lunes, 24 de octubre de 2011

El mal alemán

En la década de 1960, miles de españoles marcharon a Alemania en busca de un futuro mejor para sus familias. Eran los tiempos del desarrollismo en nuestro país y emigrar a Alemania fue una de las bazas que el franquismo utilizó para conseguir divisas, las que mandaban quienes se habían visto forzados a instalarse en Alemania a la parte de la familia que se había quedado aquí. La propaganda para que los españolitos se fueran a por fortuna al país de la cerveza y la tecnología llegó incluso a propiciar películas como Vente a Alemania, Pepe, apología, en clave de humor, de la emigración germana. Muchos de esos españoles que lo dejaron todo para irse, volverían al cabo de unos años convertidos en técnicos cualificados y con dinero. Otros se quedaron allí y engendraron hijos que ahora son alemanes y, en algunos casos, delanteros troncos del Bayern de Múnich. Al Valencia le pasa lo contrario que aquellos emigrantes de los sesenta. Cada vez que va a Alemania vuelve con el rabo entre las piernas. No importa cuál sea su destino: Bremen, Gelsenkirchen, Leverkusen o Karlsruhe. Al Valencia Alemania le sienta muy mal. Y lo peor no es que pierda de manera cíclica en tierras germanas, sino que la resaca le suele durar y tiene consecuencias, en general funestas. Ya le ocurrió hace ahora 18 años tras el ignominioso 7-0 ante el Karlsruher o siete años atrás, después de perder contra el Werder por 2-1 en el último partido que jugó (no cuento los que salió al campo en temporadas posteriores) Vicente.
Ayer fue uno de esos encuentros post-Alemania del Valencia, tras una nueva derrota estúpida ante el Bayer Leverkusen. Y los síntomas de este equipo apuntan a que puede volver a sufrir el mal alemán, el mismo que se desencadenó tras Karlsruhe o Bremen.
Ya tenía mala pinta un partido en el que al árbitro no le avisaron de que tenía que guardar un minuto de silencio y el pretendido homenaje a Marco Simoncelli se convirtió en un segundo de respeto. En el que poco después se rompió Canales, uno de los pocos futbolistas de esta plantilla capaces de desatascar una defensa ordenada como la que planteó el Athletic. Y en el que el Valencia se empeñó desde el principio en sacar la pelota jugada desde atrás para desmontar la presión de los vascos ante un público impaciente y protestón.
Pero se torció todavía más cuando un error en la salida del balón lo aprovechó Muniain para dejar al Valencia sin respuesta, como si estuviera jugando contra un equipo alemán. Pero enfrente sólo estaba el Athletic, un conjunto que odena un tipo que se pasa el día viendo vídeos en pijama y se sienta en el banquillo, también en pijama, una vez a la semana. Menos mal que al final, cuando nadie en Mestalla confiaba en que aquello podría maquillarse, Soldado lo arregló con un gol inverosímil.
Espero que el extraño partido que vi ayer no signifiquen los primeros síntomas de un nuevo brote del mal alemán para el Valencia. Sobre todo porque el vecino es líder y juega como debería jugar el Valencia: sabiendo lo que hace y creyéndoselo. Claro que ellos no han ido a Alemania.

