miércoles, 27 de enero de 2010

El ruso valiente

Ricardo Bochini, “El Bocha” representó el crepúsculo de un tipo de futbolista ya extinto. Un tipo que necesitaba correr muy poco para jugar al fútbol. Ese pelotero que pensaba que el que tenía que correr era el balón, no él. Futbolistas que, en la era del músculo, ya no existen. Los 19 años de su vida que regaló a Independiente demuestran que su perfil no era sólo futbolístico, sino también sentimental. Bochini fue el gran ídolo de Maradona y Diego, en uno de esos gestos que lo convierten en un buen tipo pese a sus frecuentes desbarres, presionó a Bilardo para que se lo llevara al Mundial de México que planeaba ganar. Cuando Bochini saltó a la cancha para disputar sus únicos siete minutos como mundialista contra Bélgica, Maradona lo saludó con un “Dibuje, maestro”.
A Bochini se le atribuye una frase legendaria que probablemente jamás pronunció y que define su filosofía del fútbol: “Correr es de cobardes”. Esa sentencia, que sublimó durante años Curro Romero en el arte del toreo, dibujaba una personalidad que privilegiaba la velocidad del desplazamiento del balón y el toque oportuno sobre la potencia física y la rapidez del futbolista. Bochini sólo corría, y mucho, cuando conducía el balón, pero era capaz de detenerse y, desde su reposo, enviar un pase imposible para dejar a un compañero solo ante el portero. Era, en el fondo, lo que más le gustaba: regalar antes que recibir regalos.
El Valencia tuvo su Bochini en un futbolista casi contemporáneo al genio argentino. Era compatriota suyo y llegó al Valencia, en plena resaca de la liga del 71, como oriundo, esa extraña fisura legal que permitía a futbolistas suramericanos jugar en España, cuando las fronteras para los extranjeros estaban cerradas, con el único requisito de acreditar que tenían algún pariente de segundo grado de nacionalidad española. A Adorno, por lo que parece, le inventaron un abuelo español que había nacido “en Celta de Vigo”, como reza la leyenda urbana, con pocos visos de veracidad, que atribuye a Adorno esas declaraciones sobre sus ancestros.

A Adorno lo llamaban en Argentina, donde brillaba en la oscuridad de un equipo hecho de cortacéspedes, el Racing de los Basile, Perfumo y Wolf, “El ruso” porque tenía un pelo algo rizado de un color extraño: ni rojo ni amarillo, ni blanco ni gris. Un color báltico. Ese apodo no cuajó en las gradas de Mestalla, al igual que le pasó al “Payasito” Aimar y al contrario que al “Piojo” López. Nadie llamó “ruso” a Adorno jamás desde la grada, quien sabe si por la maléfica influencia de un régimen en el que el olor a ruso podía acarrearte problemas legales. Adorno, además, era uno de esos tipos cuyo apellido hacía honor a una de sus características principales a la hora de jugar al fútbol. Decir Miguel Ángel Adorno es como decir Pepito Blanco, que al oír el nombre ya sabes que tiene que ser un tipo con pinta de Pepito Grillo y de raza blanca. Era Miguel Ángel porque trazaba sobre el campo con pluma fina el devenir del equipo y era Adorno porque, en su quehacer creativo, siempre se concedía licencias estéticas. ¿Para qué necesitábamos llamarlo “El ruso”?
Adorno, sin embargo, fue uno de esos futbolistas que gustaban sólo a los gourmets, pero que no alimentan al equipo. Un futbolista que, como Bochini, no corría, le cedía tan ingrata tarea al balón. Pero no era Bochini. Cuando Adorno cogía el balón era tan lento como cuando no lo tenía y eso, a los entrenadores, suele darles bastante pánico. Adorno servía para partidos en los que había que sacar el genio aunque perdieras a un obrero, pero no para aquellos en los que había que ponerse el cuchillo entre los dientes. Y, en sus tiempos, el Valencia tenía los dientes raídos de morder cuchillos. Se marchó al Alavés dejando unas pocas pinceladas de su arte, pero, para sorpresa general, fue repescado, dos temporadas después, a última hora para dirigir aquel equipo que estaba diseñado para conquistar la galaxia: el Valencia de los Kempes, Diarte, Rep o Carrete. Ramos Costa se había gastado lo que no tenía en músicos pero se le olvidó contratar a un director. A Heriberto Herrera se le ocurrió que Adorno podría servir y el argentino guió al equipo en uno de los mejores periodos del Valencia que he visto nunca. El que arrancó en la temporada 76-77 con tres victorias consecutivas y pintando un fútbol de exquisita calidad ante Celta, Elche y Espanyol. Adorno era el director de aquella orquesta que dejó de funcionar casi al mismo ritmo que los pulmones de su conductor. Cuando empezaron a pintar bastos, fue reemplazado por los gladiadores de turno.
Miguel Ángel Adorno fue un valiente, en el sentido que Bochini le dio al término en su frase apócrifa. Fue nuestro Bocha.

(Publicado en Ultimes vesprades a Mestalla)

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