jueves, 14 de enero de 2010

Deportivo, 2; Valencia, 2

Mi amigo Alfonso me contó hace tiempo que un conocido suyo, poco habitual a los partidos de fútbol en Mestalla, fue a ver el encuentro de vuelta de la eliminatoria de Copa que enfrentó al Valencia y el Deportivo hace ahora tres temporadas. Aquel partido en el que a un capullo se le ocurrió lanzar un objeto a un linier y Megía Dávila, ese confeso madridista que ahora cobra los réditos de sus favores en el organigrama del club blanco, suspendió el encuentro cuando ni siquiera se habían consumido los primeros 45 minutos de partido. El conocido de Alfonso salió del campo una hora antes de lo previsto, debido a la estupidez de aquel aficionado y el extremado celo de Megía, y pensó en volverse a su casa. Pero, cuando iba de camino a su domicilio, se percató de que le había dicho a su mujer que volvería a eso de las once y media de la noche e iba a llegar una hora antes de lo previsto. Entonces recordó ese sabio refrán que dice que ojos que no ven, corazón que no siente y decidió, por si se encontraba en su casa una situación no deseada que le obligara a replantearse la vida, meterse en un bar hasta que llegara el momento en el que había prometido a su pareja que acudiría a casa.
A mí me pasó ayer algo parecido. Empecé a ver la primera parte del Deportivo-Valencia con esa mezcla de ilusión en una remontada y resignación de que aquello era una empresa casi titánica, y mi sorpresa fue mayúscula cuando comprobé que, a pesar de los experimentos de Unai con la alineación, el Valencia dio la vuelta a la eliminatoria en media hora y, aún mejor, parecía tener dominado el partido y subyugado a su rival. Llegó el descanso con un brillante 0-2 a favor y me dispuse a prepararme la cena. Mientras cortaba los trozos de zanahoria de mi ensalada y ponía en la sartén una sabrosa hamburguesa vegetal, pensé que, para mí, el partido había acabado, que la segunda parte era prescindible: si el Valencia seguía como en la primera, no sería más que una continuación de lo que había visto; si, por el contrario, el Deportivo nos despertaba del sueño, más valía quedarse con el buen rollo que había transmitido el equipo hasta el descanso.
Así que, para evitarme sorpresas, vi la segunda parte con un distanciamiento que ni Brecht habría imaginado para sus obras de teatro. Puse en práctica el método de la pantalla partida del que alguna vez os he hablado y compartí el encuentro con un capítulo de "Perdidos" que mi pareja veía en su porción de televisión. Hice, en definitiva, algo muy parecido a lo que decidió el amigo de Alfonso hace tres años: esperar a que pasara la segunda parte (en este caso real) y fingir que el partido había durado 90 minutos.
Más me habría valido seguir a pies juntillas el remedio del amigo de Alfonso y haberme metido en un bar a olvidarme de todo. Pero eran las nueve de la noche, afuera llovía y no era plan de convertirme en un bebedor solitario, rodeado de desconocidos, por culpa de una buena primera parte del Valencia. Y entonces se repitió la historia pero al revés. La remontada la realizó el Deportivo porque, en la segunda parte, no salió a jugar el Valencia, sino el equipo idiota del Valencia.
Es muy fácil distinguir al equipo idiotadel Valencia. No sólo porque el orden se convierta en caos, el virtuosismo en torpeza o la fluidez en espesura. Sino porque hay dos futbolistas en esta plantilla que ejemplifican esa tontería colectiva: Miguel y Silva. Al primero, cuando sale el equipo tonto, se le suben a la sangre todos los cubatas que se ha tomado en la última semana y a los pulmones, todos los cigarrillos que se ha fumado. Y su parcela del campo se convierte en un paraíso para el contrario. Si el contrario es, como ayer, Filipe, los problemas crecen. Silva, sin embargo, opta por desaparecer del terreno de juego, no de manera real, pues se le ve por ahí trotando sin sentido cuando juega en el equipo idiota, sino en el plano metafórico: se esconde en las líneas de pase y lo que antes era disposición para combinar se transforma en invisibilidad. Total que el equipo idiota tiró una vez más una Copa que este año se antojaba más que accesible. Un título menos en las previsiones de este año, y ya van dos, si contamos una liga en la que, Santa Rita, Santa Rita, más nos valdría quedarnos donde estamos.
Pero yo, que le encuentro el lado reflexivo a todo, descubrí después del desastre de ayer, de haber vuelto a ver a ese equipo idiota que tantas veces me he encontrado jugando con la camiseta del Valencia, la esencia de mi pasión valencianista. Hace años, cuando era soltero, joven y estaba lleno de testosterona, me enamoré de una chica muy guapa, de esas que piensas que no está a tu alcance, que juega en otra liga sexual diferente a la tuya. Hice por conocerla y, cuando lo conseguí, puse en marcha toda mi maquinaria seductora para ligármela. Y lo logré, porque la chica me transmitió la sensación de que también sentía algo por mí. Pero, cuando lo más difícil estaba hecho, salió mi vena idiota y, sin saber a ciencia cierta por qué, acabé perdiendo mi oportunidad con ella. Ni más ni menos que lo que hizo el Valencia ayer.

1 comentario:

  1. Pues aquí no te pasó como con la chica muyy guapa... anoche tuviste sexo con el Valenxcia tonto... fue un anal pero sexo

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