lunes, 17 de octubre de 2011

Terror

He pasado los últimos diez días en Sitges, en el Festival de Cine Fantástico que se celebra en la localidad catalana cada año cuando llega el mes de octubre. Sitges es un certamen cinematográfico por el que siento una especial debilidad, ya que en él se respira una atmósfera, entre culta y gamberra, que me fascina. La gente acude en tropel a las proyecciones, sean a primera hora de la mañana o a última de la noche, y vive con una expectación inusitada todo lo que le ofrece la magia del cine. Yo acudo a Sitges desde hace ocho años y disfruto mucho con películas de muy diverso pelaje porque, en el fondo, estoy hecho de la misma pasta, entre culta y gamberra, que el festival.
En esta edición del certamen me he tragado más de 30 filmes. Salvo excepciones -unas pocas que te hechizan del primer al último fotograma y otras que desprecias de principio a fin-, hay una característica común en todas las películas que he visto. Todas ellas empiezan con la misma solidez y seriedad conceptual, brindan al espectador una primera hora excelente, en la que las acciones de los personajes tienen sentido, los elementos fílmicos de combinan para enganchar a quien la ve y el fruto de la planificación del director y el trabajo de los actores parece llevar a un final interesante, que haga que quien ha estado sentado en la butaca durante hora y media salga de la sala con una sonrisa cosida al rostro. Sin embargo, por extrañas razones que desconozco, la mayoría de las películas que he visionado en Sitges se diluían tras un arranque más que prometedor para acabar convirtiéndose en vulgares ejercicios que recordaban a otras películas, más o menos bien resueltas. Los finales los veías venir con tanta anticipación que te desanimaban. Quizás por eso cuando, una vez acabado mi trabajo en Sitges, me puse a ver el Mallorca-Valencia el pasado sábado, no me sorprendió en absoluto que el equipo de Unai se desenvolviera en ese campo que comparte nombre con la gorra de Toni Nadal de la misma manera que decenas de las cintas que he contemplado en los últimos días. Un comienzo más que interesante, en el que todo parece cuadrar y un final en el que el trabajo hecho durante el primer tramo se evapora como por arte de magia. Dos películas irreconocibles entre sí en una sola.
Pero lo más preocupante de todo esto no es que el Valencia se parezca cada vez más este año a tantas películas de terror como las que ha proyectado Sitges. Lo más preocupante es que este equipo recuerda tanto al de temporadas anteriores que, apenas mes y medio después de iniciada la temporada, cualquier aficionado sabe cuál va a ser el final de la campaña. Y lo peor que puede sucederle a una película, y más si es de terror, es tener un final previsible.

miércoles, 12 de octubre de 2011

Teoría de los pelos

Cuando tenía 24 años comencé a perder pelo de manera acelerada. No sólo en las entradas de la cabeza, algo normal en algunos jóvenes de mi edad, sino en la coronilla, un síntoma de que, más pronto que tarde, acabaría quedándome calvo. Aquel hecho produjo en mí una preocupación superlativa. A esa edad, cualquier signo que te haga parecer más mayor de lo que eres es una tragedia. Durante meses me apliqué diversos tratamientos y mejunjes, desde pastillas para estimular el crecimiento capilar hasta ungüentos que frotaba en mi cuero cabelludo y me producían más picores que resultados. Hasta que me di cuenta de que el problema estaba en mi cabeza, pero no por fuera, sino por dentro. Si me tenía que quedar calvo, más valía que lo afrontara con dignidad. Nada de crecepelos milagrosos, ni de pelucas, ni de implantes que evocan al pelo de mentiras de las muñecas de Famosa. Y, cuando acabó mi estrés por la pérdida de cabello, dejó de caérseme el pelo con la misma velocidad. 25 años después, sigo teniendo pelo en la cabeza, cuando los pronósticos hace medio siglo indicaban que mi cocorota sería una bola de billar americano sin número.Esta experiencia vital me ha hecho desarrollar una extraña afección hacia la gente calva. Creo que los calvos tienen una percepción diferente de lo que es la vida porque han sabido convertir en digno lo que los demás llaman defecto físico. Han convertido esa carencia en una marca de su personalidad. Quizás por eso, nunca me ha caído mal Manuel Llorente, ni cuando era un consejero delegado a la sombra de los Roig llegado del baloncesto y los supermercados, ni ahora que, de la mano del principal acreedor del club, ejerce como presidente del Valencia con el objetivo de salvar de la ruina a la entidad sin que ésta pierda potencial en el aspecto deportivo.
Más allá de sus aciertos y sus errores, creo que Llorente siempre ha mantenido una línea cabal en sus acciones. Ha sido ecuánime y ha soportado con dignidad los problemas que se ha encontrado en el camino. En pocas ocasiones, si exceptuamos algunos pequeños resbalones, como las declaraciones con que nos obsequiaba ante los micrófonos del Canal+ cuando perdía el Valencia, Llorente ha perdido la calma. Supongo que el hecho de haber tenido que asumir la pérdida del cabello mucho antes de lo normal en su edad ha dibujado una personalidad coherente con su forma de vivir y de moverse en esta jungla tan peligrosa como es la del fútbol.
Pero hace unos días escuché unas declaraciones de Llorente en las que afirmaba que el objetivo del Valencia en esta temporada es el título de liga. Atónito, busqué en internet imágenes del presidente blanquinegro para comprobar si había sufrido una mutación física de esas que sólo se dan en las películas de terror. Pensé que, a lo mejor, se había sometido a un tratamiento para que le creciera el pelo y, como si tuviera una doble personalidad licántropa, el Llorente peludo era capaz de hablar como Paco Roig y prometer títulos para un club que nunca ha logrado objetivos a base de bravatas. Al final, encontré un vídeo de Llorente y comprobé, con desilusión, que seguía siendo calvo. Y en ese momento, mi teoría capilar se hizo añicos, como la consideración que tenía al presidente del Valencia hasta entonces.

