En la década de 1960, miles de españoles marcharon a Alemania en busca de un futuro mejor para sus familias. Eran los tiempos del desarrollismo en nuestro país y emigrar a Alemania fue una de las bazas que el franquismo utilizó para conseguir divisas, las que mandaban quienes se habían visto forzados a instalarse en Alemania a la parte de la familia que se había quedado aquí. La propaganda para que los españolitos se fueran a por fortuna al país de la cerveza y la tecnología llegó incluso a propiciar películas como Vente a Alemania, Pepe, apología, en clave de humor, de la emigración germana. Muchos de esos españoles que lo dejaron todo para irse, volverían al cabo de unos años convertidos en técnicos cualificados y con dinero. Otros se quedaron allí y engendraron hijos que ahora son alemanes y, en algunos casos, delanteros troncos del Bayern de Múnich.
Al Valencia le pasa lo contrario que aquellos emigrantes de los sesenta. Cada vez que va a Alemania vuelve con el rabo entre las piernas. No importa cuál sea su destino: Bremen, Gelsenkirchen, Leverkusen o Karlsruhe. Al Valencia Alemania le sienta muy mal. Y lo peor no es que pierda de manera cíclica en tierras germanas, sino que la resaca le suele durar y tiene consecuencias, en general funestas. Ya le ocurrió hace ahora 18 años tras el ignominioso 7-0 ante el Karlsruher o siete años atrás, después de perder contra el Werder por 2-1 en el último partido que jugó (no cuento los que salió al campo en temporadas posteriores) Vicente.
Ayer fue uno de esos encuentros post-Alemania del Valencia, tras una nueva derrota estúpida ante el Bayer Leverkusen. Y los síntomas de este equipo apuntan a que puede volver a sufrir el mal alemán, el mismo que se desencadenó tras Karlsruhe o Bremen.
Ya tenía mala pinta un partido en el que al árbitro no le avisaron de que tenía que guardar un minuto de silencio y el pretendido homenaje a Marco Simoncelli se convirtió en un segundo de respeto. En el que poco después se rompió Canales, uno de los pocos futbolistas de esta plantilla capaces de desatascar una defensa ordenada como la que planteó el Athletic. Y en el que el Valencia se empeñó desde el principio en sacar la pelota jugada desde atrás para desmontar la presión de los vascos ante un público impaciente y protestón.
Pero se torció todavía más cuando un error en la salida del balón lo aprovechó Muniain para dejar al Valencia sin respuesta, como si estuviera jugando contra un equipo alemán. Pero enfrente sólo estaba el Athletic, un conjunto que odena un tipo que se pasa el día viendo vídeos en pijama y se sienta en el banquillo, también en pijama, una vez a la semana. Menos mal que al final, cuando nadie en Mestalla confiaba en que aquello podría maquillarse, Soldado lo arregló con un gol inverosímil.
Espero que el extraño partido que vi ayer no signifiquen los primeros síntomas de un nuevo brote del mal alemán para el Valencia. Sobre todo porque el vecino es líder y juega como debería jugar el Valencia: sabiendo lo que hace y creyéndoselo. Claro que ellos no han ido a Alemania.
Al Valencia le pasa lo contrario que aquellos emigrantes de los sesenta. Cada vez que va a Alemania vuelve con el rabo entre las piernas. No importa cuál sea su destino: Bremen, Gelsenkirchen, Leverkusen o Karlsruhe. Al Valencia Alemania le sienta muy mal. Y lo peor no es que pierda de manera cíclica en tierras germanas, sino que la resaca le suele durar y tiene consecuencias, en general funestas. Ya le ocurrió hace ahora 18 años tras el ignominioso 7-0 ante el Karlsruher o siete años atrás, después de perder contra el Werder por 2-1 en el último partido que jugó (no cuento los que salió al campo en temporadas posteriores) Vicente.Ayer fue uno de esos encuentros post-Alemania del Valencia, tras una nueva derrota estúpida ante el Bayer Leverkusen. Y los síntomas de este equipo apuntan a que puede volver a sufrir el mal alemán, el mismo que se desencadenó tras Karlsruhe o Bremen.
Ya tenía mala pinta un partido en el que al árbitro no le avisaron de que tenía que guardar un minuto de silencio y el pretendido homenaje a Marco Simoncelli se convirtió en un segundo de respeto. En el que poco después se rompió Canales, uno de los pocos futbolistas de esta plantilla capaces de desatascar una defensa ordenada como la que planteó el Athletic. Y en el que el Valencia se empeñó desde el principio en sacar la pelota jugada desde atrás para desmontar la presión de los vascos ante un público impaciente y protestón.
