lunes, 5 de abril de 2010

Valencia, 3: Osasuna, 0

Una de las razones por las que me apasiona el fútbol es porque es el único espectáculo en el que, si me aburro, no claudico. Por regla general, si una película es un tostón, un panfleto facha o una gilipollez, tengo la buena costumbre de dejar de seguirla, sobre todo si la estoy viendo en la televisión, el dvd o el disco duro multimedia. Si estoy en el cine, continuo mirando a la pantalla, aunque mi mente está en otras cosas. Lo mismo me pasa en los partidos de otras disciplinas deportivas: si me aburro en un encuentro de balonmano, baloncesto, tenis, o en una carrera de Fórmula 1, dejo de verlo y me pongo a hacer otra cosa. Esa debe ser la razón por la que detesto la Fórmula 1. Pero con el fútbol no me ocurre. Soy capaz de tragarme un partido insufrible porque siempre tengo la esperanza de que ocurrirá algo sobrenatural, algo que no he visto en mi vida o que recordaré por mucho tiempo. Puede ser un regate, un pase o una parada, un gol, una patada o una absurda decisión arbitral. El fútbol encierra siempre secretos en los lugares más intangibles.
La disertación del párrafo anterior sirve para aquellos partidos en los que no juega el Valencia. Cuando veo un partido sin que el Valencia sea uno de los juegan, tengo la natural tendencia a ir por uno de los dos equipos, una costumbre muy común en los seres humanos. Suelo ir por el más débil, o por el que mejor juega, o por aquel que denoto que el comentarista no quiere que gane. Quizás soy un poco friqui, pero me gusta llevar la contraria. En esos casos, mi interés por que gane uno u otro no es el motor que me empuja a seguir viendo el partido, por muy tostón que sea, sino el encontrarme con algo sublime en un lance del juego. Así aluciné con la cola de vaca de Romario a Alkorta, la volea de Zidane al Leverkusen o el golpe franco de Luis Aragonés al Bayern en la prórroga de una lejana final de la Copa de Europa.

Cuando juega el Valencia, como es obvio, quiero que gane el Valencia. Y, en ese caso, lo de menos es pensar en encontrarme con una acción brillante en el partido. Me gusta que mi equipo juegue bien al fútbol (y eso no significa fútbol de salón, sino que sea consecuente con una filosofía del juego), pero, sobre todo, me importa que gane. Ya sé que soy muy prosaico en este tema, pero la historia me ha demostrado que hay ocasiones en las que la estética debe ceder paso a la práctica, por muy amante de la belleza que sea uno. Cuando gana el Valencia hay dos maneras de recordar un triunfo: la matemática, cuyo recuerdo sólo remite a los puntos en juego, y la memorable, en la que ni siquiera se recuerdan cuántos puntos había en juego, sino el envoltorio del triunfo. Cuando pierde, sólo hay una manera: la tristeza.

Ayer, en Mestalla, resistí un partido de fútbol que, si hubiera sido de cualquier otro deporte, habría abandonado a la media hora de juego. Domingo de Pascua, después de una comilona, con la gente pensando más en la mona y el catxirulo que en el fútbol, con un equipo en cuadro y la certeza de que quienes nos persiguen son más torpes que los Hermanos Malasombra. Hasta en el descanso, el que salió a participar en el concurso ese del cheque gigante de mentiras era una especie de perroflauta que parecía haberse equivocado de local y, buscando un after, se había metido en Mestalla y lo habían puesto a tirar penaltis a un plástico con agujeros. Un partido que, si no fuera porque jugaba el Valencia, habría dudado que me pudiera ofrecer algo que recordar.

Pero he aguantado porque presumía que el Valencia lo podría ganar y, de esa manera, almacenarlo en mi memoria como una simple cifra: tres puntos. Ni siquiera imaginaba que el partido me ofrecería algo más que un gol medio extraño, de imposible recuerdo en un futuro, un par de ocasiones del Osasuna, perfectamente olvidables, y un buen rato de sufrimiento en la grada causado por los disparates defensivos de dos centrocampistas reconvertidos en centrales. Pero, mira tú por dónde, el Valencia-Osasuna me ha dado mucho más de lo esperado: un gol de Joaquín de esos que hacen que mis neuronas sigan vivas, manteniéndolo en mi memoria durante años, aunque con toda seguridad seré lo único que recuerde del paso de Joaquín por el Valencia. Y, por encima de todo, tres puntos, que nos aproximan a un título que jamás recordaré: el de campeón de la liga que no existe.

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