lunes, 3 de octubre de 2011

Historias de mínimas


La primera temporada que mi memoria recuerda con nitidez fue la 70-71, aquella en la que el Valencia, tras una sequía de 24 años, conquistó su cuarta liga. Yo era un niño de ocho años y, como parece obvio, en mi mente no cabían sistemas tácticos ni estrategias a balón parado. En mi cabeza de infantil seguidor sólo anidaba la pasión. Recuerdo que aquella campaña el Valencia ganó la mayoría de sus partidos en casa por la mínima, consiguiendo resultados que arrancaba de cuajo a rivales que llegaban a Mestalla para intentar hacerle la vida imposible. Daba igual que el contrario fuera el Sabadell o el Real Madrid. Aquel Valencia siempre ganaba por un gol de diferencia, sufriendo, valorando el tesoro que significaba haber marcado un tanto más que su oponente. Aquel Valencia deformado por la visión de un niño de ocho años no entendía de solidez defensiva, aunque luego descubrí que la tenía a capazos, ni de capacidad de anular al rival o de mucho sacrificio para llegar al gol, a causa de la endeblez de la línea ofensiva. Pero sí que sabía de la virtud para pelear hasta el final por conservar un resultado ajustado o por derribar murallas viguesas. A aquel equipo le bastaba con ganar por uno al colista si también se le ganaba por uno al líder. Lo importante eran los dos puntos, en el sentido maquiavélico y amable del término.
Han pasado 40 años desde aquello y, como en general en la vida, nos hemos ido acomodando. Vivimos los mismos tiempos de incertidumbre que entonces, el saber que hay equipos superiores y que habrá que roer mucho para estar a su altura, pero ya no nos basta con ganar por la mínima a cualquier visitante de Mestalla. Ahora hay que golear a los modestos y el guarismo igualado sólo está reservado para la burguesía y la aristocracia de nuestro fútbol. Vivimos tiempos en los que es más importante aparentar que tener. Por eso somos valencianos y por eso hemos construido este modelo de sociedad en las últimas cuatro décadas. La sociedad de la Fórmula 1, el todovale y la mediocridad disfrazada de chulería.
Yo, cuando tenía ocho años, aprendí a apreciar la victoria por la mínima ante un rival menor porque, durante los años posteriores, vi muchos empates y derrotas tontas ante rivales menores. El triunfo para un niño siempre es lo más importante, porque todavía no sabe que esta vida es una mierda. Y no importa demasiado de qué manera hay que conseguirlo. El sábado acudí a Mestalla acompañado de mi sobrino Ángel, un niño de seis años que vive el fútbol con la misma pasión que yo lo vivía a los ocho. Ángel es un crío que habla poco cuando va al fútbol, pero que sus comentarios están llenos de inocentes verdades. A veces, su desnuda perspicacia explica muchas más cosas que las que se pueden extraer de una tertulia radiofónica de adultos. Ángel salió contento de Mestalla el sábado porque el Valencia había ganado. Poco le importó levantarse sólo una vez de su asiento para celebrar un gol. En esta temporada, en la que sentimos las mismas esperanzas que hace cuarenta años, con un equipo que parece compacto y que podría darnos alegrías inesperadas, yo quiero seguir siendo como aquel niño de ocho años, como este niño de seis, y pensar que las victorias hay que lograrlas. Lo de menos es cómo.