Pero se torció todavía más cuando un error en la salida del balón lo aprovechó Muniain para dejar al Valencia sin respuesta, como si estuviera jugando contra un equipo alemán. Pero enfrente sólo estaba el Athletic, un conjunto que odena un tipo que se pasa el día viendo vídeos en pijama y se sienta en el banquillo, también en pijama, una vez a la semana. Menos mal que al final, cuando nadie en Mestalla confiaba en que aquello podría maquillarse, Soldado lo arregló con un gol inverosímil.
Espero que el extraño partido que vi ayer no signifiquen los primeros síntomas de un nuevo brote del mal alemán para el Valencia. Sobre todo porque el vecino es líder y juega como debería jugar el Valencia: sabiendo lo que hace y creyéndoselo. Claro que ellos no han ido a Alemania.
Quizás por eso cuando, una vez acabado mi trabajo en Sitges, me puse a ver el Mallorca-Valencia el pasado sábado, no me sorprendió en absoluto que el equipo de Unai se desenvolviera en ese campo que comparte nombre con la gorra de Toni Nadal de la misma manera que decenas de las cintas que he contemplado en los últimos días. Un comienzo más que interesante, en el que todo parece cuadrar y un final en el que el trabajo hecho durante el primer tramo se evapora como por arte de magia. Dos películas irreconocibles entre sí en una sola.
Aquel Valencia deformado por la visión de un niño de ocho años no entendía de solidez defensiva, aunque luego descubrí que la tenía a capazos, ni de capacidad de anular al rival o de mucho sacrificio para llegar al gol, a causa de la endeblez de la línea ofensiva. Pero sí que sabía de la virtud para pelear hasta el final por conservar un resultado ajustado o por derribar murallas viguesas. A aquel equipo le bastaba con ganar por uno al colista si también se le ganaba por uno al líder. Lo importante eran los dos puntos, en el sentido maquiavélico y amable del término.
En esta temporada, en la que sentimos las mismas esperanzas que hace cuarenta años, con un equipo que parece compacto y que podría darnos alegrías inesperadas, yo quiero seguir siendo como aquel niño de ocho años, como este niño de seis, y pensar que las victorias hay que lograrlas. Lo de menos es cómo.
Ayer domingo, de nuevo sufrí los caprichos horarios del fútbol español cuando acudí al Ciutat de València a ver al Levante contra el Espanyol a las cuatro de la tarde. Mi amigo Alfonso me invita a veces a acompañarlo al feudo granota cuando tiene que trabajar allí como corresponsal de la agencia Efe. Y yo voy encantado. En el Ciutat de València veo el fútbol con un distanciamiento brechtiano. No soy del Levante y, francamente, me importa un bledo si gana o pierde, por lo que los partidos en territorio granota son para mí un entretenimiento en el amplio sentido de la palabra. Además, en el estadio levantinista me suelo encontrar con buenos amigos que profesan la fe granota y que incluso se alegran de verme por allí pensando en que me estoy haciendo un converso, que estoy cerca de renegar de mis convicciones xotas para abrazar la religión granota.
Durante los veinte años que duró su carrera como portero, N'Kono no jugó jamás con pantalón corto, como el resto de sus compañeros. Recuerdo que decía que su costumbre de vestir pantalón largo y negro, incluso cuando el calor apretaba de forma insoportable, se debía a su pudor, su recelo a enseñar las piernas. Ayer no. Ayer N'Kono pareció haberse liberado de sus remilgos y apareció por el Ciutat de València en pantalón corto. Y ese hecho únicamente es el que me hizo volver a casa contento, porque había visto algo excepcional en un campo de fútbol. Aunque fueran las piernas de un tío, que es algo que no me provoca ningún tipo de pulsión erótica.
Tres triunfos consecutivos han disparado la euforia de la afición, una vez más, para con este equipo. Dormir líderes por una noche es una bonita manera de soñar, como el día en que te hace mucho caso una mujer bella y piensas que podrás ligártela. Puede que hasta sea bueno, para aumentar nuestra estima, vernos encaramados en lo alto de la clasificación cuando esto no ha hecho más que empezar. Soñar es un ejercicio romántico y, en ocasiones, necesario para sobrevivir en esta jungla.
El sábado fui a Mestalla después de una larga noche de viernes que se prolongó hasta casi la mañana del día siguiente. La resaca, el dolor de cabeza y la sensación de que lo mejor para que no te persigan los fantasmas nocturnos habría sido quedarse postrado en el salón de mi casa viendo el partido en la retransmisión televisiva me persiguieron durante las dos horas en que estuve en Mestalla. Quizás por eso, nunca tuve la sensación de que el Valencia jugó con fuego durante toda la segunda parte, nunca pensé que un partido que había dominado en el primer periodo se podría escapar por un exceso de negligencia en la parte final del encuentro. No vi penaltis a favor no pitados, ni goles anulados injustamente, pero sí futbolistas exhaustos que lucharon hasta el final por aguantar de forma heroica algo que, en mi cabeza, era un acoso más o menos normal del contrario.