sábado, 29 de agosto de 2009

Valencia, 4; Stabaek, 1

Hay futbolistas del pasado que recuerdo por sus rasgos físicos, más que por su rostro. Recuerdo a Enrique Saura por sus orejas de soplillo, más que por su cara; a Castellanos, por su barba; y a Tomás, por su pinta de Robocop cada vez que gobernaba, con espantosa lentitud, el centro del campo valencianista. Y, si no fuera porque ahora lo veo continuamente, con más aspecto de jefe de planta de informática de unos grandes almacenes que de futbolista retirado, recordaría a Fernando Gómez por su gran cabeza y su frente despejada, indispensable, en su caso, para pensar como pensaba en el terreno de juego.

No sé si Miku pasará al baúl de mis borrosos recuerdos como valencianista, pero, si lo hiciera, lo haría por el partido del jueves. No por su instinto goleador, que lo tiene y demostró con tres goles de muy diverso pelaje, sino por ese perfil de delantero culobajo que han exhibido algunos de los grandes atacantes que he visto en mi vida. Hablo de Romario, de Van Basten o de Papin, delanteros con piernas cortas, cabeza grande y un extraño don para regatear en un palmo de terreno a los contrarios, impotentes ante tal ardid al saber que una pierna mal colocada llevaba consigo un irremediable penalti.

Miku tiene ese aspecto y, en un partido de broma como el del Stabaek del jueves, ejerció de Romario en sus buenos tiempos. En un encuentro en el que casi todos los jugadores que alineó Emery eran conscientes de su condición de carne de banquillo liguero, Miku fue el que más provecho sacó al escaparate que le proporcionó Mestalla: metió tres goles, se los dedicó a su, al parecer, amplia relación de muertos familiares, y se llevó el balón a su casa, a la espera de que algún día decore la estantería de trofeos en la casa de su madre, en su Venezuela natal.

Aparte del venezolano, poco se puede decir de un partido de mentirijillas como el que sirvió al Valencia para meterse en la fase de grupos de esa competición con nombre de torneo de baloncesto y convidados de piedra llamada Europa League. Que el estado del césped de Mestalla era tan triste como el de sus graderías, en las que poco más de 10.000 tontos como yo pasamos calor y vimos a los reservas del Valencia ante un equipo que sobreviviría a duras penas en la segunda B española. Que no hubo banda de música ni uno de esos concursos absurdos que consisten en que un tipo entrado en kilos meta el balón en un agujero de la tela que ponen en la portería para ganar un cheque gigante de mentiras y vivir sus quince minutos de gloria, por lo que el descanso fue más aburrido que una noche de fiesta con Manuel Pellegrini. Y que había como 200 noruegos en la grada, muy ruidosos y simpáticos, que vinieron a Valencia a hacer un poco de turismo (ya sabéis, Fórmula-1, Ciudad de las Artes y las Ciencias y demás reclamos para guiris) que se pusieron muy contentos, si no lo iban ya por la ingestión de cerveza, cuando un tipo llamado Farnerud, que probablemente trabaje como electricista o fontanero en su vida civil, le metió un gol a Moyá. Para ellos, eso era como haber ganado la Champions.

1 comentario:

  1. de acuerdo contigo pero la comparación física con Van Basten no! La con Papin mi compatriota claro que sí! me gusta leerte Paco!

    Max

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