lunes, 26 de septiembre de 2011

Las piernas del portero


Si fuera un hombre subyugado por la dictadura de los horarios que impone la Liga de Fútbol Profesional consagraría los fines de semana a ver partidos en horarios absurdos. El sábado a las seis de la tarde, por ejemplo, estaba de sobremesa después de una opípara comida con una pareja de amigos y no presté demasiada atención a lo que hacía el Valencia en Sevilla. Supongo que si a las cabezas pensantes de nuestro fútbol se les hubiera ocurrido que el encuentro se hubiera celebrado a las diez de la noche, lo habría seguido con pasión, me habría cabreado por las oportunidades perdidas por mi equipo y habría lamentado que el Valencia sea tan pardillo cuando juega contra equipos que salen al campo con el cuchillo en los dientes. Ayer domingo, de nuevo sufrí los caprichos horarios del fútbol español cuando acudí al Ciutat de València a ver al Levante contra el Espanyol a las cuatro de la tarde. Mi amigo Alfonso me invita a veces a acompañarlo al feudo granota cuando tiene que trabajar allí como corresponsal de la agencia Efe. Y yo voy encantado. En el Ciutat de València veo el fútbol con un distanciamiento brechtiano. No soy del Levante y, francamente, me importa un bledo si gana o pierde, por lo que los partidos en territorio granota son para mí un entretenimiento en el amplio sentido de la palabra. Además, en el estadio levantinista me suelo encontrar con buenos amigos que profesan la fe granota y que incluso se alegran de verme por allí pensando en que me estoy haciendo un converso, que estoy cerca de renegar de mis convicciones xotas para abrazar la religión granota.
Alfonso y yo nos situamos en la tribuna de prensa y, mientras él ve el partido desde un punto de vista profesional, yo lo contemplo como un niño que se fija en todo. Me divierte el ambiente del Ciutat de València, tan diferente a Mestalla, y me gusta ver cómo la gente se enfada o se alegra según las vicisitudes del juego. Ayer, además, se me sentó al lado Tommy N'Kono, aquel legendario portero camerunés del Espanyol que ahora forma parte del staff técnico del club perico.
N'Kono, a mi lado, no se cortó un pelo. Recriminaba a sus jugadores los errores tácticos, como si ellos pudieran oírle a muchos metros de distancia, protestaba los errores arbitrales y maldecía con cada gol que recibía su equipo. Al final se marchó diez minutos antes de que el árbitro pitara el final, enfadado con el mundo y dispuesto a contarle a Pochettino lo que había visto desde su privilegiada posición en el estadio. Cuando se levantó, me fijé en él y contemplé un hecho insólito: Tommy N'Kono iba en pantalón corto. Durante los veinte años que duró su carrera como portero, N'Kono no jugó jamás con pantalón corto, como el resto de sus compañeros. Recuerdo que decía que su costumbre de vestir pantalón largo y negro, incluso cuando el calor apretaba de forma insoportable, se debía a su pudor, su recelo a enseñar las piernas. Ayer no. Ayer N'Kono pareció haberse liberado de sus remilgos y apareció por el Ciutat de València en pantalón corto. Y ese hecho únicamente es el que me hizo volver a casa contento, porque había visto algo excepcional en un campo de fútbol. Aunque fueran las piernas de un tío, que es algo que no me provoca ningún tipo de pulsión erótica.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Sueños

