido en mi vida no eran aficionadas al fútbol. Preferían una buena película, una cena romántica o una velada sexual a compartir conmigo un partido de fútbol y, en raras ocasiones, me acompañaron a Mestalla a ver al Valencia. Por cariño, sexo o amor, he priorizado muchas veces el estar con ellas a la liturgia futbolística y no me arrepiento. Pero, las pocas veces en las que el fútbol fue tema de conversación con ellas, me di cuenta de que todas compartían una imagen de la infancia que mezclaba nostalgia y una extraña sensación de perderse algo intangible, incomprensible para su forma de ver la vida. Todas recordaban a su padre, los domingos por la tarde, pegado a la radio de casa y escuchando un carrusel deportivo en el que seguía la jornada futbolística. No soy mujer y tengo el mismo recuerdo que ellas. Sólo que, en mi caso, yo participaba de ese ritual vespertino de los domingos mientras los conductores del programa daban paso a locutores que se encontraban en La Condomina, Pasarón o la Nova Creu Alta. Los domingos eran días de fútbol, pero, sobre todo, eran días de radio, en una época en la que el partido televisado era la excepción y no la regla, en la que la imaginación del golazo narrado por las ondas hertzianas superaba a la realidad del churro visto mucho más tarde en los imperfectos resúmenes televisivos. La radio me enseñó a mitificar el fútbol, a llenarlo de adjetivos grandilocuentes, epítetos apasionados a hipérboles abigarradas. A vivir los partidos sin verlos, a hacerlos mejores de lo que eran.
Cuando llegó la avalancha de fútbol televisado, abandoné la buena costumbre de escuchar por la radio los partidos. El transistor, simultáneo a la televisión, podía ser un enemigo, que te adelantaba las acciones del juego debido al pequeño diferido con que llegaban las imágenes a causa de las nuevas tecnologías. Pero recuerdo algunos momentos recientes en mi vida en los que, estando de viaje, me he calzado los auriculares para oír cómo transcurría la jornada, en la soledad de quien escucha algo que sólo él puede imaginar.
Ahora, a aquellos que olvidan que el fútbol es mucho más que un negocio se les ha ocurrido que las emisoras de radio han de pagar por entrar en los campos de fútbol y contar lo que ven. Como si la habilidad para convertir en legendario un hecho tan tribal como un partido de fútbol fuera una falta por la que hay que pagar una multa. En consecuencia, el fútbol español se ha quedado sin narradores, sin profesionales que son capaces de transmitir pasión y emoción a un simple saque de banda efectuado “desde la teórica posición del lateral derecho”. Y pierde así una parte muy importante de su encanto, la llave que transforma un gesto físico en una emoción. Yo viví un fútbol sin televisión, pero dudo de que pueda soportar un fútbol sin radio. Pero quizás quienes ahora imponen las leyes y están convirtiendo la liga española en un aburrido bucle en el que todo es tan previsible como insulso nunca crecieron pegados a un aparato de radio. Nunca supieron que en la voz de un locutor radiofónico retransmitiendo un partido de fútbol había mucha más poesía que en mil imágenes de Cristiano Ronaldo celebrando un gol.