Es posible que, a medida que cumplo años, me esté haciendo más exigente. O más descreído. Hace unos años, pensaba que el esfuerzo y el trabajo diario eran un camino idóneo para conseguir lo que te proponías, que bastaba con laborar duro para que la vida te recompensara, de una manera u otra. Ahora sé que la sonrisa de la vida no depende del empeño que pongas en arrancársela, sino de factores que te son ajenos, como la suerte, el dinero o encontrar en el camino pocas zancadillas.
Con el fútbol me ocurre algo parecido. Ya son muchos años de ver arranques de liga fastuosos, en los que el Valencia parece que se va a comer el mundo. Años de soñar con la gloria, con asaltar el trono de los poderosos y colarse en el lugar reservado para los que siempre ganan. Luego, más pronto o más tarde, llega el momento de bajar de la nube, de comprender que la realidad es una y los sueños, algo muy diferente. Tres triunfos consecutivos han disparado la euforia de la afición, una vez más, para con este equipo. Dormir líderes por una noche es una bonita manera de soñar, como el día en que te hace mucho caso una mujer bella y piensas que podrás ligártela. Puede que hasta sea bueno, para aumentar nuestra estima, vernos encaramados en lo alto de la clasificación cuando esto no ha hecho más que empezar. Soñar es un ejercicio romántico y, en ocasiones, necesario para sobrevivir en esta jungla.
Lo complicado es confundir el sueño con la realidad. Pensar que las cosas pueden ser en la trigésimo octava de liga como lo son en la tercera. No saber dónde estamos ni ver venir la influencia de la suerte, el dinero o las zancadillas que, a buen seguro, nos franquearán el camino.
El Valencia podrá ganarle al Barcelona el miércoles en Mestalla. El sueño se prolongará, pero el despertar, si se produce, tampoco nos debe hacer caer en el pesimismo. Pronto o tarde, la vida y el fútbol ponen a cada uno en su sitio y, aunque la afición valencianista siempre haya sido reacia a encontrar el suyo, no nos vendría mal concienciarnos de que, mientras la liga funcione así, nuestros sueños distan mucho de la realidad.

martes, 13 de septiembre de 2011

Resaca

Los signos de envejecimiento no tienen forma de arrugas en el contorno de ojos que te obligan sin remisión a comprarte un carísimo producto cosmético de procedencia francesa. Tampoco que, cuando se acerca tu cumpleaños, pienses que te queda menos por vivir de lo que has vivido. Para mí, el más evidente signo de envejecimiento se da al día siguiente de haber salido una noche de fiesta, cuando entro en un espiral de arrepentimiento y contrición que me dura demasiadas horas, cuando mi cuerpo tarda en recobrar la normalidad mucho más de lo que tardaba hace diez o veinte años.
No sé si alguno de mis lectores ha ido al fútbol bajo los efectos de una resaca de esas que relato en el párrafo anterior. Es una experiencia casi psicotrópica. Las sensaciones que se viven son completamente diferentes a las que se tienen después de semanas de sobriedad. El fútbol, vivencia pasional donde las haya, se percibe de forma muy singular. Yo me exalto con cosas nimias y me resbalan aspectos importantes del juego, me indignan tonterías y me la soplan errores arbitrales de esos que soliviantan a la grada hasta hacerla estallar para llamar burro al colegiado de turno. El sábado fui a Mestalla después de una larga noche de viernes que se prolongó hasta casi la mañana del día siguiente. La resaca, el dolor de cabeza y la sensación de que lo mejor para que no te persigan los fantasmas nocturnos habría sido quedarse postrado en el salón de mi casa viendo el partido en la retransmisión televisiva me persiguieron durante las dos horas en que estuve en Mestalla. Quizás por eso, nunca tuve la sensación de que el Valencia jugó con fuego durante toda la segunda parte, nunca pensé que un partido que había dominado en el primer periodo se podría escapar por un exceso de negligencia en la parte final del encuentro. No vi penaltis a favor no pitados, ni goles anulados injustamente, pero sí futbolistas exhaustos que lucharon hasta el final por aguantar de forma heroica algo que, en mi cabeza, era un acoso más o menos normal del contrario.
Ayer domingo, cuando la resaca ya había pasado, muchas horas después de que el alcohol se hubiera metabolizado en mi organismo, al pensar en el partido contra el Atlético de Madrid, me di cuenta de que había visto otro encuentro completamente diferente al que vieron los espectadores que estaban en Mestalla o quienes lo siguieron a través de la televisión. Tanto que intenté corroborar una visión inquietante: creí haber visto a Miguel, de nuevo, corriendo por la banda derecha de Mestalla. Claro que igual fue el viernes por la noche y ese recuerdo se confunde con la nebulosa nocturna que me provocó la resaca.